El universo y la niebla

“…y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla”.
Antonio Machado.

Para Armando Lucas Correa, por el apoyo y el estímulo.

Hace unos días, mientras presentaba mi novela Turcos en la niebla, desde el público se dirigió a mí Armando Lucas Correa, escritor y compatriota, para preguntarme por la universalidad de mi libro. Ya antes me había comentado en privado su preocupación porque encajonaran mis Turcos en una de las infinitesimales provincias de lo cubano cuando, en su opinión, tenía mucho que decirle a gente que no sabría ubicar la Isla en el mapa. 

Su pregunta pública me daba la oportunidad de exponer, ante el público más bien variopinto del Instituto Cervantes de Nueva York, en qué medida los isleños trasplantados a una esquina de Nueva Jersey de mi novela tenían algo que contarle al resto del mundo.

Pero, por supuesto, desaproveché la oportunidad que me ofrecía Correa. En su lugar hablé de ese extraño complejo de inferioridad cubano —extraño en tanto suele expresarse con la mayor de las arrogancias— que asume lo propio como algo irredimiblemente provinciano, sin conexión alguna con el resto del universo. 

Un complejo que podría entenderse como respuesta al continuado aislamiento en que se ha desarrollado la vida en Cuba para generaciones de nativos. Nativos que han terminado asociando lo nacional con una serie de episodios más bien vergonzosos y humillantes. O como una continuación de la agorafobia castrista por otros medios. 

También hablé de la extrañeza que nuestros agobios totalitarios producen en el contexto continental, cuando en realidad dicha experiencia totalitaria, aunque rara en nuestro hemisferio, ha sido experimentada a fondo por buena parte de la humanidad en el último siglo.

Pude haber sido más didáctico. Decir que el primer título que manejé para la novela, Los náufragos de Bergenline (Bergenline es la principal calle comercial del condado con mayor concentración de cubanos en Nueva Jersey), servía para introducir la idea de exilio como naufragio. Y que tanto el naufragio como la niebla que menciona el título definitivo, han servido de metáforas universales de la incertidumbre en que transcurre la existencia humana, sea en la tierra firme de lo natal o en cualquier destierro. 

O también pude decir que el exilio era un equivalente a la expulsión de Adán del paraíso: alegoría de la vida humana que se ve a sí misma como extraña, expulsada de su medio natural. O bien pude, para justificar el objeto mínimo de mi historia, afirmar con María Zambrano: “En cada criatura vulgar está el misterio de su ser y el de la creación entera”.

Pero prefiero, de momento, insistir en un asunto local, como lo es la tendencia de los cubanos a considerar su historia colectiva reciente como intrascendente y provinciana. Si ello obedeciera a un abrupto rapto de humildad, bienvenido fuera. Bien le vendría a un pueblo al que le han hecho creer sucesivamente que era eje del equilibrio del mundo o “faro de América toda”.

Pero, sospecho, se trata menos de un gesto humilde y más de un nuevo capítulo de la vieja excepcionalidad cubana. Para muchos coterráneos, lo cubano como materia literaria no alcanzaría siquiera la condición de “vulgar criatura” de Zambrano. Como si la condición cubana, a fuerza de ser excéntrica, excluyera cualquier continuidad con lo humano.

Podría verse esta actitud como rechazo al nacionalismo oficioso que lo mismo afirma la excepcional fecundidad de la cultura caribeña que la incapacidad de sus nativos para crear cultura fuera de los límites de la Isla. 

(Dicho sea de paso, resulta asombroso cómo ha arraigado este último mito pese al inmenso acervo cultural creado por los emigrados cubanos de todas las épocas: un mito de cuya difusión no son inocentes ni las instituciones culturales cubanas ni las extranjeras que intentan convertir la Isla en parque temático de viejos sueños utópicos). 

Sospecho que este rechazo a considerar lo cubano como variante local del universo responda a la pregunta, usual en cualquier grupo sometido a largas servidumbres, de si la pérdida prolongada de libertades y derechos no ha terminado disminuyéndonos como humanos. O si tal servidumbre no sería consecuencia de alguna falla de origen en nuestra constitución humana. O justo castigo por antiguos pecados colectivos.

En mi caso particular, escribo bajo la convicción de que ser cubano no me disminuye ni me beneficia especialmente como creador. Soy lo bastante consciente de las tradiciones a las que pertenezco (local, continental, occidental y humana) como para no creer que el énfasis en cualquiera de ellas disminuya a las otras. 

Escribo a partir de ciertas circunstancias que voy haciendo mías, ya sea con mi vida o mis obsesiones. Puesto a escoger, no intentaré ser original: digamos que me gustaría vivir como un playboy y escribir como Borges pero, como se sabe, una de esas dos opciones (o las dos) tiene que ser forzosamente falsa. Se vive y se escribe bajo la misma premisa: como se puede, más que como se quiere. 

Los arrabales de Buenos Aires, pueblitos bien infames del Mississippi, un lugar innombrado de la Mancha, España, o una aldea igbo, podían sonar poco promisorios como material literario hasta que Borges, Faulkner, Cervantes o Chinua Achebe decidieron situar historias suyas en ellos. Nada descarta que sea su aridez estética lo que estimuló la aparición de tales historias. Ni que los narradores buscaran situar en el mapa literario universal aquellos trozos de tierra tan huérfanos de trascendencia. 

El hecho es que si bien la universalidad de aquellas historias se debe al talento verbal de sus redactores más que al escenario elegido, ahora nos costaría imaginárnoslas en sitios diferentes. Incluso aunque esas mismas historias, confirmando su universalidad, parezcan alegorías de realidades muy distantes. 

Es inútil, contraproducente, y a veces criminal, asignarle a la literatura misiones y tareas. Pero basta recordar una función que la literatura suele cumplir sin proponérselo: la de reintegrarnos al universo del que solemos olvidarnos en medio de nuestras vidas minuciosas, usando como guía o carnada nuestra humana pasión por contar o escuchar historias. 

Si la poesía (y con ello la literatura toda) es, al decir de Paul Celan, “declaración de infinitud de aquello que es pura mortalidad y puro balde”, ¿por qué no aplicarla a aquello cuya insignificancia nos resulta más familiar e íntima? Valga esto en especial para los cubanos, abrumados por tantas menudencias que parecerían solo ocurrirnos a nosotros. 

Nada garantiza que el universo se interese en las historias que contamos, pero un buen punto de partida sería que nos importaran a nosotros mismos.




Peter Handke o la culpa del Nobel de Literatura

El vacilón de ser piñeriano

Ricardo Alberto Pérez

Cuando intento abordar cuestiones verdaderamente esenciales de la poesía, el poeta cubano del siglo XX que más cerca me queda es Virgilio Piñera.