Flannery O’Connor y sus freaks

Cuando alguien decide escribir sobre un mundo sin bondad, apartándose de la conducta más humana, es como si alguien se metiera en una caldera hirviendo de la que es imposible salir. 

En la narrativa de Flannery O’Connor (1925-1964) esta es su condición dominante. Sólo que esta va acompañada de contradicciones, como la simplicidad de la maldad y la salvación. Además de reflejar las características de la gente del sur, con variedades extremas, desde las personas acomodadas hasta las más miserables. Y dentro de este universo está la segregación racial, y el sentimiento religioso. Una amplia amalgama de temas que conmina a buscar sus novelas y relatos.

Nacida en Savannah, Georgia (Estados Unidos), nunca fue fácil para esta mujer acceder al corazón de los lectores, en la época en que fueron creados entre los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. 

Los sureños preferían enamorarse de la belleza de los personajes, la historia y el entorno. Ellos ya tenían un tesoro nacional: Margaret Mitchell. Por lo que les costaba leer sobre lo grotesco y lo irracional. 

En realidad, estas dos cosas en la vida cotidiana ganan en abundancia, pues el mal se produce y multiplica mientras que, los actos de benevolencia y altruismo, la mayoría, son de naturaleza anónima. 

Por cada acto de bondad, hay cientos malignos. En el mundo real existe un desequilibrio desmesurado y la grieta se abre para hacer caer a los más débiles. 

¿Vale creer en esa pureza que traen los recién nacidos, que abren los ojos sin el pecado original, como libros en blanco? No podemos responder a eso. Se necesita investigar el cerebro de los asesinos en serie, de los torturadores, de todo aquel que no se conmueva con el maltrato a los seres humanos y animales.

Insertada en el llamado gótico sureño, la autora produjo héroes singulares, de extraños comportamientos, marginados, niños malévolos, falsos profetas y asesinos. La representación femenina tampoco sale bien parada. Son mujeres incultas, parlanchinas, tontas y lisiadas. Sospecho que la fuente de donde salían era imaginativa y a sus arquetipos los tomaba de la observación.

Según cuenta en sus cartas, le divertían aquellos freaks. Cuando le preguntaban por qué no contaba sobre la gente amable o rica, contestaba que ese estilo “incómodo” era lo que la definía.

Leerla en su idioma original, que pierde parte de la esencia al ser traducido, es advertir del uso del lenguaje en las caracterizaciones, que se suma a vívidos retratos que siempre resultan fascinante y a la vez repugnan. Pero ella los moldea y les imprime un aliento único para poder sentirlos.

Asimismo, el paisaje cobra una jerarquía vital, integrado a sus criaturas como un protagonista más. El sol, la luna, los árboles, el prado, el bosque, la finca y hasta los gallineros están pergeñados y contribuyen al suspenso de lo que se cuenta.

Uno de mis cuentos preferidos es Más pobre que un muerto, imposibleEs sobre el último deseo de una persona al morir. El encargado de darle sepultura es el hijo adoptivo, que se emborracha y no cumple con el enterramiento cristiano, debido al peso del muerto. Hacia el final, incendia la casa y se va.

Aquí se emplea el flashback, como en el cine, y el diálogo interior. El recurso ingenioso, resulta una especie de batalla para ver quién domina a quién. Y gana la libertad, pero es una libertad ingrata, llena de desamor. Queda entonces la incertidumbre, lo que tendrá que enfrentar con el mundo de afuera, mucho más deshumanizado.

En La espalda de Parker, el protagonista es un hombre sin propósito, que encuentra alivio al ser tatuado. Los tatuajes representan animales o alguna simbología atrayente, pero al poco tiempo siente un vacío y quiere tener uno nuevo, hasta que todos los espacios son cubiertos, excepto su espalda; la que queda como una zona intocable. 

Trabajando como camionero, conoce a una mujer del campo, fea y pobre. Sabe que no es para él. Sin embargo, para tenerla en la cama tiene que casarse con ella. 

Frustrado por una vida vulgar, tiene un accidente mientras maneja un tractor y experimenta una iluminación espiritual. Encarga un tatuaje con el rostro de Dios o Cristo, precisamente en su espalda. Siente que le debe a la esposa, una mujer religiosa, pero ella lo rechaza alegando que la acción es pura idolatría, alegando que Dios es espíritu y no un rostro.

En cuanto a los negros de O´Connor, la mayoría son infortunados y analfabetos. Pocos, han podido voltear la tortilla e imponerse; como el negro de El geranio, que reside en la ciudad, en un edificio, donde un viejo racista pasa una temporada con su hija. 

Un día el anciano trastabilla, por sus achaques le cuesta bajar y subir las escaleras. Así, en medio del problema, su vecino le da el brazo y lo ayuda llegar a su piso. 

El viejo no quiere ni mirarlo, no concibe a un negro diferente; además de ser inquilino en el mismo edificio. También se percata que es muy pulcro y elegante. Hecho insólito para su mentalidad discriminatoria. 

¿Era acaso, Flannery O´Connor, defensora de los derechos civiles? En una revisión de su correspondencia, se menciona que no tenía una buena opinión de los afro-norteamericanos. 

Aunque, seguramente, estuvo al tanto del caso de Homer Plessy, el zapatero negro y activista, reclutado para desafiar y viajar metido en un vagón de un tren destinado para los blancos, durante el período de la segregación racial. Que dio lugar al proceso Plessy contraFerguson. Homer murió en 1925. Precisamente, el año en que nació Flannery O´Connor. 

No quisiera dejar de referirme a Un hombre bueno es difícil de encontrar, un relato macabro sobre una familia entera, eliminada por el Desequilibrado y su banda. 

Ellos van despachando a la gente que se tropiezan en su camino. El ejecutor y jefe, de una extraña pasividad (tal vez haya inspirado al asesino de No Country for Old Men, de los hermanos Coen), ordena a sus dos acompañantes matar primero al padre y al hijo varón, seguido de la madre, la niña y el bebé. 

Mientras suceden las muertes, él y la abuela sostienen un diálogo. Ella trata de convencerlo de que aún conserva un ápice de ternura. Después, son tres fogonazos en el pecho de la anciana. Su error fue identificarlo por una foto suya que vio esa mañana en el periódico. 

Es curioso que en los asesinatos se omiten los detalles. La tensión se refuerza cuando se llevan a las víctimas detrás de unos árboles. Sólo se sabe lo que pasó al escuchar el sonido de los disparos.

Sería bueno analizar a este espécimen, antisocial y ex convicto, con su premisa salvadora-destructiva, la que infiere una conducta despiadada, sin compasión, hasta con los niños, los seres más vulnerables, los menos contaminados por el egoísmo y la hipocresía de la sociedad. 

Ante esta locura, alguien podría preguntarse si está haciendo una labor de limpieza antes de que se echen a perder; o si actúa como si su propio estigma lo obligara a actuar de forma compulsiva.

Les confieso que cuando empecé a leer este libro, enseguida lo silencié. Algunos relatos me parecían de una violencia injustificada, como si la maldad se hubiera liberado para exponerse ante los ojos. A mi pesar, reconozco que el juicio y la cordura no valen. Hay que asimilar que lo maligno existe. Es absurdo taparse el rostro y mirar hacia otro lado.

Se trata de una escritora con una fe religiosa y un don para contar historias casi inverosímiles, alejadas de la misericordia. Pero estoy segura que se puede descubrir la virtud tras el ropaje de la corrupción. 

Por desgracia, no llegó a vieja. A los veinte y cinco años, se le declaró el lupus debido a la herencia paterna. Entonces tuvo que caminar con muletas, adaptar su cuerpo y su mente a la enfermedad. Aún así, siguió trabajando continuamente en sus cuentos y en su segunda novela. Tenía 39 años al morir.

Su correspondencia era copiosa, una invariable retroalimentación entre sus fanáticos, amigos y colegas. Publicada póstumamente, bajo el título El hábito de ser, nos entrega a un ser de excepcional inteligencia, en sus páginas podemos hallar sus opiniones sobre literatura, sus lectores, la observación aguda y su lado religioso. 

Solía emplear la ironía para referirse a sí misma, con cartas divertidas que no revelaban el sufrimiento interno.

“De todas formas me gustaría mucho ir a New York en el verano si me siento mejor (…). Ahora estoy completamente calva y tengo cara de melón: creo que eso va a ser permanente”.

Los últimos años de su vida, con excepción de un viaje a Europa y a otras ciudades de su país, los pasó en Milledgeville, en la finca Andalusia del estado de Georgia, donde vivía con su madre, una mujer que nunca entendió su obra, pero que la cuidó hasta el final. 

Allí, lejos de la ciudad, rodeada de pollos y vacas, no paró de escribir. Tampoco dejó su afición de criar pavorreales, a los que amaba. 

Ella, en sí misma, era como esas aves exóticas, con la hermosura de su prosa y aquel alarido. 








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