Patricia Highsmith, la mujer que amaba a los gatos

Todo comenzó, para mí, con un vestusto magacín de páginas amarillentas y quebradizas que hallé olvidado en una gaveta por demás vacía. Curiosa como soy, me puse a hojearlo, a mirar las ilustraciones. Y a leer.

Esto que les cuento ocurrió en el pleistoceno. Figúrense ustedes que a través de una de mis ventanas en el East Village de Manhattan aún se divisaban las Torres Gemelas del World Trade Center. Ahora, al cabo de tantos años de aquella lectura, signada por la más venturosa de las casualidades, solo recuerdo —con tremenda nitidez, eso sí— una short story harto fluida, pérfida y cautivante, acerca de un chiquillo que apuñalaba hasta la muerte a su progenitora.

Dicha anécdota, apenas hube superado el ahogo y la taquicardia que nos deparan los buenos relatos de suspenso, me remitió a una celebérrima fábula de Saki. Y acto seguido, casi inevitablemente, a cierta novela de Raymond Postgate, elogiada en 1944 por su tocayo Chandler en “El sencillo arte de matar” (“The Simple Art of Murder”).

En las tres historias —todas escritas con suma naturalidad, sin ápice de sensacionalismo— hay un chamaco debilucho e hipersensible, muy solitario, amigo íntimo de algún animalejo y oprimido, a su entender, por una señora vulgar y autoritaria que detenta su custodia legal.

El pequeñajo de la fábula de Saki se libra de la tiranía ejercida por su prima gracias a un mero accidente, suceso que su fértil imaginación habrá de convertir en ceremonia expiatoria u ordalía de una especie de culto sangriento. Por su parte, el chiquilín de la novela de Postgate, identificándose con el de la fábula de Saki en febriles y desquiciadas relecturas, trama un asesinato con todas las de la ley; pero yerra en el cálculo de la dosis de veneno que él mismo puede ingerir sin mayores consecuencias para engañar a su víctima, una parienta polítoca, y guinda el piojo en la intentona.

En cuanto al fiñe de la tercera narración, más patético e intenso que los otros, no sueña despierto ni premedita nada: simplemente se abalanza cuchillo en mano. A diferencia de sus adinerados predecesores, pertenece a una baja clase media con poses dizque intelectuales e inclinaciones seudoartísticas la mar de ridículas. Su entorno lo asfixia. Bien puede uno compadecer al infeliz, pobre diablo acorralado cuya súbita rebelión y el subsiguiente confinamiento en una clínica para enfermos del alma se nos presentan como ineludibles. Viene a ser, de los tres chamas, quien más difícil lo tiene en su batalla doméstica.

Porque la dictadora de la fábula de Saki, una palurda estrecha de miras, hipocritona y ligeramente perversa, y la déspota de la novela de Postgate, menos cruel y no tan mentecata, aunque resentida e implacable —le aplica a su infantil adversario el mismo rigor que hubiese ameritado un enemigo adulto—, palidecerían trémulas de espanto frente a la dominatriz del tercer relato.

Manipuladora, chantajista, quejumbrosa, ególatra y mezquina, en resumen: tronco de psicópata, a esa madre ejemplar no hay Dios que se la empuje. No digo que ella se merezca las puñaladas, pero… Bueno, sí lo digo, qué coño. Se las merece.

Ante una fémina ficticia tan abominable y a la vez corriente, igualitica a Fulana y a Mengana —lo que pudiéramos catalogar de monstruo hogareño, rutinario, trivial—, cualquiera hubiese maliciado que su creador, talento aparte, adolecía de cierta misoginia. Y que no se llevaba con su mamá.

El personaje, con todo, resulta vívido, corpóreo, convincente. Los adjetivos que le endilgué más arriba no aparecen, desde luego, en el cuento. Solo sus acciones, que poco a poco van develando un patrón de conducta. Y su artífice fue una mujer. Una escritora bastante oscura, morbosa, irónica, pesimista y genial, desconocida por quien les habla hasta aquella remota primavera neoyorquina.

¿Dónde rayos se había estado escondiendo tamaña bruja? Ya fichada, empero, no iba a escapar de mi feroz anhelo por consumir TODO cuanto hubiese urdido. ¡Voy a buscarte, cabrona, aunque sea en el quinto infierno!, le prometí a una vaga silueta fantasmal, como si yo fuera Heathcliff y ella el espíritu de Katherine Earnshaw.


Con el transcurso del tiempo, lógicamente, he averiguado tonga de chismes concernientes a la narradora y ensayista norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995). Comprobé que, en efecto, no se llevaba con su mamá. Y que tenía cierta veta misógina, aunque más bien humorística.

Supe que huyó de los Estados Unidos y, tras un dilatado peregrinaje por varias naciones europeas, anidó en Suiza. Que amaba a los gatos. Que tambien amó, a su manera medio ruda y algo atrabiliaria, a muchas mujeres. Y sepetecientas bagatelas más.

En honor a la verdad, no fue un escrutinio demasiado fatigoso. Extrovertida como era, la seductora Patty no practicaba el secretismo. Las entrevistas que concedió, los fragmentos que se conservan de su prolongadísimo diario y alguna que otra biografía autorizada —y muy bien documentada—, están disponibles para quienquiera que se interese por sus proyectos literarios abortados, posturas filosóficas y/o políticas, penurias económicas en los años de juventud, conflictos familiares, autores favoritos, andanzas nocturnas y opiniones sobre esto y aquello.

En las postrimerías del segundo milenio, tal como sospeché cuando la descubrí, aún estaba completamente inédita acá en Cuba. Y así permanece en la actualidad. Ignoro las razones, si acaso existe alguna. Barrunto que se trata de los habituales rollos con el copyright, ya que no parece ella la clase de autora que algún abyecto censor quisiera escamotearnos a estas alturas del campeonato. Aunque eso último, claro, nunca puede saberse a ciencia cierta.

De cualquier forma, casi toda su obra —unos cuarenta volúmenes, la mayoría novelas y colecciones de cuentos— ha sido traducida a un burujón de lenguas, entre ellas el español. Muchos de esos libros, lo mismo en ediciones de tapa dura que de bolsillo, durante décadas han arribado subrepticiamente a nuestro archipiélago dentro de los matules de innúmeros viajeros procedentes de otros países del ámbito hispanohablante. Y andan revoloteando por ahí, para solaz de sus fans cubiches, que somos legión.

Por si no bastara con todo ese trasiego, desde hace algunos años también circula en formato digital. E incluso en inglés, para quienes prefieran hincar el colmillo en los originales. Una variante que, dada la relativa sencillez de su prosa, tiende a ir en aumento.

Así pues, al margen de mi propia irrefrenable adicción a la marca Higsmith, considero de elemental justicia dedicarle desde La Habana estas líneas a nuestra malévola Patty precisamente hoy, 19 de enero, que se cumple el centenario de su natalicio.


Ranqueada por consenso de críticos y especialistas como la figura femenina más prestigiosa en la historia del género negro, varias de sus narraciones de largo aliento han sido llevadas al cine, siempre con éxito, por realizadores de la talla de Alfred Hitchcock, René Clément y Wim Wenders.

Por cierto, en la versión fílmica de su apetitosa primera novela —Extraños en un tren (Strangers on a Train), publicada en 1950—, película desde cuyo cartel Hitchcock nos ofrecía personalmente aquellos antológicos “101 minutes of matchless suspense”, pinchó como guionista nadie menos que Raymond Chandler. El autor de “El hombre que amaba a los perros” (“The Man Who Liked Dogs”), sumo pontífice de la literatura policial, apreciaba el trabajo de aquella jovenzuela por su autenticidad y su verismo, aun cuando ella nunca le descargó al hard-boiled, tendencia que a inicios de la segunda posguerra ya empezaba a oler a naftalina pese a los triunfos del mítico Philip Marlowe.

El grueso de la narrativa de la espeluznante Patty se inscribe desde sus comienzos en otra vertiente del relato policiaco: la criminal psycology, centrada en la exploración psicológica de los crímenes y de quienes los cometen. Más que el manido “¿Quién lo hizo?” o el también recurrente “¿Cómo lo hizo?”, dicho subgénero, inaugurado en los años treinta por James M. Cain —verdadero precursor de la autora que nos ocupa—, indaga el “¿Por qué lo hizo?”, profundizando en los móviles, tanto emocionales como racionales, del hecho delictivo.

En el cuento que les comentaba hace un rato, producto característico del sello Highsmith, el móvil más inmediato del pequeño matricida, el que se puede resumir en diez palabras, sería: vengar a una mísera tortuguita cruelmente asesinada por la tirana.

Sucede que para cocinar como es debido a ciertas desventuradas criaturas, primero hay que hervirlas vivas, duélale a quien le duela, y la mandamás había comprado la tortuguita con el abierto propósito de guisarla unos días después. Peca de indiferente al sufrimiento de la bestezuela, no de sádica. Pero su hijo, quien ignoraba los detalles del procedimiento culinario, establece en poco tiempo vínculos de afecto de gran intensidad con el futuro plato principal de la cena. La tortuguita, mientras agoniza dentro de una cacerola con agua humeante, lo mira a los ojos como preguntándole por qué la ha traicionado. O al menos así lo percibe el niño. Y arde Troya.

Cierto que la macabra Patty, quien cursó estudios de Zoología en el Barnard College de Nueva York, fue una inveterada partidaria de los animales. Amén de su predilección por los gatos —omnipresentes en su obra—, simpatizaba con los perros, caballos, palomas, pericos, gallinas, conejos, y hasta con los camellos, entre otros especímenes que conviven con nosotros y con los que a menudo no nos portamos bien. Escribió centenares de páginas acerca de ellos, siempre a su favor. Podía, incluso, adoptar con acierto la perspectiva de una cucaracha, al extremo de conseguir que semejante sabandija resultara divertida.

No pretendía, sin embargo, que fuese justo, natural o siquiera comprensible darle matarile a una ciudadana que pagaba sus impuestos únicamente por haber sacrificado a un exquisito quelonio siguiendo el método tradicional para esos menesteres. No era tan fundamentalista del animalismo. Es decir, no era estúpida.

Para el héroe de la fábula de marras, que no está loco ni un bledo, el suplicio de la tortuguita viene siendo la última barbarie en una larga ristra de minúsculas atrocidades maternas: como quien dice la gota que colma la copa. Detrás de aquel repentino acuchillamiento, aunque su perpretador no atine a explicárselo a nadie, hay más. Muchísimo más.

Claro que de eso vamos enterándonos paulatinamente, a medida que avanzamos en la lectura del relato. Su ritmo lento, propio del suspenso, contribuye a generar una típica atmósfera Highsmith de violencia verbal y psicológica, donde la frontera entre lo cotidiano y lo extraordinario se difumina de a poco, sin transiciones abruptas. De ahí que el desenlace, una vez consumado, nos parezca no solo muy verosímil, sino incluso inevitable.


En medio siglo de labor, la siniestra Patty sacó al mercado a otros muchos criminales, con frecuencia menos ingenuos. Tipos reflexivos, taimados, alevosos, planificadores de la jugada perfecta. Como el amable caballero estrangulador que le hace la vida un yogur al protagonista de Extraños en un tren, historia que vuelve a alertarnos del riesgo que entraña parlotear con desconocidos. O como aquel uxoricida melifluo y gordinflón de El cuchillo (The Blunderer), que viera la luz en 1954.

Entre todos esos bandoleros inteligentes, sin duda se lleva la palma Tom Ripley —estrella de magnitud máxima en el universo Highsmith—, cuya creadora le dedicó una saga de cinco entregas lo bastante espaciadas en el tiempo unas de otras como para no saturar al público.

Desde su debut en 1955, este carismático sinvergüenza, que justifica su comportamiento desde la trinchera del intelecto, no ha cesado de atraer la atención de las huestes lectoras. Y espectadoras, ya que todas sus fechorías han sido exhibidas al descaro en la pantalla grande.

Su primer rostro en el cine fue el de Alain Delon, bello a matarse. Demasiado, según mi criterio. Quiero decir, dada la naturaleza underground de sus actividades, no se suponía que la gente se volteara a echarle un segundo vistazo. Lo prefiero con el discreto encanto de John Malkovich, tan olvidable y, por ende, adecuado a la hora de esquivar mirones innecesarios que más adelante pudiesen devenir testigos de cargo.

Norteamericano y cosmopolita, como la escritora que lo trajo al mundo, Ripley se inclina por los delitos de guante blanco: robo, fraude, falsificación, estafa… No obstante, a diferencia del británico Raffles y del francés Lupin, de vez en cuando las circunstancias lo obligan a cometer algún que otro insignificante asesinato.

Esas muertes le pesan en la conciencia; trata, pues, de pensar en ellas lo menos posible. Por su magín nunca pasa, desde luego que no, la idea luminosa de entregarse a la policía. Un vago sentimiento de culpa no lo convierte a uno en Raskólnikov. Tampoco es para tanto.

Cuando su criada gabacha se dispone a introducir una langosta viva en un caldero con agua hirviendo, Ripley huye de la cocina. Sin tocarle un pelo, que conste, a la hacendosa mujeruca. Le horroriza el destino de los crustáceos, pero entre sus amistades no se incluye ninguno de ellos.

Confieso que los granujas profesionales nunca fueron búcaro de mi coqueta. En ese punto, digamos ético, yo era muy de la vieja escuela, seguidora a ultranza del código chandleriano. Ripley, sin embargo, me conmueve. Me cae bien. Tanto así, que llegó a reconciliarme con la crook story (tendencia del género negro, popularísima sobre todo a a partir de los años cuarenta, donde el relato lo protagoniza un delincuente). Me hizo leer de otro modo, sin el ceño fruncido, las proezas del mafioso Cesar Enrico Bandello y las de Tony Camonte, alias “Scarface”, inspirado en Al Capone, que datan de los tiempos de la Prohibición, y luego las de la familia Corleone, trasunto de la tribu delincuencial encabezada por Vito Gambino.

Aparte del folclor italoamericano, mi experiencia con Ripley me indujo a disfrutar de lo lindo con las tropelías del honorable Parker, rey del latrocinio, y con los descalabros de John Archibald Dortmunder, atracador emérito, y su calamitosa cuadrilla de chiflados. Y aún más con la maestría incomparable del resbaladizo caco Bernie Rhodenbarr. Y también con…

¿Para qué seguir?

Heme aquí, en fin, conchabada con todos los malandrines ficticios habidos y por haber. Una soberana indecencia. Pero yo era buena, créanme. La maquiavélica Patricia Highsmith me pervirtió.