Trendy color, blacking y George Floyd

Los estudios de poética en torno a esa artisticidad donde se esconde el racismo ponen de manifiesto que el negro y la negritud (esta, ya se sabe, sigue funcionando como una suerte de capital originario) siguen siendo materia queer más allá de las demasiado fáciles apropiaciones que ese término ha experimentado en el mundo LGBTIQ+.

Lo queer es un valor rotativo, traslaticio, donde la movilidad de las identidades alienadas (de todo tipo) deviene un correlato de la movilidad de los sujetos alienados (de todo tipo).

Como representante de una multitud que anhela visibilidad, voz y redención, y más allá de la materialidad inexorable de su muerte, el cadáver de George Floyd tiende a ser un cuerpo queer. Se inscribe en un linaje corredizo en el espacio y el tiempo. 

Uno se fija en el rostro de George Floyd y ve labios gruesos y bien delineados, como los de las colosales cabezas olmecas halladas hace muchos años en La Venta, Tabasco, México. Dicen algunos arqueólogos que la forma de las cabezas, esculpidas en basalto hace unos 3000 años, no se inspira en la imaginación libre, sino en modelos muy concretos.

Hace unos días vi la extensa y escalofriante nota de Wikipedia sobre los hechos en torno a la muerte de Floyd. Entre mil y un detalles había una foto del policía que le causó la muerte y otra del propio Floyd. De pronto, más allá del obvio asunto del odio de estirpe racial, el rostro de Floyd tiene una antigüedad cultural de 3000 años. Es un olmeca (o una representación olmeca) transferido, por obra y gracia de los genes, a una época arbitraria y cruel donde se acumulan y se trenzan las mejores cosas y las peores. 

De modo que en Floyd se remansa una tradición llena de misterios y se reactiva ahora en una iconografía del asesinato y el martirio. Los olmecas eran, parece, un pueblo de guerreros. Desaparecieron sigilosamente. Nadie sabe cómo. Del asesinato de Floyd también brota, después de todo, un conjunto de ficciones simbólicas que regulan una y otra vez el aspecto de la realidad. Ficciones que están lejos de apartarse de lo real, si es que vamos a concederle a lo real un predicamento y un cometido justos, sostenidos por los hechos pero liberados de ellos.  

Dicho esto, y sin apartarnos del asunto del racismo, podríamos irnos a otra zona de ese gran paisaje del dolor, de la falta de acreditación social, y del anhelo. Digamos, con incertidumbre, que para ciertos asuntos referidos al cuerpo negro todo empezó cuando el mundo pudo ver una célebre fotografía de Robert Mapplethorpe: Man in Polyester Suit.

El imaginario secreto reactivado por esa foto pertenece a lo queer. Se trata de un cuerpo negro performativo que desafía varias cosas. Por ejemplo, el concepto heteroccidental de belleza.

En la obra de Mapplethorpe, el hombre del traje de poliéster no tiene rostro. Hay un contraste obvio: un pene majestuoso, se diría que envidiable, que pesadamente reposa en toda su gruesa y trabada tranquilidad, contra lo barato de un traje así. 

El contraste mayor es, sin embargo, el de la formalidad ceremonial que el traje ofrece (ropa de etiqueta, por muy económica que sea) contra la exhibición parsimoniosa de una pinga negra con obvios poderes totémicos.

Un cuerpo queer obra como un moderador de la nitidez de otros cuerpos (lejos de lo queer, o acaso en sus inmediaciones), y los induce a graduar la conciencia que tienen de sí mismos. Así la visibilidad se acrecienta o se restringe, en lo inter-subjetivo, que es algo que reúne y concentra ese trazado de rasgos —inscripciones, apuntes, tanteos, acotaciones— por medio del lenguaje y la mirada. George Floyd apenas susurra (no puede gritar): I can’t breath! Pero Derek Chauvin, el policía, no puede oírlo. O sea, en efecto lo oye. Pero NO. 

En la película Get Out (Jordan Peele, 2017) —que con respecto al racismo es uno de los ejercicios más sarcásticos, demoledores y siniestros que se hayan visto en los últimos años— un personaje le dice a otro, en un inglés lleno de idioms, durante una macabra subasta privada: “La piel blanca prevaleció durante 200 años y más, pero ahora el negro es el color de moda”. 

El personaje se refiere al novio negro de una familia blanca y rica. En concreto, alude a la negritud como una joya que ha de exhibirse desde la perspectiva de algo tremendo: la vulvocracia racista. Ya no es el caso, como en el siglo XIX, de un bondmaster con un serrallo de negras de pigmentos variables a su disposición, sino de familias blancas ricas que, en un contexto dramático fantasioso, se permiten tener negros hipnotizados a su disposición. Señoras blancas de cierta edad con jóvenes negros de desempeño sexual óptimo. 

¿No hay aquí una especie de falso “desmontaje” secreto y mítico del racismo? En los siglos de La Trata, en la llamada Ruta del Esclavo, diversas simulaciones fueron practicadas para emborronar o invisibilizar el axioma de la mujer blanca seduciendo a un negro. La heteronormatividad occidental blanca no estima la difusión de esa conocida noticia: que muchas blancas deseaban a los negros y se veían con ellos. Desde siempre. Y entonces lo que se aprecia y valora es la difusión del poder blanco ejerciéndose sexualmente en el espacio del cuerpo de las negras. Eso sí. Lo otro (que los negros se roban la atención de las mujeres) es quizás demasiado.

Sin embargo, ese fenómeno contiene una de las esencias transhistóricas del racismo: la conquista del cuerpo negro por parte de blancas (y blancos del mundo gay). El cuerpo negro como sujeto de seducción y, al mismo tiempo, objeto seductor. El negro como fascinus latino. 

¿Revaluación de la pinga tipológicamente grande? Oh, sí. Observado desde esa perspectiva, lo trans-histórico se vuelve atemporal. “Yo quería meterme en la cama con dos hombres, pero que uno fuera blanco y el otro bien negro”. Esto dice, con enorme precisión teorémica, una joven blanca que, por cierto, se declara partidaria de la Revolución Permanente.

La cabeza olmeca que, victoriosamente a pesar de la muerte, enarbola George Floyd en sí mismo, es también un icono cuyas presunciones de rendimiento sexual obran (imaginémoslo) en la mente de Derek Chauvin. En su libro Las huellas de los dioses, el arqueólogo y viajero Graham Hancock habla de individuos carismáticos, poderosos, pertenecientes a alguna realeza y cuya presencia en Centroamérica aún no ha sido explicada satisfactoriamente.

Me he mudado a un barrio donde está La Habana entera, por así decir. Aquí, además, la gente ventila sus asuntos más íntimos en plena calle. Una vecina con un teléfono en la mano le dice a un hombre (de gran estatura, corpulento y negro) que no, que por el culo NO. Dios, si existe, no me dejará mentir. 

“Oye, yo tengo dinero”, dice el negro. “No, papi, eso duele mucho, déjalo”, objeta la vecina. “Muchacha, no te va a doler, tú verás”, insiste el negro. “Pero papi, ¿tú no has visto el tamañón que tú tienes?”, exclama ella. 

Este diálogo tiene lugar a diez metros de la carnicería de mi cuadra, casi debajo de mi balcón. La vecina apenas puede usar el teclado del teléfono porque tiene uñas postizas demasiado largas y curvas. El negro se va lentamente. Lo veo caminar hacia la esquina, perplejo.

Todos estos “extremos” forman parte del gran paisaje de las actitudes raciales y se articulan dando lugar a unos sincronismos donde el negro, lo digo otra vez, es una criatura queer. En tanto tal, y de acuerdo con la óptica culturalizada de ciertos sujetos que están al tanto (sin saberlo a derechas) de la queerifation de la vida y las artes, el negro se halla a medio camino entre la etiqueta de lo barbárico y la etiqueta de lo apetecible.

“El culo ocupado” es una teoría/praxis que me explica un apuesto joven amante de los buenos libros y las buenas escrituras, que ambicionaba (y logró) ser penetrado doble (y simultáneamente, preciso es decirlo) por dos mulatos de Miramar. Yo me digo: vaya, es obvio que la Revolución es muy grande. Oigan esa frase: “dos mulatos de Miramar”. Antes de 1959, decirla habría sonado punto menos que ridículo. Ahora suena superbien porque, en efecto, la mulatez y la negritud conectan gozosamente con ese trendy color. Pero hay algo que falla ahí. Y sospecho que es la elección instintiva de la eficacia sexual como dispositivo caracterizador, como emblema dentro de las imágenes posibles del lazo intercultural. 

Por eso los actos de Derek Chauvin, disfrazados de “celo policial”, se constituyen en la representación de un racismo tosco, arcaizante, grosero: coacción física e intenciones indirectas y subconscientes de matar. Contrastan con los refinamientos culturales del racismo, pero no con las tradiciones xenofóbicas (no solo en EEUU, sino en todo el mundo) de intimidación y violencia homicida. 

Así que los sujetos queer son, en determinadas circunstancias, no solo los de la comunidad LGBTIQ+, sino también la gente que cruza el agua, viola fronteras y trepa cercas, los negros, los musulmanes, los gitanos… En general, la gente del sur. Recuerden esa obsolescente palabra: “sudacas”.

Pero el trendy color está ahí, conviviendo con el cadáver de George Floyd (o, mejor, con su aspecto de hombre condenado a la humillación primero y después a la muerte: el cuello bajo la rodilla de Derek Chauvin, asesino perfeccionista), y por eso una de las líneas más presumidas y rentables de la pornografía es el ethnic intercourse, que se diversifica en una masificación rodeada de curiosos y curiosas.

Bastará con ver los contenidos de blacked.com, una web heterosexual para damas (y caballeros interesados) que sepan con cuánta gracia, autoridad e hipocresía la palabra black es sujeto, verbo y adjetivo. 

To be blacked: he ahí el final de un proceso de ethnic intercourses que implican una reconquista con doble faz. En el medio está la desventurada fascinación del negro: trendy color lo mismo para el sexo que para la tortura y la muerte.




Chaturbation: sexo en sí y para sí - Alberto Garrandés

Chaturbation: sexo en sí y para sí

Alberto Garrandés

Estar o no estar sol@. Tener o no tener suficientes megas. Esa es la cuestión. El “recelo social” será una de las consecuencias más terribles del macrorrelato pandémico, cuando la COVID-19 ya no sea una amenaza global sino individual. En términos generales, será mejor acudir a la masturbación que al sexo informal.