11 de marzo de 1959, tarde de miércoles en Nueva York. Un viento frío recorre las calles buscando cobijo. Bajo las marquesinas del teatro Ethel Barrymore se acumula el público expectante. Los rótulos iluminados sobre sus cabezas indican con letras color escarlata que esa noche se estrena A Raisin in the Sun, de Lorraine Hansberry. Es la primera vez que una autora afroamericana estrena una pieza en Broadway.
El público se pone de pie al acabar, dejando sus gabardinas arrugadas sobre los respaldos. La obra se confirma enseguida como un clásico de la dramaturgia estadounidense y Hansberry se convierte en la primera mujer afroamericana galardonada con el New York Drama Critics Circle Award.
Ese mismo año la obra se estrenó en Filadelfia. James Baldwin estaba allí; su recuerdo de aquella noche ilustra el prólogo de To be Young, Gifted and Black, libro póstumo de Hansberry, publicado en 1969. El proemio de Baldwin se titulaba “Sweet Lorraine” y era un precioso —como todo Baldwin— homenaje a su amiga fallecida:
“What is relevant here is that I had never in my life seen so many black people in the theater. And the reason was that before, in the entire history of the American theater, had so much of the truth of black people’s lives been seen on the stage. Black people ignored the theater because the theater had always ignored them”.
La acción de A Raisin in the Sun se desarrolla en un hogar de clase media del sur de Chicago, en algún momento entre la Segunda Guerra Mundial y 1959. Los Younger son una familia negra formada por Lena Younger, su hijo Walter Lee, su hija Beneatha, su nuera Ruth y su nieto Travis. El resto de personajes son Joseph Assagai, un joven nigeriano; George Murchison, un joven chicaguense; Bobo, cómplice de los sueños empresariales de Walter Lee; y Karl Lindner, el típico vecino de clase media norteamericana que hoy votaría a Trump.
Los Younger conviven en una casa estrecha, llena de anhelos incumplidos y muebles viejos que guardan la memoria de los sueños. Walter Lee, encarnado por Sidney Poitier, es un chofer cansado de abrir y cerrar las puertas a los hombres de negocios que pueden proyectar sus vidas y multiplicar el dinero entre sus manos. Ruth vive sepultada bajo el trabajo doméstico, que se extiende a casas ajenas. El pequeño Travis duerme en el sofá y empieza a conocer la rabia y la vergüenza de no tener cincuenta centavos de dólar para calentar el bolsillo. La joven Beneatha querría estudiar medicina y probar caminos nuevos. Lena (Mama) Younger está cansada, vive envuelta en recuerdos y símbolos que parecen no guardar relación con el presente; confía en un Dios sordo y lejano, confía en el poder de su voz para mantener unida a su familia.
Lena Younger acaba de enviudar y espera un cheque de diez mil dólares del seguro de vida de su marido. Diez mil dólares de la década de 1950, diez mil dólares frente a los que se arrodilla su hijo, Walter Lee, intentando convencer a su madre para montar un negocio. No un negocio cualquiera: se trata de una tienda de alcohol, cuyo triunfo o descalabro las mujeres de la familia no pueden dejar de ver como un peligro sobre sus cabezas.
Por eso Lorraine Hansberry tomó prestado de “Harlem”, poema escrito por su amigo Langston Hughes, el verso que da título a la obra:
What happens to a dream deferred?
Does it dry up
like a raisin in the sun?
Or fester like a sore—
And then run?
Does it stink like rotten meat?
Or crust and sugar over—
like a syrupy sweet?
Maybe it just sags
like a heavy load.
Or does it explode?
Alrededor de las aspiraciones y el dolor de esta familia, Hansberry construye la vida. Lo inconmensurable de su proyecto radica en lo hondo que cava, en lo lejos que llega; en el modo en que abarca su futuro, nuestro presente.
Tres décadas después de su estreno, la crítica de The New York Times observó que los acontecimientos de cada año añadían resonancia a A Raisin in the Sun, como si la historia conspirase para convertir la obra en un clásico.
Pero no fue la historia: fue la capacidad de Lorraine Hansberry para comprender las derivas políticas y sociales de su país. Fue ella quien, con su inteligencia, atendió a los expertos blancos y contestó sus blancas preguntas. Cuando le decían que A Raisin in the Sun trataba de un modo distinto el tema de “lo negro”, ella preguntaba: ¿En comparación con qué? ¿Cuál es la última obra de “tema negro” en Broadway?
Los entrevistadores, sencillamente cuestionaban su universalidad porque los protagonistas eran negros. Incluso, en el colmo de la sorda ceguera de la blanquitud, interpretaban la relación materno-filial entre Lena y Walter Lee Younger en clave freudiana, sin comprender que la fuerza de esta madre afroamericana nada le debía a las tensiones psicoanalíticas de diván, sino a la resistencia y la dignidad de la lucha contra la esclavitud.
Mama Younger siente su vida menospreciada. Sus hijos no valoran la libertad ni las protecciones que ella y su difunto marido establecieron para que no cayeran en problemas. Hace tiempo, dice Lena a su hijo en plena discusión sobre el uso del cheque, la vida era la libertad, no el dinero. Entre ellos explota un conflicto ético real, no una paranoia.
Y mientras tanto, discurre el conflicto feminista, político y generacional. La mujer afroamericana que es y acepta ser Lena Younger, entra en disputa con los dos tipos de mujer que aceptan y quieren ser Ruth y Beneatha.
Para la vieja Lena, que ha normalizado la sumisión, la religión, el silencio; para ella que paradójicamente es tan fuerte y procede de una estirpe de lucha, las posibilidades de soñar para un afroamericano son menores, sobre todo si es mujer. Vagas promesas que se concretan en los hijos, que vendrán a reclamar sus derechos y a materializar los sueños ancestrales. Entonces Beneatha debería poder soñar con la libertad y no puede; y Ruth debería liberarse de la dependencia de su marido, y tampoco puede.
Al dilema ético, al dilema feminista, se añade el cuestionamiento que trae Joseph Assagai, un estudiante nigeriano amigo de Beneatha, representante de la africanidad y poseedor de una conciencia intelectual y política del colonialismo que resulta nueva en casa de los Younger. En contrapartida, George Murchison es un joven desdibujado, acomodado y asimilacionista.
Cada personaje ejerce un contraste poderoso que acentúa el efecto caleidoscópico de la obra, de modo que nada, absolutamente nada de lo que ocurre o preocupa en el mundo de Lorraine Hansberry, queda fuera. Todos, antes o después, necesitan tomar decisiones, aclarar cuáles son sus principios. Esas decisiones configuran la realidad común, la realidad del país que viven.
En el interior de quien la ha leído, A Raisin in the Sun fermenta, crece, se multiplica, explota. Lorraine Hansberry debe formar parte de nuestro pensamiento y protagonizar el panteón de referentes en las luchas antirracista y feminista. Vivió y creó al nivel de Baldwin y Hughes, y su voz, que podemos disfrutar gracias a la conversación grabada en 1961 bajo el título The Negro in American Culture, Group discussion (Baldwin, Hughes, Hansberry, Capouya, Kazin), habla sin intermediarios.
Hansberry dijo una vez que una sociedad opresora degenera y deshumaniza a todos sus miembros. Eso somos; ella también lo sentía. En sus cuadernos íntimos, publicados póstumamente, se pregunta si su actitud revolucionaria es real o intelectual. Se pregunta si está dispuesta a renunciar a sus privilegios para emprender una lucha física, en la calle. Quiso viajar al Sur para averiguarlo, pero no pudo: murió de cáncer con 34 años.
Martin Luther King predijo que Lorraine Hansberry, por su capacidad de confrontarnos con el mundo, permanecería como inspiración entre las generaciones venideras. Su amiga y admiradora Nina Simone compuso, para despedirla, “To be Young, Gifted and Black”, que cantó en el Morehouse College de Atlanta, luciendo en su muñeca una orquídea negra. En los rostros del público, cuando se levantaba para aplaudir, se leía el orgullo y la esperanza. Era 1969, pero hoy, ¿dónde está la esperanza?
Quizás la esperanza ya no existe, excepto en la explosión del sueño postergado.
A los pies de Albertine Sarrazin
De Albertine Sarrazin recuerdo su rostro y enseguida pienso en sus pies, que supieron volar tan lejos. Sus pies paseándose por las calles húmedas de París en busca de clientes. Sus pies no aptos para zapatos de tacón. Su pie con mala suerte, destrozado al caer del muro cuando se escapaba del penal de Doullens, una noche fría de 1957, a los diecinueve años.