Sísifo desvaría

Mientras Cancún se inunda…

Las lluvias han llegado finalmente a sofocar el incendio del verano. Mi ciudad, mi entorno, se inunda. Llueve toda la noche y yo despierto. Insomne soy y ahora más; he descubierto algo terrible: no encuentro mi alma, mi razón de ser, se me ha ahogado quizá con tanta agua.

A los veintiún años escribí un relato, se llamaba “La casa en la playa” y era mi segundo cuento completado. Toda una proeza. Al final de la narración, frente a un mar melancólico, el personaje llegaba a la conclusión de que “yo todo lo que quería era aprender cómo vivir”.

A los cincuenta y siete no he aprendido cómo vivir. Me despierto en la alta noche preguntándome. Y las respuestas no me dejan ninguna certeza, solo me llevan a otras preguntas. Nuevas dudas.

Las lluvias han vuelto intensas este septiembre y he recordado que así fue el año pasado. Y el otro. Y el otro. Y yo aún aquí, cerca del mar, otro y el mismo, aprendiendo a vivir.

Pero ya sin esperanza de que un día vaya a encontrar respuestas. Solo hay, acaso —eso escuché decir y me gustó— mejores preguntas. En esa época, con las primeras historias, quizá llegué a convencerme de que si yo era capaz de escribir todo aquello que sentía, inasible, inefable, de ponerlo en palabras para entenderlo, terminaría de algún modo hallando las respuestas a mis preguntas.

Por eso escribía, para eso quería ser escritor; aunque no lo sabía, esa era la pregunta que nunca me había formulado porque ya tenía respuesta: todo lo que yo quería era ser escritor. Era mi única certeza; escribir era esa indagación necesaria en el sentido profundo de las cosas que me llevaría por la vida y me ayudaría a entender el mundo. En realidad lo que yo quería era que el mundo me entendiera a mí… y me atendiera. Pero creo que eso lo sé de un tiempo para acá. Y tal certeza no ha ayudado, sino todo lo contrario.

Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve… Y no estoy solo ni tengo miedo… no siento nada. Amo a mis hijos, amo a una mujer, tengo amigos y hay mucha gente que me atiende ahora y que me entiende. De tanto que he aprendido, hay incluso quienes pagan por escuchar lo que tengo que decir. Pero todo ese amor y ese conocimiento —que no sabiduría— solo me dejan más preguntas.

Mi hijo de seis años duerme junto a mí. Acaricio su pelo. Y la caricia se me devuelve. El amor por los hijos es quizá la única certeza. Un amor perdurable, biológico, de la especie, que no está en lo que uno es o quiso ser.

Hoy creo saber —y solo creo, no lo sé— que nada de aquello que hice para aferrarme a la vida, como escribir o tener hijos, tiene algún sentido en sí mismo. Porque no lo hice para eso, porque en realidad no sé para qué lo hice. Todo me lo he inventado después. Necesito justificar mi existencia, entender para qué estoy aquí, hallar un propósito. Para eso escribo.

Y escucho la lluvia en la alta noche. Afuera. Y pienso en levantarme y escribir todo eso. En mi mente, lejana, flota la melancolía de antaño cuando veía llover, o escuchaba el tamborileo de la lluvia en mi ventana. Entonces traía aquello a mi corazón, aquel no se qué que ya no está. No hay nada, es solo lluvia. Su rumor acaso me devuelve el recuerdo del recogimiento y la melancolía. La vaga sensación de que así era, de que así fue algún lugar en otro tiempo.

Escribirlo no me va a salvar de la pérdida. No me va a devolver la melancolía que tampoco he llegado a saber de dónde viene. La lluvia debería hacerme sentir algo, pero solo queda el recuerdo de la melancolía. Y ya sé que no hay respuestas. Aquello inasible que nunca supe qué era, también ha dejado de estar. Pero también por eso escribo: trato de atrapar lo inatrapable.

Yo, que buscaba certezas, ahora estoy más perdido que nunca, con más preguntas. Y menos respuestas. ¿Para qué escribir entonces si ya sé que ni siquiera hacer mejores preguntas me va a llevar a ninguna parte?

¿Y a dónde era que yo quería llegar?

Yo todo lo que quería era aprender cómo vivir.

Pues lo he logrado, tanto, que sigo aprendiendo hasta el día de hoy.

Pero escribir —y esto es lo que me atormenta y me quita el sueño— poner la vida en palabras y en ficciones porque así iba a entender de qué se trataba ya no me sirve, no me va a salvar de mí mismo, de vivir mi propia vida. Mucho menos de morir mi muerte, propia o impropia.

¿Entonces por qué lo haces ahora? Ser escritor le daba sentido a la vida. Era romántico. Garabatear en aeropuertos, en buhardillas, al filo de la madrugada. Me hacía sentir un ser realmente superior, que era lo que yo quería ser, diferente a los demás.

Yo admiraba a los escritores y su supuesto heroísmo ante la cuartilla en blanco y todo eso; su inteligencia y profundidad, y quería ser uno de ellos. Publiqué mis novelas y me junté horas con otros escritores, y nos emborrachamos juntos, y vivimos como escritores.

Y nada. No había nada detrás de aquello. Ni delante. Los escritores eran seres humanos comunes y corrientes. A veces tan corrientes que ni ellos mismos, nosotros, nos dábamos cuenta. Los escritores se inventan otros mundos para no vivir en el suyo, para salir de su mente y de sí mismos.

No es diferente a jugar Candy Crush o ver videos de Maluma. Uno cree que es más elevado. Pero uno cree lo que quiere creer, porque en realidad no lo sabe, porque no hay respuestas. Solo mejores preguntas de un ilusorio ego. ¿Mejores según quién?

Escribir le daba sentido a mi vida; pero cada vez escribo menos y hallo menos razones para hacerlo. Es lo más terrible; descubrirte Sísifo cuesta arriba, en plena subida, atado a tu piedra y desvariando, atenazado aún y siempre por las ganas humanas. Saber que no vas a aprender nunca a vivir, aunque te aferres a la idea hasta el día de tu muerte.

Dicen que a partir de los cincuenta empiezas a aprender a morir, si llegas aquí, claro. ¿De verdad alguien quiere aprender a morir? (¿Y esa será acaso una mejor pregunta?) ¿Para qué mierda estoy escribiendo todo esto? ¿Esa será acaso una mejor pregunta? ¿Cómo va a terminar todo esto? ¿Adónde quiero llegar? Esta será acaso…

Ya no quiero escribir, no me ha servido de nada. No he aprendido a vivir. Estoy ahogado de mejores preguntas. Inundado. Y no para de llover. Debo dormir, mañana será otro día. Dicen que el alma sabe lo que busca, y quizá me la encuentre de vuelta en la ciudad inundada. Mañana. Y termine este desvarío… Y empiece otro.