No es lugar para poetas

Tendría que empezar diciendo que Evgueni Evtushenko ha muerto a media hora de mi casa y yo me he enterado por los periódicos. Pero claro, es un decir. No me he enterado por los periódicos, así se decía antes, sino por internet, que es como se debe decir ahora porque es lo que hay. A mi casa no llegan The New York Times ni El País, pero a ambos me asomo, es un decir, en internet.

Es un decir también que Evtushenko ha muerto a media hora de mi casa, pues mi casa no está a media hora de Tulsa, Oklahoma, donde vivía el poeta, sino a casi dos horas.

Pero vamos, qué es el tiempo. Y qué es la velocidad con la que se cubren cien millas.

Llevo un tiempo recopilando información y lecturas para un ensayo sobre la lentitud, entre otras cosas a partir de un libro que leí sobre Juan Román Riquelme. El futbolista, claro. El libro me cayó del cielo, es también un decir, porque no lo compré. Venía junto con otro que sí compré. De modo que no hay forma de explicar una cosa como esa.

Llamé a un amigo para preguntarle si alguna vez le había pasado algo así (los compradores de objetos desvalorizados podemos integrar una cofradía, piénsenlo), que le llegara un libro que nunca había sido comprado y que no fuera una guía telefónica o una promoción de algún negocio funerario o una iglesia, por si alguien los tiene por entes distintos. Pero mi amigo no tenía respuesta para eso. Y además el libro me resultó muy interesante, así que aparté el que esperaba, quizás está todavía en el mismo lugar, y me leí el otro, el intruso, no sé si por real afinidad o por un asunto de culpas en torno a lo lúdico del vivir.

La idea más interesante del libro en cuestión tenía que ver con que Riquelme no había triunfado en Europa porque no era lo que se dice un jugador demasiado rápido y los jugadores como él están infravalorados en el fútbol europeo de hoy. “Vivimos con mucha prisa a través de la vida”, escribió Evtushenko, pero con toda seguridad no por la misma razón.

En ese momento saltó una liebre y supe que mi ensayo tenía sentido a pesar de que comenzaba hablando de Larbaud y de tranvías. Larbaud rememora una frase que Boswell dice que dijo Johnson, algo como: “Uno de los mayores placeres de la vida es viajar en una [cama] que corre a toda marcha.”

¿Es en realidad cama lo que dice Johnson? No hay modo de saberlo con certeza pues la palabra está borrada en la fotocopia que leo. Pero hay ideas que solo cuajan en una conversación entre amigos. Y aun así la calidad del whisky será decisiva.

La cosa es que los sábados en la mañana solíamos ir a Tulsa de compras en viaje familiar porque hay algunas tiendas que solo allí están. Y yo en ese momento no sabía que había un poeta, llámese Evtushenko o Ron Padgett, viviendo o naciendo en Tulsa, aunque podría suponerlo. Yo solo veía que era una ciudad de mansiones, avenidas, algunas colinas y, por supuesto, Starbucks.

Entonces, al enterarme de que Evtushenko había muerto a menos de dos horas de mi casa y que los sábados son días de fútbol, recordé un poema suyo que había leído no hacía mucho y que tenía que ver con ese juego.

El poema surgió de un amistoso entre los equipos de la URSS de Lev Yashin y la RFA de Fritz Walter, la campeona del mundo. Qué retablo indeseable de siglas deja la memoria del siglo XX. El poema entero es una metáfora de lo que puede hacer (y llegar a ser) el deporte, y su tema no es la lentitud ni la velocidad, tampoco la belleza o la ansiedad ante el vaso de vodka que la soldadesca apuraba antes de las batallas, sino precisamente la culpa y aquella vergüenza, la que resulta de toda devastación.

Y sin embargo es un poema deplorable, habría que decirlo, como casi todos los que son escritos por encargo para actos públicos y conmemoraciones políticas. Muestra poco de la estatura literaria de Evtushenko, es apenas discurso. Lo que queda, lo que puede ser recordado, son los personajes, el bullicioso centenar de mutilados de guerra soviéticos que asistieron al partido. Hombres sin piernas que al llegar al estadio rugían “igual que fantasmas vengadores” y al salir de allí habían sido transformados por el “juego limpio”, habían corroborado por fin el cese de una guerra que les había dejado como saldo muchas ausencias y la mitad de todo lo que tiene uno duplicado en el cuerpo.

Joseph Brodsky habría corroborado su criterio sobre esta clase de poetas acomodados bajo la égida totalitaria. Cuando en 1987 la Academia Americana de Artes y Letras nombró a Evtushenko como miembro de honor (¿se fijaron bien en la fecha?), Brodsky renunció a su puesto alegando que era moralmente injustificada su permanencia al lado de quien nunca había sido un crítico sincero del comunismo y el totalitarismo, pues solo “había lanzado piedras en el momento y la dirección que el partido aprobó”.

La renuncia fue aprobada, pero Brodsky se las cobró ganando el Nobel y me imagino que todavía sonrió un tanto cuando supo que Evtushenko recaló luego en esa ciudad de Oklahoma (“no es lugar para poetas”, se diría) donde impartía clases de literatura y cine a jóvenes cowboys, hijos de rancheros e ingenieros del petróleo.

Se me ocurrió entonces que Evtushenko y yo pudimos habernos cruzado cualquiera de esas dos o tres veces que fui a Tulsa y hasta pude inventarme un encuentro casual, no en un estadio de fútbol, sino digamos en un restaurante italiano donde me evadí de una ruidosa mesa atestada de cubanos —oh, sí, hay cubanos en Tulsa (mi espejo donde alcanzo “mi insospechado rostro eterno”, diría Borges); como también había y supongo que todavía haya poetas a pesar de que Evtushenko haya muerto, y Padgett, aquel que escribió los textos de Paterson, de Jarmusch, viva desde hace mucho tiempo en New York—, o en aquella tienda, Steinmart, para caballeros y damas de provecta edad, donde el azar pone a un ya senil poeta ruso a comprarse sus trajes, camisas, abrigos y zapatos.

Hubo al menos un escritor, hoy con varias novelas en su biografía, que comenzó sus días en el periodismo inventándose entrevistas con famosos que pasaban por Barcelona. Por qué no podríamos haber conversado Evtushenko y yo sobre aquel partido de fútbol y su público de mutilados, sus lecturas elegidas, sus días en Cuba, sus años en Rusia, su largo olvido, quién podría negar que ocurrió.