Semblanza fugaz de Friedrich Dürrenmatt

En medio de este embrollo financiero que nos pone los pelos de punta, mientras las cifras de la Covid-19 vuelven a dispararse con renovado entusiasmo en todo el archipiélago y nuestros derechos civiles continúan en suspenso, quizás valga la pena hacer una pausa en el ajetreo cotidiano para recordar que hoy, justamente hoy, 5 de enero, se cumple el centenario del natalicio del escritor suizo de expresión alemana Friedrich Dürrenmatt (1921 – 1990), otro gigante de las letras que se nos fue sin el Nobel.

Créanme, no pretendo que festejemos tal efeméride acá en La Habana con toda la pompa que los guardianes oficiales de ese legado están desplegando ahora mismitico allá en Neuchâtel, apacible ciudad lacustre de la Confederación Helvética típicamente famosa por sus relojerías, donde el autor de La promesa (Das Versprechen) vivió sus últimos años y donde radica el centro cultural que lleva su nombre.

Opino, sin embargo, que tampoco debemos soslayar un aniversario tan señalado, no sea que ciertas lenguas viperinas se pongan a decir por ahí que los cubanos somos olvidadizos, mezquinos e ingratos, y que solo nos interesamos en nosotros mismos. Una vil calumnia, desde luego. Pero ya ustedes saben cómo es de bretera alguna gentuza. Vayan a guisa de homenaje, pues, estos apresurados apuntes.

Dürrenmatt nació en Konolfingen, comuna del cantón de Berna, y en 1934 su famila se mudó a la capital federal, “tumba áurea” de aquel desvencijado, traquimañoso y perturbador comisario Hans Bärlach, protagonista de El juez y su verdugo (Der Richter und sein Henker) en 1951 y de La sospecha (Der Verdacht) en 1952, quien se autodefine muy seriamente como “un gran gato negro, viejo, al que le agrada comer ratones”.

Entre la mesurada animación bernesa y los vaivenes propios de un temperamento inquieto, el joven pueblerino estudió Filosofia —Platón, Kant, Kierkegaard—, aunque no con demasiado ahínco. Bueno, hay que admitir que barqueaba de lo lindo en la escuela. Nunca se doctoró (los Honoris causae, junto con otras condecoraciones, le lloverían mucho después). Sus notables dotes para las artes plásticas, en cambio, lo llevaron a cultivar con asiduidad la pintura de caballete y, más adelante, el diseño escenográfico. Zwingliano, escéptico y burlesco, inició en 1946 una fulgurante carrera en el área de la dramaturgia.

Estimulado por el premio Schiller que coronó su debut —el primero entre varios— y por la calurosa acogida que recibieron sus piezas preliminares en Alemania, escribe un drama tras otro. Lee cantidad, zambulléndose en la cultura suizo-germana. Se aposenta en Zürich, mayor y más tumultuoso núcleo urbano de la Confederación. El éxito de sus representaciones va en aumento de manera sostenida, a la vez que se afianzan paulatinamente su carácter rebelde, antidogmático y dado a la polémica, y su profundo interés en la justica como tema de análisis.

Así las cosas, en 1956 adviene la que el consenso de los teatrólogos ha proclamado su obra cumbre: La visita de la vieja dama (Der Besuch der alten Dame), donde nos obsequia en un tono jovialmente sádico la peripecia de Clara Zajanassian, aquella multimillonaria tan vengativa —o justiciera, según se mire—, pelirroja exprostituta con una pata de palo y fumadora de habanos, quien enfrentará al desventurado bellaco Elías Ill, su amor de juventud, y a los vecinos de un poblacho ficticio llamado Gula, harto parecidos a nuestros propios vecinos en tanto dignos ejemplares de la raza humana.

Esa tragicomedia en tres actos y un epílogo, que por su vigencia bien pudo haber sido escrita como quien dice la semana pasada, le deparó a Dürrenmatt una auténtica reputación internacional, haciéndole traspasar las fronteras del territorio lingüístico alemán. Tuvo en su día montajes espectaculares, llenos de colorido, en Berlín, París, Londres, Tokio, etc., y hoy por hoy forma parte del repertorio de innumerables compañías teatrales en todo el orbe. Incluyendo a Cuba, dicho sea de paso, donde fue estrenada con bombo y platillos a comienzos de los años sesenta y posteriormente recogida en la antología Teatro de la Crueldad (1967), compilación a cargo de nuestro Virgilio Piñera.

Ya instalado en Neuchâtel, lejos del bullicio, Dürrenmatt compuso otras piezas dramáticas, algunas de ellas magistrales, que asimismo le valieron las ovaciones del público y el reconocimiento de la crítica especializada, ratificándolo como autor de primera fila. Paradójico, incisivo y agridulce, el conjunto de su producción teatral impacta, sacude, espeluzna, hace reír e invita a meditar.

Nunca redactó manifiestos vanguardistas escandalosos. Eludía el compromiso, estético o de cualquier otro orden, que ello pudiese traer aparejado. Publicó, eso sí, algunos ensayos sobre problemas teóricos relativos a la escena y otras elucubraciones filosóficas donde, al igual que en el resto de su obra, predominan las preguntas en detrimento de las respuestas.

Medio en broma, aunque no del todo, incursionaba a ratos en la narrativa de ficción de largo aliento. Su corpus novelístico, integrado por alrededor de una veintena de títulos —algunos de los cuales, por vicisitudes económicas del escritor, vieron la luz como folletines—, en general no carece de méritos, aun cuando ocasionalmente apelara a fórmulas poco felices para desarrollar un argumento. Quiero decir, procedimientos más adecuados para las tablas que para la novela.

En el capítulo undécimo de El juez y su verdugo, verbigracia, nos topamos con el comisario Bärlach y su principal contrincante, aquel nihilista, cínico y archibandolero Gastmann, contándose el uno al otro ciertos lances pretéritos, que ambos conocen al dedillo, en una especie de flashback a dos voces cuyo contenido, por mor de la verosimilitud, debió asumir el narrador omnisciente. Nada, pequeños gajes del oficio.

Presumiblemente con fortuna, dada su proverbial destreza en el manejo del diálogo, Dürrenmatt pergeñó cuantiosos libretos, lo mismo originales que adaptaciones de novelas o dramas suyos, para la radio y la televisión. Arte perecedero, acaso infravalorado, que le servía para pagar facturas. Y exploraba, al parecer, todas las formas de relatar una misma anécdota, ya que también escribió para el cine.


A principios de 1958, Friedrich Dürrenmatt participó como guionista, junto con Ladislao Vajda y Hans Jacoby, en la coproduccion hispano-suizo-germana El cebo (Es geschah am hellichten Tag), dirigida por Vajda.

Aunque se trató de una pincha colectiva, cual es frecuente en el ámbito del celuloide, cabe suponer que el ya para entonces encumbradísimo dramaturgo llevara la batuta en aquel trío, puesto que la sinopsis del guion de marras, así como las caracterizaciones y hasta los nombres de los personajes principales, eran de su autoría exclusiva. El cebo, según rumores, sería la version fílmica de una pieza teatral suya de escaso relieve.

Comoquiera, lo cierto es que durante el verano de ese mismo año, recién concluido el rodaje, Dürrenmatt volvió sobre aquella baqueteada fábula del teniente Matthäi, comisario de la policía cantonal de Zürich que emplea una carnada viva —Annemarie Heller, trencitas rubias— para pescar a un asesino en serie, y la reescribió una vez más.

En el lapso de apenas dos meses introdujo múltiples arreglos en función de un nuevo desenlace, radicalmente distinto del exhibido en la pantalla grande. Con esa meta siempre en la mira, el concienzudo artesano tachó, añadió, permutó, sustituyó y redondeó. Así obtuvo una novela de poco más de un centenar de páginas, muy compacta, sin triquiñuelas ajenas a las convenciones del realismo, que dedicó a Lazar Wechsler, productor de la mencionada película, y a Vajda. Y que pronto se convertiría, como ya sabemos, en su boleto a la inmortalidad.

La promesa, aun sin alcanzar el rango de best-seller, en su momento fue un bombazo. Y ha trascendido vendiéndose a las mil maravillas hasta el sol de hoy. Reeditada con frecuencia y traducida a tonga de idiomas, le ha supuesto a Dürrenmatt, amén de la consagración como narrador, un índice de popularidad raras veces logrado por escritores no comerciales.

Tres generaciones de lectores, con grados muy diversos de instrucción, hemos hecho de La promesa lo que se dice una novela de culto. Cada quien la disfruta según las referencias de que disponga, ya que funciona a diferentes niveles. Su calibre intelectual, contra lo que pudiera temerse, no amedrenta a buena parte de los consumidores de relatos policiales, una tribu considerablemente más numerosa que aquella otra, selecta y finolis, que suele acudir a las salas de teatro en cualquier país del mundo.

Su fúnebre subtítulo, Réquiem por la novela policiaca (Requiem auf den Kriminalroman), sugiere que después de esa ya no habría otras narraciones con detectives, asesinos, víctimas y demás. Y en efecto, no las hubo. Únicamente para su autor, desde luego, pues aquel rotundo epitafio, urdido con alevosía y ensañamiento, devino a la postre una señal de arrancada. Y es que marcó un hito en la historia del género negro, al combinar el police procedural con la tragedia clásica.

Pretendiendo fungir como sepulturero, Dürrenmatt fue un adelantado, un precursor, un pioneer. Alguien que no solo llegó hasta donde nadie había arribado antes, plantando su banderín en tierra incógnita, sino que también desbrozó una senda por la que muchos otros andariegos, siguiendo sus huellas, habríamos de transitar en el futuro.

Aún queda bastante por decir. Me gustaría, por ejemplo, argumentar detalladamente lo anterior. Cosa de que no vaya a parecerles un vano ditirambo sentimental. Pero ya cae la noche y el deadline de mis editores se cierne sobre mí como la cuchilla de una guillotina.

Otra vez será, pues. Lo juro, en el estilo fugitivo y medio tenebroso de Matt el Mate, “por la salvación de mi alma”.




¡Me las pagarás, Sherlock Holmes! - Ena Lucía Portela

¡Me las pagarás, Sherlock Holmes!

Ena Lucía Portela

La compilación de short stories clausurada por “Su última reverencia”, aparte de ser la más antigua del canon holmesiano, es la única en cuyo título no reza el nombre del héroe. Sospecho que el atribulado Conan Doyle ya no quería ni mentar a su criatura, lo cual será apenas el comienzo de un festival de extravagancias. Veamos.