Exilio y libertad

The truth will set you free[1], le dije a mi vecina.

A mí me lo dijo el policía de Inmigración, después del interrogatorio. Y se me grabó.

Fueron sus palabras, mientras me entregaba un parole para mí y otro para mi hijo. Yo ni siquiera sabía que era una referencia bíblica. Era septiembre de 2016 y veníamos huyendo desde Canadá.

Sólo tres semanas antes yo había terminado tres años de quimioterapia, sin mucha supervisión. En Quebec, la salud pública no es ni pública ni saludable, y yo era una aspirante a inmigrante sin derecho a enfermarse.

Los vuelos de escape a Cuba me mantenían viva: buscaba mis pastillas, me ponía mis sueros, el pediatra veía a mi bebé y, otra vez, la lucha por un futuro mejor en este “primer mundo” al que hay que llegar cueste lo que cueste, por nuestros hijos.

Nos decimos eso aún hoy, lejos de ellos.


No tenía miedo porque, aunque temía por mi vida, sabía que respiraba por cuenta de un poder más grande que el que yo podía comprender. Un poder que me arrastró medio muerta hasta Cuba y me puso de nuevo sobre mis pies delante de los ojos de mis enemigos.

El poder de un Dios que yo no conocía, pero cuya existencia intuía por cuenta de los demonios.

Durante los 16 días que estuve entre la vida y la muerte, sin atención médica, tuve muchas visiones. Las llamo visiones, pero eran reales. Simplemente, no sé cómo llamarle a dar un paso en otra dimensión.

En cualquier caso, lo más importante es que no había luz. Ni un rayito.

Cuando has visto los demonios, te preguntas: ¿qué podrían hacerme los simples mortales?[2]

¿Quién hubiera podido imaginar que iba a ser juzgada por un mortal tan poderoso como Fidel Castro y que tener un tatuaje que dice “libertad” en la cadera iba a ser motivo para separarme de mi hijo?

La alegría de sobrevivir me hizo aún más ingenua de lo que ya era.

Cuando fui opositora en la Isla, creí que íbamos a derribar la dictadura.

En el entusiasmo de estar viva, me pasó lo mismo. Se me olvidó que el mundo está poblado de seres humanos crueles. Tan crueles y poderosos como los agentes del castrismo, pero en Norteamérica.

Estaba demasiado feliz de estar viva y poder abrazar a mi hijo. Enfrenté la decepción en todos los frentes. Y volver a Cuba no era una opción.

Barack Obama eliminó la política de “pies secos, pies mojados”. Luego, Donald Trump retiró la protección a las mujeres abusadas. Y ahí estaba yo, sin la menor idea de lo que era la verdad, anhelando vivir feliz con mi hijo, poniendo mi esperanza en la tierra de la libertad y en el exilio cubano.

Tan ingenua, ¡cómo si con la salud pública canadiense no me hubiera bastado!

En el momento equivocado, en el lugar equivocado, justo en ese instante en el que la misericordia se acaba en la nación cristiana. Donde todo sobra y nada alcanza.

Mi hijo fue deportado por un juez federal hacia un país donde no tenía papeles y que nos había negado la residencia permanente. Tanto poder para ver a ese señor sometido a la Corte Internacional de La Haya. Por esos allá en Ginebra, a quienes nadie eligió, que escriben leyes que no revisan y que afectan al mundo entero.

Tuvimos que esperar cinco años, cambiar de estatus cada uno, para entonces volver a vernos. La verdad es que ser libre es ser libre en el espíritu[3].

Al igual que en Cuba, aquí casi nadie es libre. La única diferencia es que aquí están dormidos en el dinero y no se dan cuenta.

This is a strange place. Me recuerda la época de Los Jueces. Estados Unidos necesita a una jueza como Deborah.

Toda esta reflexión me hace bien. Mi vecina me mira con una mezcla de dolor y empatía. You are such a strong woman, me dice.

Por un momento, se olvida de dónde estamos, de las sillas duras del Social Security y del aire denso de frustración que nos rodea. Parece debatirse entre preguntar algo o simplemente seguir escuchando.

Por un instante, olvida que estamos en el Social Security. Esa era la idea, que lo olvidara. Porque ella se está muriendo y ningún médico le dice de qué, ni le pone tratamiento.

Hace dos horas estamos aquí, mi vecina y yo. La estoy acompañando porque no logra comunicarse con el sistema. Mi vecina es neoyorquina y yo la adoro. Hace tres años que tiene la panza como de nueve meses. Pero, a sus 62 años, un bebé seguro que no es.

Le cobraron $1,800 dólares el año pasado, más la prima mensual, y aún no tiene diagnóstico. Este año, como no ha podido trabajar, los médicos la pelotean y nadie la ve.

Ya no puede más. Hay que drenarle el vientre de nuevo. Está que explota. Y aquí estamos ella y yo, en la cola, pensando en lo duro que se está poniendo esto para todos.

Le cuento mi historia. Ella me escucha y me entiende.

Finalmente, en el Social Security nos llaman por nuestro número. Al final, menos para El Señor, somos números para el resto.

Todos están tan tristes en este lugar que parece que las paredes están mojadas de lágrimas. Hay un vaho gris.

Un bebé gatea por el piso, que está super sucio. Hablo en inglés cinco segundos. Buscan a una latina para que me atienda, porque la americana vino con una portavoz cubana y nobody wants trouble.

Finalmente, entiendo lo que sucede. Mi vecina tiene 62 años, se enfermó antes de tiempo. Ni siquiera con la carta del médico es suficiente: los federales no la ayudarán hasta abril de 2026.

Creo que entendí mal, pero mi vecina grita: I’ll be fucking dead!

Con los ojos húmedos, le digo en español: ¿Entonces van a esperar que se les muera en los brazos?

La respuesta es que gestione el Medicaid con el Estado. Le informo que de ahí venimos. Y es lo mismo con lo mismo, como decíamos en Cuba.

Me levanto mareada. Ella detrás de mí, refunfuñando. Una familia cubana sin Social Security me pide ayuda para llenar un formulario. Están sentados en la ventanilla, pero no hay ningún funcionario con ellos.

La madre, con lágrimas en los ojos, me dice que no hablan inglés, que les dijeron que todo es en inglés o que no podrán llenar nada.

Nadie les puede ayudar. Me enseña sus papeles. No los entiendo. No sé qué son. No creo que tengan estatus.

No sé qué decirles. Un abogado de la comunidad cuesta tres mil dólares como mínimo. Y si es gratis, viene con precio para tu alma.

No hay nadie que nos ayude.

A ninguno.[4]



© Imagen de portada: Tela, de Claudia Cadelo de Nevi.





Notas:
[1] Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Juan, 8:32.
[2] En Dios confío, ¿por qué habría de tener miedo? ¿Qué pueden hacerme unos simples mortales? Salmos, 56:11.
[3] Pues el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 2 Corintios, 3:17.
[4] Como está escrito: no hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Romanos, 3: 10-11.





todos-los-peores-humanos-ii

Todos los peores humanos (II)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.