Como a las 7:30 a.m., me despertó mi madre con el aviso de que había pechugas de pollo en Línea. De hecho, ya el anuncio era bastante surrealista. Se podían cazar en Cuatro Caminos a través de TuEnvio.
No lo logré. El sitio estaba completamente colapsado.
¡Lo peor del asunto es que sí había pechuga! Hace no sé cuánto tiempo que no me como una buena pechuga de pollo… Con solo ver la imagen, incluso desenfocada, empezaba a salivar como los perros de Pavlov.
Me dieron las 8:00, las 9:00 de la mañana… y nada. Mis deseos caninos tendrían que esperar.
El sitio web se caía una y otra vez, y la latencia era tanta, que cuando finalmente logré agregar al cabrón carrito las dichosas pechugas, no había una, sino trece: un total de ciento y tantos CUC. En mi desesperación, ¡le había dado trece clics a la puñetera foto mal tirada de una pechuga de pollo!
En fin, me cansé. Fui vencido. De nuevo. Una vez más.
La pechuga quedaría para más tarde, para otro día. O quizás no.
Pivoteé mi desesperación hacia otro lado. No puedo sentirme mal por no poder comprar un puñetero paquete de pechugas de pollo. Me convencí de que existen cosas más importantes. Cosas que le llenan a uno el espíritu.
Voy a leer un poco a Ray Bradbury, me dije. Bradbury me relaja, me tranquiliza, (des)ocupa mi mente. El hombre ilustrado, Crónicas Marcianas, Fahrenheit 451, Las doradas manzanas del sol… Cosas bellas, maravillas del enemigo.
Pues sí, ahí estaba yo abriendo una edición digital de los cuentos de Bradbury y escogiendo algún relato random para relajar, luego de la infructuosa compra.
Bradbury es mi amigo íntimo desde hace años, aunque he de confesar que llevamos rato sin hablarnos. En mi adolescencia devoraba su prosa con el mismo placer que me daba (y que aún me da) desayunar pan tostado con mantequilla y leche caliente con chocolate en los cortos inviernos que nos presta el trópico de vez en vez…
Y con el mismo placer que me da comer pechuga de pollo.
Leerlo es como ir al pasado, a ese pasado desprovisto de preocupaciones arcaicas o primitivismos burdos. En mi infancia, resultaba incompatible leer a Bradbury y pensar en pechugas de pollo, en nasobucos, en crisis.
Pero ya no es antes. Ahora, hoy, la cabrona pechuga lucha por persistir, o lucho yo por su permanencia… No sé bien. Todo en Cuba está medio jodido, empezando por la mente. Si algo me consuela es que Bradbury no se preocupó jamás por estas simplezas, o al menos eso quiero creer.
Resulta contraproducente imaginar su sonrisa limpia embarrada de grasa de pollo; suponerlo —como un antepasado del Neandertal descarnando su hueso de mamut— enredado con un muslo de pollo bajo sus sempiternas gafas con armaduras de plástico oscuro.
“La sirena de la niebla”: once paginitas que se leen como si nada, como tomarse un café, fumarse un cigarro, o comerse esas buenas pechugas bien empanizadas… El cuento se hace breve, demasiado. Uno se queda con ganas, musitando entre dientes:
—Coño, Bradbury, escribe un poquitico más, no seas tacaño.
Pero no, el tipo tiene el don. Le bastan 30 o 40 párrafos para dejarte loco. Los genios tienen esa capacidad innata de síntesis, esa intuición previa que te alerta cuando se acerca algún marasmo de asombro, entelequias vacías o, sencillamente, para ahorrar saliva o tinta en asuntos que merezcan la pena.
Esa era, por mentar a un genio, una de las claridades de Borges:
—Maestro, ¿qué comentarios le merece Ernesto Guevara de la Serna, el Che? —le preguntaba Joaquín Soler Serrano, entrevistador de A Fondo.
—Un tipo muy fotogénico —le soltó Borges, con la perfecta parsimonia de un ciego que lo ve todo.
Una buena síntesis es también una lápida.
Volviendo a Bradbury: ¿cómo es posible que no me acordara de este formidable cuento? Estoy olvidando cosas lindas, ¿qué me está pasando? Repaso atento el índice, cuento por cuento, y, para mi asombro, noto que he olvidado muchísimos otros relatos. Hasta me llego a cuestionar si los habré leído o no.
Bradbury no lo logra: “La sirena de la niebla” no consigue apartarme de Cuatro Caminos, distanciarme del anhelo por el preciado manjar. La pechuga no se va. Mi querido amigo de la infancia me ha fallado.
¿Cómo uno va a apartar, con Ray Bradbury, el natural deseo de comerse una buena pechuga de pollo? No, no es lógico, ni práctico, ni es nada: solo son ilusiones vanas de una mente inquieta. Los libros no se comen, al menos todavía.
Aunque hay una frase del cuento que se me queda pegada a la memoria, una especie de acertijo sofisticado, o sofisma, no sé bien, pero que cito de momento como paliativo a mi primitiva pulsión carnívora:
“Siempre hay alguien aguardando a alguien que nunca vuelve. Siempre hay alguien que quiere algo que no le quiere. Y después de un tiempo quieres destruir a ese otro, sea quien sea, para que no pueda herirte más”.
Si en algún momento leí este cuento, estoy seguro de que pasé por alto esa frase.
La releo un par de veces más, replicando inconscientemente esa manida creencia de que en la repetición de cualquier cosa, yace escondida la fórmula de la sabiduría.
La frase me cautiva de inmediato, y me pongo a escudriñarla con meticulosidad. Es una máxima que esconde más de lo que dice. No tiene, aunque lo parece en una primera lectura, ese olor rancio de una nostalgia imposible, o ese otro sabor, irónico-burlesco, de cubrirse los ojos para hacerlo desparecer todo.
No: en este desajustado silogismo hay una concatenación de pesares antiguos que responden a la más profunda condición ontológica de lo humano, una suerte de metafísica que hacemos invisible por el encomiable deseo de sobrevivir los unos junto a los otros.
Ese querer destruir a otro, manía incontenible de lo humano.
En fin… Bradbury no me salva de esta, por una sencilla razón: no está hecho para eso. Así como un matamoscas no alcanza a rozarle un pelo a esos monstruos que se inventa la razón, ni un nasobuco mal cosido, que se viste de rostro, basta para cubrirnos una mueca.
De todas formas, siempre hay, y habrá, alguien aguardando a alguien que nunca vuelve, y que quizás no vuelva jamás.
Zona de silencio: un ensayo sobre el miedo
El miedo a decir, a hacer, a pensar, a construir. El miedo a nombrar las cosas por su nombre. El miedo a postear en Facebook. El miedo a la vigilancia, a la militancia. El miedo al que ya ha perdido el miedo. El miedo al que no sabe que tiene miedo. El miedo al miedo mismo.