Como la mayoría de los niños pequeños, me aprendí la dirección de casa para, si me perdía, poder decirle a un adulto adónde llevarme.
En la guardería, cuando la profesora me preguntaba dónde vivía, podía recitar la dirección de corrido, aunque mi madre cambiaba de dirección con frecuencia, por razones que de niño nunca entendí.
Aún hoy, siempre distingo “mi dirección” de “mi casa”. Mi dirección era donde pasaba la mayor parte del tiempo con mi madre y mi hermana, donde fuera. Pero mi casa nunca cambiaba: la casa de mi bisabuela, en el valle, en Jackson, Kentucky.
Jackson es un pequeño pueblo de unos 6000 habitantes en el corazón del país del carbón, en el sudeste de Kentucky. Llamarlo ciudad es un poco benevolente. Hay un juzgado, algunos restaurantes —la mayoría, cadenas de comida rápida— y unas pocas tiendas y negocios.
La mayoría de la gente vive en las montañas que rodean la autopista 15 de Kentucky, en campings para caravanas, en viviendas de protección oficial, en pequeñas granjas y en casas en las montañas, como la que es el escenario de los mejores recuerdos de mi infancia.
Los jacksonianos saludan a todo el mundo, están dispuestos a interrumpir sus pasatiempos preferidos para sacar el coche de un desconocido de la nieve y —sin excepción— paran sus coches, se bajan y se quedan en posición de firmes cuando pasa una caravana fúnebre.
Fue esta última práctica la que me hizo cobrar conciencia de que hay algo especial en Jackson y en su gente.
¿Por qué, le pregunté a mi abuela —a la que todos llamábamos mamaw— todo el mundo se paró ante un coche fúnebre? “Cariño, porque somos gente de las colinas. Y respetamos a nuestros muertos”.
Mis abuelos se marcharon de Jackson a finales de los años cuarenta y formaron su familia en Middletown, Ohio, donde yo crecí más tarde. Pero hasta que tuve doce años pasé los veranos y buena parte del resto del tiempo en Jackson.
Iba de visita con mamaw, que quería ver a los amigos y a la familia, siempre consciente de que el tiempo estaba reduciendo la lista de sus personas más queridas. Y, a medida que el tiempo pasaba, nuestros viajes tenían sobre todo una razón: cuidar a la madre de mamaw, a la que llamábamos mamaw Blanton (para distinguirla, aunque de una manera un tanto confusa, de mamaw).
Nos quedábamos con mamaw Blanton en su casa, en la que había vivido desde que su marido se marchó a combatir contra los japoneses en el Pacífico. La casa de mamaw Blanton era mi lugar preferido en el mundo, aunque no era grande ni lujoso.
La casa tenía tres dormitorios. En la parte frontal había un pequeño porche, un columpio de porche y un gran patio que llegaba hasta una montaña por un lado y hasta la cabecera del valle por el otro. Aunquemamaw Blanton tenía algunas tierras, la mayor parte de ellas estaban cubiertas de un follaje inhabitable. No había un patio trasero propiamente, aunque sí una preciosa ladera montañosa con piedras y árboles.
Siempre estaban el valle y el riachuelo que corría por él; eso era un patio trasero suficiente. Los niños dormían en una sola habitación del piso de arriba: un barracón con una docena de camas donde mis primos y yo jugábamos hasta tarde en la noche, cuando nuestra abuela, irritada, nos metía miedo para que nos durmiéramos.
Las montañas de alrededor eran el paraíso para un niño y yo me pasaba mucho tiempo aterrorizando a la fauna de los Apalaches: ninguna tortuga, serpiente, rana, pez o ardilla estaban a salvo.
Corría por ahí con mis primos sin ser consciente de la evidente pobreza o de la salud deteriorada de mamawBlanton. En un sentido más profundo, Jackson era el lugar que nos pertenecía a mi hermana, a mamaw y a mí.
Yo amaba Ohio, pero estaba lleno de recuerdos dolorosos. En Jackson, yo era el nieto de la mujer más dura que nadie conocía y del mecánico de coches más habilidoso del pueblo; en Ohio, era el hijo abandonado de un hombre al que apenas conocía y de una mujer a la que me habría gustado no conocer.
Mamá sólo visitaba Kentucky para la reunión familiar anual o algún que otro funeral y, cuando lo hacía, mamaw se aseguraba de que no se trajera consigo ningún drama. En Jackson no se podía gritar, pelear ni pegar a mi hermana, y especialmente “nada de hombres”, como decía mamaw.
Mamaw odiaba los variados intereses amorosos de mamá y no permitía que llevara a ninguno de ellos a Kentucky. En Ohio, yo me había vuelto muy habilidoso en la convivencia con varias figuras paternas.
Con Steve, que sufría la crisis de la mediana edad y llevaba un pendiente para demostrarlo, fingía que los pendientes molaban, tanto que le pareció que lo correcto era ponerme uno a mí.
Con Chip, un agente de policía alcohólico que decía que mi pendiente era una señal de “amaneramiento”, pasaba de todo y me encantaban los coches de policía.
Con Ken, un hombre raro que le pidió matrimonio a mamá después de tres días de relación, era un hermano amable para sus dos hijos.
Pero ninguna de estas cosas era cierta en realidad. Odiaba los pendientes, odiaba los coches de policía y sabía que los hijos de Ken desaparecerían de mi vida en un año.
En Kentucky no tenía que simular ser alguien que no era, porque los únicos hombres en mi vida —los hermanos de mi abuela y sus cuñados— ya me conocían. ¿Quería que estuvieran orgullosos? Por supuesto que sí, pero no porque simulara que me caían bien; los quería de verdad.
El más viejo y más cruel de los hombres Blanton era el tío Teaberry, que tenía ese apodo por su sabor preferido de chicle, el de té de la montaña. El tío Teaberry, como su padre, sirvió en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial. Murió cuando yo tenía cuatro años, de modo que sólo tengo dos recuerdos reales de él.
En el primero, estoy corriendo para salvar mi vida y Teaberry está detrás, cerca, con una navaja automática y asegurándome que si me coge le echará mi oreja derecha a los perros.
Salto en los brazos de mamaw Blanton y ese juego aterrador termina. Pero sé que le quería, porque mi segundo recuerdo es tener tal berrinche porque no me dejaban visitarlo en su lecho de muerte, que mi abuela se vio obligada a ponerse una bata de hospital y a colarme. Recuerdo cogerme a ella bajo esa bata de hospital, pero no me acuerdo de haberme despedido.
El siguiente era el tío Pet. El tío Pet era un hombre alto con un ingenio cáustico y un sentido del humor obsceno. Era el Blanton que había tenido más éxito económico; se fue de casa pronto y puso en marcha negocios de madera y de construcción que le dieron suficiente dinero para criar caballos de carreras en su tiempo libre. Parecía el más amable de los Blanton, tenía el suave encanto de un hombre de negocios de éxito. Pero ese encanto ocultaba un temperamento feroz.
Una vez, cuando un camionero entregó los suministros a una de las empresas del tío Pet, le dijo a mi viejo tío hillbilly: “Descarga eso ahora mismo, hijo de puta”.
El tío Pet se tomó el comentario al pie de la letra. “Al decir eso, estás llamando zorra a mi querida y vieja madre, así que te pediré amablemente que me hables con más cuidado”.
Cuando el conductor —llamado Big Red (Gran Rojo) por su tamaño y color de pelo— repitió el insulto, el tío Pet hizo lo que cualquier empresario racional habría hecho: bajó al hombre de su camión, lo golpeó hasta dejarlo inconsciente, y le pasó una sierra eléctrica por todo el cuerpo.
Big Red casi se muere desangrado, pero lo llevaron corriendo al hospital y sobrevivió. El tío Pet no fue a la cárcel. Al parecer, Big Red también era un hombre de los Apalaches y se negó a hablar con la policía sobre el incidente y a poner una denuncia. Sabía lo que significaba insultar a la madre de un hombre.
El tío David puede que fuera el único de los hermanos de mamaw que no se preocupara por esa cultura del honor. Un viejo rebelde con el pelo largo suelto y una barba aún más larga. Lo amaba todo excepto las reglas, lo que podía explicar por qué, cuando encontré su planta de marihuana gigante en el patio trasero de su vieja casa, no trató de darme explicaciones.
Sorprendido, le pregunté al tío David qué pensaba hacer con esa droga ilegal. Así que sacó papeles de liar y un mechero y me lo mostró. Yo tenía doce años. Sabía que, si mamaw lo descubría, lo mataría. Y yo le temía a eso, porque de acuerdo con la leyenda familiar, mamaw casi había matado a un hombre.
Cuando tenía unos doce años, mamaw salió de casa y vio que dos hombres cargaban la vaca de la familia —una preciada posesión en un mundo sin agua corriente— en la parte trasera de un camión. Corrió dentro, cogió un rifle y disparó unas cuantas veces. Uno de los hombres se desplomó —como resultado de un disparo en una pierna— y el otro se subió de un salto al camión y salió haciendo chirriar los neumáticos.
El aspirante a ladrón apenas podía arrastrarse, así que mamaw se acercó, colocó la salida del cañón del rifle en la cabeza del hombre y se dispuso a acabar el trabajo. Por suerte para él, el tío Pet intervino. El primer asesinato confirmado de mamaw tendría que esperar a otro día.
Incluso sabiendo que mamaw era una loca que siempre iba armada, me resulta difícil creer esa historia. He preguntado a miembros de mi familia y alrededor de la mitad nunca han oído esa historia. La parte que me creo es que habría matado a ese hombre si alguien no la hubiera detenido.
Odiaba la deslealtad y no había mayor deslealtad que la traición de clase. Cada vez que alguien robaba una bicicleta de nuestro porche (tres veces, según recuerdo) o abría su coche y cogía las monedas sueltas o robaba un paquete, me lo decía como un general que ordena a sus soldados que marchen: “No hay nada más bajo que un pobre robándole a otro pobre. Ya es bastante difícil de por sí. No hay ninguna puñetera necesidad de ponérnoslo más difícil los unos a los otros”.
El más joven de todos los chicos Blanton era el tío Gary. Era el benjamín de la familia y uno de los hombres más adorables que he conocido. El tío Gary se fue de casa joven y creó una exitosa empresa de techados en Indiana. Buen marido y mejor padre, siempre me decía: “Estamos orgullosos de ti, viejo Jaydot”, lo que hacía que me hinchara de orgullo. Era mi favorito, el único hermano Blanton que no me amenazaba con darme una patada en el culo o cortarme una oreja.
Mi abuela también tenía dos hermanas menores, Betty y Rose, a las que quería mucho, pero yo estaba obsesionado con los hombres Blanton. Me sentaba entre ellos y les rogaba que me contaran y me volvieran a contar sus anécdotas. Esos hombres eran los guardianes de la tradición oral de la familia y yo era su mejor alumno.
La mayor parte de esa tradición no era en absoluto adecuada para un niño. Casi toda incluía la clase de violencia que debería llevar a la gente a la cárcel. Mucha se centraba en cómo el condado en el que estaba Jackson —Breathitt— se había ganado su aliterativo apodo, Bloody Breathitt (Breathitt el sangriento). Había muchas explicaciones, pero todas tenían un tema común: la gente de Breathitt odiaba ciertas cosas y no necesitaba la ley para deshacerse de ellas.
Una de las historias de sangre más habituales de Breathitt giraba alrededor de un hombre mayor del pueblo que era acusado de violar a una chica. Mamaw me dijo que, días antes del juicio, el hombre fue encontrado boca abajo en el lago cercano con dieciséis heridas de bala en la espalda.
Las autoridades nunca investigaron el asesinato y la única mención del incidente apareció en la prensa local la mañana en que se descubrió el cadáver. En una admirable muestra de instinto periodístico, el periódico informó: “Hombre hallado muerto. Se cree que ha sido juego sucio”.
“¿Juego sucio? —rugía mi abuela—. Maldita sea, tienes razón. Bloody Breathitt acabó con ese hijo de puta”.
O estaba ese día en el que el tío Teaberry oyó que un joven afirmaba su deseo de “comerse sus bragas”, en referencia a la prenda íntima de su hermana (mi mamaw).
El tío Teaberry condujo hasta casa, cogió un par de bragas de mamaw y obligó al joven —a punta de cuchillo— a ingerir la prenda.
Se podría llegar a la conclusión de que procedo de un clan de locos. Pero estas historias me hacían sentir miembro de la realeza hillbilly, porque eran historias clásicas del Bien contra el Mal y mi gente estaba en el lado correcto. Mi gente era extrema, pero extrema al servicio de algo: defender el honor de una hermana o asegurarse de que un delincuente paga por sus delitos.
Los hombres Blanton, como la marimacha hermana Blanton a la que yo llamaba mamaw, se encargaban de hacer cumplir la justicia hillbilly y, para mí, ellos eran los mejores.
A pesar de sus virtudes, o quizá a causa de ellas, los hombres Blanton tenían toda clase de vicios. Y varios de ellos dejaron tras de sí un rastro de hijos desatendidos, mujeres engañadas o ambas cosas.
Y yo ni siquiera los conocía muy bien: los veía sólo en las grandes reuniones familiares o durante las vacaciones. Pero los amaba y reverenciaba.
Una vez oí a mamaw contarle a mi madre que yo amaba a los hombres Blanton porque por mi vida habían pasado muchas figuras paternas, pero los hombres Blanton siempre estaban ahí. Sin duda, hay un punto de verdad en eso. Pero, más que nada, los hombres Blanton eran la encarnación viviente de las colinas de Kentucky. Los amaba porque amaba Jackson.
A medida que me hacía mayor, mi obsesión con los hombres Blanton se desvaneció para convertirse en aprecio, del mismo modo que mi visión de Jackson como una especie de paraíso, maduró.
Siempre pensaré en Jackson como mi casa. Es inconmensurablemente bello. Cuando caen las hojas en octubre, parece que todas las montañas del pueblo estén ardiendo. Pero, a pesar de toda su belleza y de todos los gratos recuerdos, Jackson es un lugar muy duro.
Jackson me enseñó que la “gente de las colinas” y la “gente pobre” normalmente son lo mismo. En casa de mamaw Blanton comíamos huevos revueltos, jamón, patatas fritas y galletas para desayunar; bocadillos de mortadela frita para comer y sopa de judías y pan de maíz para cenar.
Muchas familias de Jackson no podían decir lo mismo, y yo lo sabía porque, a medida que me hacía mayor, oía a los adultos hablar de los pobres niños del vecindario que se morían de hambre y de cómo el pueblo podía ayudarles.
Mamaw me protegía de lo peor de Jackson, pero no se puede mantener la realidad a raya para siempre. En un viaje reciente a Jackson, paré en la vieja casa de mamaw Blanton, ahora habitada por mi primo segundo Rick y su familia.
Hablamos sobre cómo habían cambiado las cosas. “Han llegado las drogas —me dijo Rick—. Y nadie está interesado en mantener un trabajo”.
Deseé que mi querido valle hubiera escapado de lo peor, de modo que le pedí a los hijos de Rick que me llevaran a dar un paseo. Vi por todas partes los peores signos de la pobreza de los Apalaches.
Algunos eran tan descorazonadores como prototípicos: chabolas decrépitas pudriéndose, perros callejeros suplicando comida y muebles viejos tirados en los patios.
Otros eran mucho más alarmantes. Mientras pasábamos frente a una pequeña casa de dos habitaciones, vi unos ojos asustados que me miraban tras las cortinas de la ventana de un dormitorio.
Me picó la curiosidad, miré más de cerca y vi no menos de ocho pares de ojos, todos mirándome desde tres ventanas con una inquietante combinación de miedo y deseo.
En el porche frontal había un hombre delgado, de no más de treinta y cinco años, al parecer el cabeza de familia. Varios perros rabiosos, malnutridos y encadenados, protegían los muebles tirados en el patio yermo.
Cuando le pregunté al hijo de Rick cómo se ganaba la vida el joven padre, me dijo que el hombre no tenía trabajo y que estaba orgulloso de ello. Pero, añadió, “son malos, así que tratamos de evitarlos”.
Esa casa puede ser un caso extremo, pero dice mucho sobre las vidas de la gente de las colinas en Jackson. Casi un tercio del pueblo vive en la pobreza, una cifra que incluye alrededor de la mitad de los niños. Y eso no cuenta que la gran mayoría de los habitantes de Jackson ronda el umbral de la pobreza. Se ha producido una epidemia de adicción a los medicamentos con receta.
Las escuelas públicas son tan malas que el estado de Kentucky asumió su control no hace mucho. En todo caso, los padres mandan a sus hijos a esas escuelas porque apenas tienen dinero de más, y el instituto no consigue mandar a sus estudiantes a la universidad con una regularidad alarmante.
Físicamente, la gente tiene mala salud y, sin la ayuda del gobierno, no puede acceder a tratamientos para las dolencias más básicas. Y, lo que es más importante, quieren que sea así, son reacios a abrir sus vidas ante los demás, por la sencilla razón de que no quieren que los juzguen.
En 2009, ABC News emitió un reportaje sobre la América de los Apalaches que hacía hincapié en un fenómeno conocido localmente como “la boca de Mountain Dew (rocío de la montaña)”: dolorosos problemas dentales en niños, generalmente causados por un exceso de refrescos azucarados, como el que da nombre a la dolencia.
En su programa, ABC mostraba una letanía de historias sobre niños de los Apalaches sumidos en la pobreza y las carencias. El reportaje fue muy visto en la región, pero fue recibido con absoluto desprecio. La reacción más extendida: esto no es asunto vuestro.
“Esto ha de ser la cosa más ofensiva que he oído jamás y deberíais estar todos avergonzados, incluida la ABC”, escribió un comentarista en internet. Otro añadió: “Debería daros vergüenza reforzar viejos estereotipos falsos y no ofrecer un retrato más riguroso de los Apalaches. Esta es una opinión compartida por muchos en los verdaderos pueblos rurales de las montañas con los que he hablado”.
Sé todo esto porque mi prima fue a Facebook para silenciar a los críticos, señalando que, sólo reconociendo los problemas de la región, la gente podría tener la esperanza de cambiarlos.
Amber está en una posición única para comentar los problemas de los Apalaches: a diferencia de mí, pasó toda su infancia en Jackson. Fue una estrella académica en el instituto y más tarde se sacó un título universitario, la primera de su familia más cercana en hacerlo. Vio lo peor de la pobreza de Jackson de primera mano y lo venció.
La reacción airada respalda la literatura académica sobre los estadounidenses de los Apalaches. En un artículo de diciembre de 2000, los sociólogos Carol A. Markstrom, Sheila K. Marshall y Robin J. Tryon descubrieron que las formas de enfrentarse a la realidad mediante la evasión y el pensamiento mágico “predecían significativamente la resiliencia” entre los adolescentes de los Apalaches.
Su artículo sugiere que los hillbillies aprenden a una edad temprana a enfrentarse a las verdades incómodas, evitándolas o simulando que existen verdades mejores. Esta tendencia puede conducir a la resiliencia psicológica, pero también dificulta que los habitantes de los Apalaches se miren a sí mismos con sinceridad.
Tendemos a exagerar y a infravalorar, a glorificar lo bueno e ignorar lo malo que hay en nosotros. Ésta es la razón por la que la gente de los Apalaches reaccionó tan enfáticamente a una mirada honesta hacia nuestra gente más pobre. Es la razón por la que yo veneraba a los hombres Blanton y por la que me pasé los primeros dieciocho años de mi vida simulando que todo en el mundo tenía un problema excepto yo.
La verdad es dura y las verdades más duras para la gente de las colinas son las que se deben decir a sí mismos. En Jackson hay, sin duda alguna, la gente más encantadora del mundo; también está lleno de drogadictos y al menos un hombre que tuvo tiempo para engendrar ocho hijos, pero no para mantenerlos.
Es incuestionablemente bello, pero su belleza queda oscurecida por los residuos y la basura desperdigados por el campo. Su gente es trabajadora, con la excepción, por supuesto, de los muchos que reciben cupones de comida y que no tienen ningún interés en el trabajo honrado.
Jackson, como los hombres Blanton, está lleno de contradicciones.
Las cosas han empeorado tanto que el verano pasado, después de que mi primo Mike enterrara a su madre, lo primero que pensó fue en vender su casa. “No puedo vivir ahí y no puedo dejarla desatendida —dijo—. Los drogadictos la saquearán”.
Jackson siempre ha sido pobre, pero nunca había sido un lugar en el que un hombre temiera dejar sin vigilancia la casa de su madre. El lugar que considero mi casa ha dado un giro preocupante.
Si existe la tentación de juzgar estos problemas como la preocupación particular de unos paletos en el culo del mundo, un vistazo a mi vida revela que los aprietos de Jackson se han vuelto mayoritarios.
Gracias a la migración masiva desde las regiones más pobres de los Apalaches a lugares como Ohio, Michigan, Indiana, Pensilvania e Illinois, los valores hillbillies se han expandido ampliamente, junto a los propios hillbillies.
De hecho, los inmigrantes de Kentucky y sus hijos son tan abundantes en Middletown, Ohio (donde yo crecí), que de niños lo llamábamos burlonamente “Middletucky”.
Mis abuelos se desarraigaron del Kentucky real y se instalaron en Middletucky en busca de una vida mejor y, en ciertos aspectos, la encontraron. En otros, nunca escaparon de verdad.
La adicción a la droga que asola Jackson ha aquejado a su hija mayor durante toda su vida adulta. La “boca de Mountain Dew” puede ser especialmente grave en Jackson, pero mis abuelos también se enfrentaron a ella en Middletown: yo tenía nueve meses la primera vez que mamaw vio que mi madre me ponía Pepsi en el biberón.
Los padres virtuosos son escasos en Jackson, pero también son pocos en las vidas de los nietos de mis abuelos. Durante décadas, la gente ha luchado por largarse de Jackson; ahora luchan por escapar de Middletown.
Si los problemas empiezan en Jackson, no está del todo claro dónde acaban. De lo que me di cuenta hace muchos años, viendo esa procesión funeraria con mamaw, es que soy una persona de las colinas.
También lo es mucha de la clase trabajadora blanca estadounidense.
Y a la gente de las colinas no nos está yendo muy bien.
* Fuente: Primer capítulo del libro Hillbilly Elegy, de James David Vance, senador republicano por el estado de Ohio, y actual candidato a vicepresidente de los Estados Unidos de América en las elecciones generales a celebrarse en noviembre de 2024. Traducción: Ramón González Ferriz.
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