“El Partido no se equivoca jamás”.
Arthur Koestler: El cero y el infinito.
Si Enrique Vila-Matas se propusiera escribir unos nuevos Suicidios ejemplares, tendría que echar una ojeada a las muertes voluntarias de Arthur Koestler y Stefan Zweig. Porque una cosa es quitarse la vida individualmente y otra acompañado de la esposa. No se trata de “hasta que la muerte los separe”, sino que los siga uniendo.
Es cuestionable que un suicidio sea ejemplar, pero entraña una decisión personal que en ocasiones merece comprensión. En los casos de Koestler y de Zweig hay algunos patrones comunes: escritores, judíos, expatriados (ambos se acogieron a la nacionalidad inglesa), casados en segundas nupcias con mujeres 20 años menores; cada una de esas mujeres fue además secretaria de los escritores (la de Koestler era la tercera[1]) y decidieron acompañar a sus maridos hacia los puntos suspensivos de esa dirección sin vuelta atrás.
Zweig sabemos que no pudo seguir cargando con el peso de su civilización destruida. Koestler, que vivió también ese proceso histórico, lo hizo porque estaba perdiendo facultades que para un hombre de pensamiento, escritura y reflexión es lo peor que puede suceder. En sus últimos años el escritor defendía la causa de la eutanasia. Había prologado un libro con instrucciones para suicidas y demostró que no lo veía reducido a un planteamiento teórico. Lo que sí no queda claro es por qué sus mujeres se inmolaron también.[2]
Si bien la galería vilamatiana del suicidio ha sido reclutada o vista en el frenopático, estos dos escritores y sus mujeres tomaron la decisión de terminar con sus vidas desde las trampas de la razón y no de la sinrazón.
Arthur Koestler (1905-1983) era húngaro, pero escribió originalmente en alemán. Luego haría lo mismo que Joseph Conrad: se cambió al inglés y se hizo británico.[3] Vivió una infancia acomodada entre Budapest y Viena (Koestler ha expresado la claridad de su vida en unas memorias que merecen mucho la pena: se trata de cinco libros y un tomo adicional, donde intervino su esposa).[4]
Quien hubiese nacido en esos años estaba destinado a un doble o triple conflicto: el de las dos guerras mundiales y el mundo de la posguerra. Koestler sintió el llamado de la utopía colectiva (a través del comunismo marxista) y privada: voluntariamente se fue a una granja comunal en la entonces Palestina de finales de los años veinte. En ese tiempo se estaba creando una nación con el esfuerzo del trabajo manual, fundándola desde el origen más terrenal posible. Koestler escribió: “La tierra prometida solo sería realmente suya si labraban el suelo con sus propias manos”.
Porque solo desde la libertad podemos escoger nuestros sistemas políticos y construir modelos alternativos, pero teniendo en cuenta que cada uno de los miembros de esa sociedad comunal —despojada del egoísmo económico (que dicho sea de paso, es el que construye las sociedades prósperas y exitosas)—, confirma el consenso de vivir bajo esas premisas. La imposición nunca fragua posibilidades democráticas, sino experimentos y catástrofes totalitarias.
Respecto a ese proyecto comunal, la kvutsa que luego evolucionó al kibbutz, apunta nuestro escritor:
“Sería un error, no obstante, sobrestimar el significado social de estas comunidades únicas o emplearlas como modelos para experimentos a escala masiva. Los miembros de los asentamientos colectivos son una élite de voluntarios; los rigores de su existencia se los han impuesto ellos mismos. Resultaría imposible crear una sociedad similar por medios compulsivos, como sería imposible obligar a una gran parte de la población a tomar votos monásticos”.[5]
Koestler muy pronto se incorporó a la vida partisana del comunismo. Su ingreso en el periodismo lo combinó con el internacionalismo proletario. Participó como reportero en la guerra de España y ha circulado la leyenda, no muy autorizada, de que estuvo a punto de ser fusilado. Comenzaron a sospechar de él luego de una entrevista que le hiciera al general Queipo de Llano. Fue apresado y finalmente logra salir de España por un intercambio de prisioneros.
Así como nuestro escritor entró voluntariamente en una huerta colectiva —apostando a que funcionara desde el convencimiento de cada uno de sus miembros—, pronto se dio cuenta de que la maquinaria del Partido Comunista y su Número Uno imponían el dogmatismo sin discusión, el adoctrinamiento sin deliberación y el asesinato sin compasión.
Ya lo decía el camarada Stalin, el más grande genocida de la historia junto al desaseado Mao: “La muerte de un hombre es una desgracia, la de cien mil una estadística”.
Koestler que no estaba dispuesto a bajar la cabeza para la grandeza del Partido, porque un hombre reflexivo no se desplaza con la ortopedia de unas ideas sin debatir, sino que apela a su libertad abjurando de los bastones impuestos.
La misión del totalitarismo izquierdista ha sido siempre crear inválidos para tirarles las muletas a la vía pública; no hacerlos pensar; instruirlos en la neolengua y hacerlos morir de hambre para que se disputen los garbanzos echados al pavimento y que, al lamerlos en el suelo, den las gracias alborozados.
Fabricar esclavos es el único producto eficiente del colectivismo socialista. Y los encadenados se regeneran en cada leva de la ingeniería social que se reinventa con el credo de nuevas generaciones: la revolución de los sóviets, la nueva política económica, el gran salto adelante, la reforma agraria, la revolución cultural, las granjas reeducadoras, la zafra de los idiotas, el foro de São Paulo o el socialismo del siglo XXI.
Koestler no había venido al mundo para engrosar la estadística de la servidumbre. De hecho, escribió una novela sobre el esclavo romano Espartaco y otra dedicada a los totalitarios que tan de cerca conoció.
Los sucesos que se desarrollan en Moscú de 1936 a 1938 lo cambiaría para siempre: los juicios estalinistas en los que el dictador Iosif Dzhugashvili se deshizo de centenares de miles de sospechosos, finalmente ejecutados como enemigos del pueblo. La purga incluyó a la clase que llevó a cabo la Revolución de Octubre, así como a líderes del Ejército Rojo.
El exseminarista[6] Stalin hizo entender que la única teología era su palabra y que el único Dios posible sobre la Tierra era él mismo. La lección fue rápidamente asimilada. Koestler descubrió la perversión residente en los partidos comunistas. El evangelio vendido por los bolcheviques mostraba el lado sanguinario que siempre ostentó, pero había terror en denunciarlo. Koestler lo hizo. Su novela El cero y el infinito refleja eso: es la historia de un revolucionario que es juzgado y condenado a muerte. Su juicio encarna la tragedia de la revolución: un destino vil, inescapable, donde la voluntad individual no juega un papel relevante.
A diferencia de la tragedia griega, la revolución tiene un dios mundano que no hace otra cosa que pensarse a sí mismo. No hay coro, sino comisarios que apuntan y disparan en nombre del líder supremo, alimentado con la voluntad secuestrada del pueblo en cautiverio.
El cero y el infinito no solo es una obra maestra, sino que muestra el punto de anulación absoluta del individuo. Porque en las sociedades colectivistas el hombre —en singular— carece de toda importancia: es un siervo más de las decisiones que se toman en su nombre. El Partido desarrolla en esta novela “la ficción gramatical” que consagra la inexistencia del yo, es decir, anula cualquier pronombre que no sea un “nosotros” ordenado.[7]
El Partido es omnipotente, omnímodo, inequívoco, infalible, no se equivoca nunca al igual que el líder. De hecho, líder y Partido forman una dualidad entremezclada e indistinguible. El Partido es la expresión última de la voluntad del líder; es la encarnación de esa unión morganática en la que el líder conserva siempre un linaje incontestable.
Militar en el Partido equivale a hacerlo en la creencia laica de la deidad: el preponderante secretario general. Pero ese dios no es misericordioso ni complaciente: es altanero, épico, y destructor. Es un padre cruel, vengativo y explosivo en el que se juntan el origen y el término, el alfa y el omega del infierno sobre la Tierra. Nunca perdona porque la indulgencia es una forma de disculpa que no está dispuesto a ofrecer.
La objetividad del Partido nunca se pone a prueba. Es siempre una verdad. Carece de exégesis. Lo subjetivo no existe, como tampoco una dimensión pública o privada. Todo es público. Lo privado —incluso la moral y las creencias— ha de conjugarse en la maquinaria del “nosotros” como gran logos gramatical incuestionable. Es lo más parecido a una orden militar en una sociedad de enajenados: “Para nosotros la cuestión de la buena fe subjetiva carece por completo de interés”.[8]
El individuo como tal carece de existencia. Él o ella son prescindibles. Toda heterodoxia se persigue, se castiga y se elimina con la propia vida, que no vale nada individualmente concebida, sino en razón del unanimismo.
Solo puede existir el pensamiento único afincado en la reiteración del canon. El castigo con la vida es una decisión técnica, como se apunta en la novela,[9] la medida burocrática ante un problema. El único fin es el Partido mismo, nadie puede elevarse más allá de la medianía a la que está destinado. La obediencia es fundamental. Pero esa obediencia no nace de la convicción ni de la libertad: es un engendro del terror que pone en práctica el Estado totalitario. Ese terror se alimenta de la violencia. “La violencia es la partera de la historia”, dejó esculpido Lenin. La violencia, por tanto, es irrenunciable con el fin de preservar la revolución. Y se ejerce a diario en el Estado que retrata Koestler y en todos los Estados totalitarios que superan el universo koestleriano.
La violencia es imprescindible para preservar el movimiento revolucionario. Las épocas de paz son peligrosas para la vida del revolucionario. Por ello, la revolución nunca estará en paz consigo misma, sino que se alimenta permanentemente del conflicto.[10]
Las revoluciones son como Ricardo III: coleccionan enemigos fuera y dentro del poder. La enemistad las mantiene de pie y en permanente agitación. Cuando la obediencia se quiebra y se acusa, no hay otro remedio sucedáneo que la muerte, la eliminación del factor de disturbio. Ante ello, desaparece toda ilusión, toda compasión, toda consideración. Lo tremendo de la narración de Koestler es que nos demuestra, a los liberales en particular, que nuestra búsqueda de la objetividad de la verdad —en los términos que la sociedad occidental se lo plantea— carece de importancia en el mundo totalitario. No existe objetividad alguna ni mucho menos una búsqueda de ella.
La verdad es la del Partido y la del líder, que, hay que decirlo muchas veces, no se equivocan nunca.
No se construye una narrativa ni un cuestionamiento de las sociedades libres alrededor de un problema teórico. En la concepción liberal, lo objetivo siempre está trufado de subjetivismo. Eso lo sabemos. Nuestra lucha se centra en construir una certeza aproximada. Nunca se alcanza una conclusión. En el mundo que refleja El cero y el infinito, la conclusión preexiste a su búsqueda, con lo cual es inútil solicitarla. Adicionalmente, el régimen se vale de mentiras y las utiliza en la pulverización de aquello que atente contra su modelo inflexible. Por ello Rubaschoff, el personaje principal, no siente compasión ante su destino ineludible. Sabe fatalmente lo que le espera. Él ha contribuido a edificar ese sistema soviético para que funcione en esa dirección. Sabe que la maquinaria que fundó lo triturará sin remilgos. La sentencia para mayor gloria del Partido es el recurso postrero de los enajenados que se convierten a sí mismos en esclavos desde el pensamiento. Les permite desahuciarse con la certeza de que se despidieron honrando la disciplina partidista.[11]
El siguiente párrafo explica el tema del desprecio a la objetividad con una tremebunda claridad:
“Hace algún tiempo, B, el más eminente de nuestros agrónomos, fue fusilado, con treinta de sus colaboradores, porque sostenía que los nitratos artificiales son un abono superior a la potasa. El Número Uno es decidido partidario de la potasa. Por tanto, había que liquidar como saboteadores a B y a sus treinta colegas. Para una agricultura basada en un centralismo estatal, la elección entre los nitratos y la potasa es de una importancia inmensa; puede depender de ella el resultado de la próxima guerra. Si el Número Uno tuvo razón la Historia le dará la absolución, y la muerte de treinta y un hombres será una bagatela”.[12]
De modo que lo particular no se puede admitir, es un tema prohibido y nocivo para el destino colectivo. El libre albedrío es una superchería superada. Un habitante es un asiento contable y la ciudadanía no tiene reglones separados. Se trata del Todo: la mónada suprema de un bolchevique que lleva las cuentas según convenga (ni siquiera hay una suma de carácter objetivo[13]) con la relación organicista de todos sus compuestos subordinados. Y, nuevamente, las emociones personales no se listan.
En el Estado totalitario hasta el arte está subordinado a una noción colectiva. Por ello no hay belleza: el socialismo persiguió la belleza y desarrolló una funcionalidad contra toda estética.
Las escenas artísticas del realismo socialista se enmarcan en una fábrica o en una granja colectivizada. No hay espacio para lo individual como problema. La historia seguirá siendo un espacio para abolir las fronteras entre el individuo y el Partido. Se trata de una concepción idéntica:
“… nunca hemos dejado de tener conciencia de todo el peso de nuestra responsabilidad ante un porvenir que sobrepasa lo individual. […] No admitíamos la existencia de ningún sector privado, ni aun en el cerebro de un individuo”.[14]
“He aquí adónde yo quiero llegar -dijo-; no nos está permitido considerar el mundo como una especie de burdel de emociones metafísicas. […] Simpatía, conciencia, desgana, desesperación, arrepentimiento y expiación, todo esto no es para nosotros más que un libertinaje repugnante”.[15]
“La definición del individuo era: una multitud de un millón dividida por un millón. El Partido negaba el libre albedrío del individuo”.[16]
Si algo ha quedado probado es el fracaso de la utopía socialista, de hecho, toda utopía más que un engaño es un fraude, pero se trata de la ruina en el plano político, económico, social, cultural.
Ante el desmoronamiento del totalitarismo soviético, la caída del Muro de Berlín, la demostración de los crímenes de los socialismos, ¿qué hace que esta teoría escrita desde el odio, el resentimiento y la venganza aparezca cada cierto tiempo con un nuevo ropaje engañoso?
Haberla convertido en un dogma refuerza su carácter de religiosidad laica y sinrazón. Por otra parte, abundan quienes temen a la libertad, quienes prefieren el dirigismo y fundirse en los “casi todos”.
Luego de la implosión de la URSS se comenzó a pontificar con cierto histerismo mediático que las ideologías habían muerto. No es cierto. Continúan con vida y metabolizadas en mil encarnaciones desde la sexualidad, el idioma uniformado, hasta la ecología. La lectura de El cero y el infinito es un aviso luminoso dictado desde una imperiosa necesidad de libertad.
Mario Vargas Llosa dice de Koestler que era “un disidente nato… por una muy respetable ineptitud a aceptar verdades absolutas y un horror a cualquier tipo de fe”.
Hay que salir a acusar a diario a los totalitarismos que amenazan con prohibir que hablemos. Las sociedades actuales corren el peligro de sucumbir ante los vendebiblias de la igualdad. Basta reconocer los tantos candidatos a Número Uno que aparecen cotidianamente en los telediarios.
Cuando Stalin ingresaba a un auditorio, los nuevos siervos de la Unión Soviética aplaudían a rabiar. Nadie quería dejar de hacerlo porque ello acarreaba prisión o muerte. Entonces aparecía un cartel que ordenaba el cese de los aplausos. Arthur Koestler fue de los primeros que vislumbró la equivocación mayúscula de seguir un proyecto a rastras. Denunció los constructos que juraban la identidad en la miseria. Supo que estos estafadores aspiraban al infinito y les quitó toda significación, exhibiendo el retorcimiento que escondían. Hasta con su propia vida tuvo la mirada de interpretar que él mismo se venía reduciendo a cero. Decidió su destino en coherencia con sus ideas. Y se despidió de este mundo con la misma voluntad con que denunció a tantos, con la voluntad irrebatible del hombre libre que siempre fue.
Notas:
[1] Koestler tenía fama de mujeriego incorregible. Sus amigos decían que preferían no correr el riesgo de dejar a sus mujeres cerca de él.
[2] Cynthia, la esposa de Koestler, había pensado en la posibilidad de suicidarse muchos años antes y tenía algún historial de suicidas en su familia, entre ellos su padre.
[3] La lectura de Shakespeare de Conrad fue la que primero lo hizo inglés; lo empujó a dejar a Korzeniowski para adaptarse al mediano Conrad.
[4] Los cinco tomos de su Autobiografía son los siguientes: Flecha en el azul, El camino hacia Marx, Euforia y utopía, El destierro y La escritura invisible, publicados por Alianza Editorial y Emecé Editores en su colección “El libro de bolsillo”. En 1983, luego del suicidio en Londres fue encontrado un manuscrito a cuatro manos de Koestler y Cynthia Jefferies, su esposa, que da cuenta de su vida en conjunto. Este diario a dos voces, Extraños en la plaza, tiene una edición española de 1988 publicada por El laberinto, Ediciones de Nuevo Arte Thor.
[5] Arthur Koestler: En busca de la utopía, Kairós, Barcelona 1983, p. 31.
[6] Stalin estuvo en el seminario de Tblisi, junto al futuro iluminado Gurdjieff.
[7] “Él le había bautizado como ‘la ficción gramatical’, con esa desfachatez que había inculcado el Partido a sus miembros respecto a la primera persona del singular”. Arthur Koestler: El cero y el infinito, Penguin Random House, Barcelona 2017, p. 290.
[8] Ibídem, p. 270.
[9] “En el Partido, la muerte no era un misterio, no tenía nada de romántica. Era una consecuencia lógica. […] El acto de morir no era en sí más que un detalle técnico, sin ninguna pretensión de interesar. La muerte como factor en una ecuación lógica había perdido toda característica humana”. (p. 166). “Nosotros hemos llevado tan lejos la lógica, que para arreglar una simple divergencia de criterio no conocemos otro argumento que la muerte: la muerte, ya se trate de submarinos, de abonos o de la política del Partido en Indochina”. Ibídem, p. 190.
[10] “La mayor tentación para los hombres como nosotros es renunciar a la violencia, arrepentirse, lograr la paz con uno mismo. La mayor parte de los grandes revolucionarios ha sucumbido a esta tentación, desde Espartaco y Danton hasta Dostoievski, y representan la forma clásica de la traición a una Idea.” Ibídem, p. 183.
[11]En 1989 durante el juicio al general Arnaldo Ochoa en Cuba, este se inculpó a sí mismo y admitió que lo mejor para él era la pena máxima como castigo por haber traicionado al Partido. La “autocrítica” no era tal, sino la dogmatización total del principio político de la preeminencia partidista que borra las fronteras entre lo público y lo privado. La participación de Ochoa en ese juicio rocambolesco y humillante, y la seguridad de índole teatral con que se acusó a sí mismo revelan que los mecanismos de coerción del totalitarismo invaden hasta el terreno más personal de la conciencia.
[12] El cero y… p. 126.
[13] “…dos y dos no son cuatro cuando las unidades matemáticas son seres humanos…”. Ibídem, p. 186.
[14] Ibídem, p. 127-128.
[15] Ibídem., p. 183.
[16] Ibídem, p. 293.
A los pies de Albertine Sarrazin
De Albertine Sarrazin recuerdo su rostro y enseguida pienso en sus pies, que supieron volar tan lejos. Sus pies paseándose por las calles húmedas de París en busca de clientes. Sus pies no aptos para zapatos de tacón. Su pie con mala suerte, destrozado al caer del muro cuando se escapaba del penal de Doullens, una noche fría de 1957, a los diecinueve años.