Jorge Edwards: “Al final el hombre nuevo es más inmoral que el otro”

No parecía un embajador como lo impone la tradición. No quería serlo, a pesar de su cargo en París. En algún momento durante esos pocos días presumió de su antepasado, un marinero inglés medio contrabandista que recaló en Chile, donde fundó familia. Jorge Edwards recién salía de un largo vuelo París-Miami cuando pude conocerlo. Al otro día empezaría su andadura en la Feria del Libro de Miami de 2013, a donde llegaba con Los círculos morados, el primer tomo de sus memorias.

Tampoco parecía tener 82 años: huimos de aquel Hilton vulgarote que no le apetecía para nada, caminamos por Biscayne Boulevard, compró y guardó  medio litro de whisky —«soy medio borracho como tantos otros escritores, por eso escribí El whisky de los poetas», me dijo—, y terminamos en el City Hall, un restaurante pretencioso emplazado sobre esa misma calzada que creo que ya no existe. 

Esa noche Edwards devoró una carne de res y ultimó un par de copas de merlot. Dos días después almorzamos en el Versailles. Quería regresar a ciertos tonos de esa Habana que había conocido cuarenta años atrás, pero el decorado del restaurante, de tan pretencioso, le pareció chato, y la comida con escasa sustancia. A cada rato insistía en el paralelo entre Chile y Cuba, dos naciones fracturadas, con dos exilios rotundos, nostálgicos y escandalosos.

Llegados a ese punto, ya quería que lo tuteara. Hablamos del inminente cambio de gobierno en su país y de esos molestos técnicos de la cultura que tan abundantes son en las ferias y los congresos. Hablamos de mujeres, me contó sobre una amante venezolana, treinta años más joven, que, dijo, casi lo acosaba. También se refirió a su deseo de instalarse en Madrid cuando terminara su actividad diplomática y a su gusto por diarios íntimos como los de Gide, Jünger y otros. Contó además con ojos de infante la trama de su novela en fase de revisión, que por aquellos días se llamaba Retrato de María y que dos años después apareció en Acantilado como La última hermana, sobre una chilena que salvó varios bebés judíos durante la Ocupación alemana en París. 

¿Cortázar murió sin haberte devuelto el saludo?

Y como era de esperar, hablamos de su salida de La Habana en abril de 1971 y de Persona non grata, un librito que sacó ronchas en la izquierda de todos lados y que fue censurado por Pinochet, cuando su autor declaró que Chile carecería durante muchos años de un verdadero proceso democrático:

—Va a salir una edición de bolsillo para la cual he escrito un nuevo prólogo donde hablo de Raúl Castro, de Chávez. Ese libro fue entendido mejor por los políticos, por aquellos que estaban más comprometidos en la izquierda, como los comunistas, que sabían perfectamente que las cosas ocurrían de esa manera, mientras que la gauche divine, la izquierda elegante, no entendía nada.

—¿Incluido Julio Cortázar?

—Bueno, hace poco estuve con Aurora Bernárdez, su viuda, quien me dijo que me consideraba el escritor político más interesante de Suramérica. Algo que me sorprendió muchísimo. «¿Por qué?» —le pregunté. «Porque considero que los cubanos le dieron vueltas a la cabeza de Julio. Él no pensaba así».  

—¿Cortázar murió sin haberte devuelto el saludo?




—No nos encontramos. Dejamos de vernos. Hubo otras, pero la incomprensión de Cortázar fue la más notable. Fue un buen escritor, pero un ingenuo político total. Su viuda, en cambio, estuvo en primera fila una vez que hablé sobre él en público. «¿Por qué las cosas que dices sobre Julio no las dicen otros?» —me preguntó.

—Luego, hasta Ariel Dorfman te acusó de ser agente de la CIA.

—Y ahora trata de ponerse a bien conmigo. Pero le he dicho: «Desmiente lo que dijiste con la misma publicidad con que lo hiciste. De lo contrario, no va».

De ahí hay detalles que no he contado totalmente, temas en los que no quise meterme, como el de la hija de Allende, que se casa con un agente secreto cubano que la seduce por orden de Fidel, tienen una hija en Chile, viven incluso en La Moneda durante un tiempo.

—¿Qué me cuentas sobre Volodia Teitelmboin?

—Bastante mediocre nuestra relación, porque Volodia era el amigo político de Neruda y yo era el amigo literario, el amigo de todo, incluso de fiestas. Neruda decía que Volodia siempre le explicaba las cosas políticas, por dónde iba el partido, etcétera. Y resulta que cuando salieron sus memorias, no había ninguna mención a Volodia. Eso fue un golpe terrible para él. A mí me nombra tres o cuatro veces; a Volodia nunca.

Una vez fuimos a cenar y Volodia me dijo: «yo solo como para alimentarme», es decir, sin placer; todo lo contrario a Neruda, que era un comilón, un gozador de la comida. No podía haber afinidad entre dos tipos así.  

—¿Qué pensaba Neruda de la situación de Cuba?

—Yo le contaba estas historias y él me decía: «Tienes que escribirlo, pero no lo publiques todavía». Luego su viuda me defendió, pues los comunistas chilenos querían que ella me atacara. «El escritor —dijo— tiene derecho a escribir lo que le dé la gana, sobre todo cuando ha vivido la experiencia». En realidad se portó muy bien. Neruda murió antes, no llegó a ver el libro. «Escríbelo —me decía—, pero no lo publiques hasta que yo te diga». Él sabía perfectamente qué se escondía detrás del velo rosado de aquella revolución. Y ya ves: al final el Hombre Nuevo es más inmoral que el otro hombre.

Yo no tenía idea de lo que podía ser el socialismo en la práctica. Tenía muchos amigos socialistas, pero nadie contaba nada; solo lo hacen cuando cruzan al otro lado. Eso me ocurrió cuando Guillermo Cabrera Infante se pasó al otro lado: instintivamente yo lo despreciaba. A Vargas Llosa le ocurría lo mismo. Luego hubo una evidente reconciliación. Cuando aparece Persona non grata, una de las primeras personas a las que le envío el libro es a Guillermo. Después fui a Londres, lo llamé, nos encontramos en su casa y estuvimos hablando por tres horas.

¡Todos eran agentes!

—¿Y cuál es la prehistoria de ese libro?

—«Los sabios del ministerio —me confesó Allende— quisieron que lo nombrara a usted para reabrir la embajada en La Habana. No sé por qué. Sé que ha hecho un buen trabajo en Perú…». Allende sabía que esto de La Habana me iba a chocar. De ahí hay detalles que no he contado totalmente, temas en los que no quise meterme, como el de la hija de Allende, que se casa con un agente secreto cubano que la seduce por orden de Fidel, tienen una hija en Chile, viven incluso en La Moneda durante un tiempo, y cuando Allende cae, él regresa a La Habana y se junta con su verdadera mujer. Razón del suicidio de la Tati. 

Allende sabía bien que aquel novio de la Tati era un agente; era consciente de eso y de mucho más. Pero no podía parar aquel proceso. La última noche de la larga visita de Fidel a Chile hay un problema entre ellos dos. No se conocen los detalles, pero hay un problema. Neruda sabía de esto. Había ocurrido una manifestación antiallendista muy fuerte por parte de señoras de barrios altos acompañadas por sus cocineras, sus empleadas domésticas, además de gente de diversos sectores. Un gran cacerolazo que provoca que se decrete el estado de sitio, una situación muy extrema contemplada en la constitución. Allende nombra entonces al jefe de la guarnición de Santiago, como está establecido, para que se haga cargo de la situación, mientras que Fidel quería que Allende nombrara al Coco Paredes, su hombre dentro del gobierno, el director civil del Servicio de Investigaciones. Ahí se produce aquel desacuerdo muy fuerte. 

Para la última noche, Allende había invitado a cenar a Fidel, pero a las doce de la noche el hombre no había llegado. Allende lo llama y le dice: «si usted no viene a cenar, está en su derecho, pero mañana yo no lo acompañaré al aeropuerto». Entonces Fidel fue.

—Pero antes de eso se habían producido los tres meses y medio que pasaste en La Habana.

—Antes de irme a Cuba, Neruda me había hecho una lista de los platos que debía comer, y cuando yo la mencionaba delante de mis amigos cubanos todos se reían a carcajadas. «¡Todo eso desapareció!» —me decían. Lo único que había era repollo. 

Conocí a Sarduy cuando llegó a París a la casa de Mario Vargas Llosa. Era un chico muy simpático, algo extravagante, muy afrancesado, inteligente, divertido, aunque como escritor lo encontré un poco aburrido.

Una vez vi lechugas en el diplomercado, compré dos y le dije al chofer «para aquí». Toqué el timbre de una casa y me abrió Pablo Armando Fernández: «Te dejo una lechuga y me voy». Él me había dicho que tenía una infección, se le descascaraba la piel porque no ingería vitaminas. Luego el cínico de Fidel lo interpretó como una provocación mía. Pero si un amigo mío necesita una lechuga, yo la compro y se la doy. Esto no es provocación, es un acto de amistad.

—¿Quiénes eran tus mejores amigos en La Habana?

—Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, Pepe Rodríguez Feo, encantadora persona, de quien decían que era agente. ¡Todos eran agentes!

—¿Crees que todos lo eran?

—Muchos. Había que serlo, era la única manera de vivir. Si no lo eran, de igual manera se les sacaba información. Yo era uno de los tipos más vigilados del mundo. Nunca más he sido tan vigilado. Fidel me dijo al final: «hubiéramos sido tontos de no vigilarlo a usted». Con esa confesión, no se necesitan más pruebas.




—¿Qué recuerda de aquellos amigos?

—Padilla era un hombre muy rápido, ingenioso, provocador y bastante inteligente con respecto a la realidad de las cosas en Cuba; alguien que te podía decir por qué pasaba algo o por qué no. Con Pablo Armando Fernández íbamos mucho a ver películas rusas, polacas, a cines de El Vedado. Recuerdo a su esposa, Maruja, muy buena mujer. Yo les tenía mucha simpatía. Años después lo vi a él en un congreso en Canadá: muy patético, sin dinero, tratando de vender sus libros para poder comprar alguna cosa occidental. Pobrecito, me dio pena. Luego se hacía invitar en todos lados. Un papel triste, tristón. También me encontré en Berlín con Miguel Barnet: ahí intentó explicarme que irse del país no era tan fácil como se creía.

«¿Pero de verdad se ha dado cuenta de que nos estamos muriendo de hambre?» «Sí, Lezama».

—¿Y Norberto Fuentes?

—Sabía quién era desde mi primer viaje a La Habana, en 1968. Luché por darle el premio Casa de las Américas a Condenados de Condados. Ahí la oficialidad en el jurado se opuso con una tenacidad brutal. Conseguí convencer a Claude Couffon, y Fuentes obtuvo el premio. Luego tuvo toda clase de problemas. 

Cuando estuve en Cuba por segunda vez, justo el día en que lo tomaron preso, Padilla fue a verme al hotel con un chico joven cuya cara me era conocida: ¡era Norberto! Después se convirtió en hombre del grupo de Fidel y al final cayó en desgracia. Condenados de Condados era un libro simpático. Tampoco era para morirse… pero era un libro simpático. A mí lo que me picó y me llevó a insistir en premiarlo fue la resistencia total del jurado cubano en las reuniones. Era un libro que prometía un escritor, pero el tipo no fue serio. Para ser escritor hay que trabajar mucho y no hay que casarse con nadie. Y él no fue capaz de eso. 

—Por una razón o por otra, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas no se vinculan con el affaire Padilla, pero no dejan de ser dos personajes medulares en la historia literaria cubana de la segunda mitad del siglo… 

—Conocí a Sarduy cuando llegó a París a la casa de Mario Vargas Llosa. Era un chico muy simpático, algo extravagante, muy afrancesado, inteligente, divertido, aunque como escritor lo encontré un poco aburrido. Era un buen ensayista. Leí su última novela: barroca, palabrera, donde no pasa nada… esa que escribe cuando ya estaba enfermo. En cambio, quien sí era un buen narrador, aunque a veces exageraba la fantasía, era Arenas. Un día, revisando mi biblioteca, descubrí un par de libros dedicados por él. Fue entonces que lo identifiqué con aquel chico que se me acercó en 1968 y me regaló su Celestino antes del alba.

—Regresemos a 1971. Hay una frase memorable de Lezama Lima…

—«¿Usted se ha dado cuenta de lo que pasa aquí?» —me preguntó en una ocasión, siempre ceremonioso. «Sí» —le contesto—. «¿Pero de verdad se ha dado cuenta de que nos estamos muriendo de hambre?» «Sí, Lezama»—le repito, tras lo cual sentenció: «Espero que en Chile sean más prudentes». 

Octavio [Paz] fue la primera persona del mundo intelectual que se me acercó después de haber publicado Persona non grata.

Estuve en su casa varias veces. Le daba de comer, lo invitaba a lugares, porque ese pobre era un hambriento, un comilón impresionante. Una vez le ofrecí un pavo entero que se había cocinado en la casa de César López. Lezama no lo podía creer: «¡esto no se ve hace muuuuucho tiempo!», exclamó. Mirábamos el Malecón y me dijo: «Usted no sabe lo que era esto, la alegría que había, las fiestas». Aquel era un Malecón oscuro, de una tristeza increíble. Qué manera de sufrir ese pobre Lezama: sufría mucho. 

Cortázar nunca se dio cuenta de que Lezama era más conservador que yo. Cortázar era un tonto político. 

—¿Qué hay de García Márquez?

—Su vinculación con la Revolución cubana vino después de la de Cortázar. A él le costó restablecer su vínculo con Cuba porque había huido de Prensa Latina cuando el ataque a Bahía de Cochinos. Se acojonó. Y eso no se lo perdonaron durante mucho tiempo. ¿Sabes cómo se puso a bien con los cubanos? A través del exilio chileno, que estaba fascinado con su obra. Gabo llegó a ser amigo de Fidel y no sé por qué estaba muy orgulloso de serlo.

—¿Y Carlos Fuentes?

—Fue ambiguo. Trató de estar bien con los dos lados. Intentaba sentarse en dos sillas.

—Lo que no le ocurrió a Octavio Paz.




—Paz comenzó siendo un antiestalinista y luego fue un anticomunista convencido. Nunca cambió. Por eso su enemistad con Neruda. Poéticamente, Paz lo admiraba mucho, pero tenían una distancia política total. Octavio fue la primera persona del mundo intelectual que se me acercó después de haber publicado Persona non grata. Pasó por Barcelona y le dijo a Carlos Barral que me quería conocer. Esa noche salimos. Luego le pidió a Vargas Llosa que escribiera sobre mi libro para Plural.  

He conocido a mucha gente en mi vida. No voy a caer porque vea a Fidel. Y eso lo desconcertó profundamente.

—¿Y en cuanto a Fidel Castro?

—La última vez que nos vimos trató primero de cansarme, de ponerme nervioso durante una visita que hice a una laguna llena de cocodrilos. Y luego intentó abrumarme cuando me llevaron a verlo. Yo supe al acto que él estaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores, cuando llego y veo aquella cantidad de alfitas [autos marca Alfas Romeo] estacionados, y luego tantos soldados con ametralladoras.

Él creía que yo me iba a desmoronar. Y a mí me pasaba lo contrario: ante un pesado, me salía un pesado y medio. Soy una persona muy poco peleadora, muy amable, pero me salió un pesado más pesado que él. Al final, ese domingo en la noche, cuando nos despedimos en la sala del ministro, Fidel me dijo: «hay una cosa que me sorprendió en nuestras conversaciones: su tranquilidad». He conocido a mucha gente en mi vida. No voy a caer porque vea a Fidel. Y eso lo desconcertó profundamente.

A partir de ahí regresé al hotel Riviera, hice mis maletas y a primera hora del día siguiente me fui. Ellos nunca quisieron que yo tuviera una casa. Viví todo el tiempo en el Riviera. Tenía una suite para mí y otra como oficina, donde los dispositivos para el control eran muy buenos. Si me daban casa, pensaban que por allí caerían 25, 50 o 1000 aspirantes al exilio. La gente se habría refugiado en mi embajada.

Todo estaba muy bien calculado de su parte: a la mañana siguiente ya estaba volando. Fidel había llamado a su amigo Salvador Allende: «por favor, sácame a este hombre de aquí». A mí no me expulsa Fidel, me traslada mi ministerio a París, lo que no era para nada un castigo. Eso también molestó a Fidel: que en vez de mandarme al desierto de Gobi o a un consuladito en la frontera, me enviaran a París, con Neruda, que era su enemigo.

A Raúl Roa, que no tenía ningún poder, no le gustaba nada lo que estaba pasando.

Mi conversación con Fidel está fielmente narrada en Persona non grata. En algún momento hubo la intención de desmentirla, pero no podían. A Raúl Roa, que no tenía ningún poder, no le gustaba nada lo que estaba pasando. Estaba muy preocupado y tenía mucho miedo.

—Han pasado más de cuarenta años. Mañana 17 de noviembre hay elecciones en Chile.

—Desgraciadamente ganará sin ninguna duda Michelle Bachelet. A mí me molestó mucho aquel viaje que hizo a Cuba: un viaje tonto. Desde el Gobierno chileno me habían pedido que fuera a esa Feria del Libro en La Habana, y yo les dije: «voy, si puedo firmar Persona non grata». A partir de ahí no me llamaron más. Ahí se acabó la invitación.

Defiendo totalmente que en Chile no se pueda producir un doble mandato consecutivo, algo que viene desde el inicio de la República para que nadie se convierta en dictador. Pero ahora la izquierda tiene ganas de modificar la constitución, lo que me parece muy peligroso, porque ahí trataría de quedarse para siempre. Y por muy enfermo que esté, Fidel los estará aconsejando.


Miami, noviembre de 2013.


© Imagen de portada: Jorge Edwards.





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