Julio Trujillo ‘in memoriam’ (1969-2025)

La desaparición de Agatha Christie*

Creí que la anécdota de la desaparición de Saul Bellow, en sus últimos días, cuando padecía Alzheimer y no sólo se salió del radar durante unas horas, sino que tomó un taxi y se subió a un avión, no podía ser superada por ninguna otra anécdota de súbito y misterioso mutis entre quienes han perdido, por equis razón, la memoria. Hasta que ayer, leyendo un artículo sobre los misterios de la conciencia y nuestra capacidad retentiva, me topé con la famosa desaparición de Agatha Christie, de la que no sabía nada.

Sucedió a finales de 1926, poco después de que falleciera la madre de la famosa novelista y de que su esposo, Archibald Christie, Archie, comenzara una relación con Nancy Neele, amiga de la familia, y le pidiera el divorcio.

Una noche, discutieron sobre los planes de Archie de pasar el fin de semana sin ella. Él se fue y la autora de The Mysterious Affair at Styles (novela en la que figura por primera vez Hercule Poirot) acostó a su hija Rosalind, la dejó encargada con el personal de servicio, se subió a su coche y desapareció.

El auto apareció al día siguiente, sin ella, con señales de que había chocado y ubicado peligrosamente en el borde de una cantera de caliza. Se temió que tal vez ella hubiera decidido ahogarse en un famoso lago cercano llamado Silent Pool.

Corrió también el rumor de que Archie la había asesinado, y otro rumor: ella estaba escondida para incriminar a su esposo de su asesinato. La situación comenzaba a parecerse, sí, a una novela de Agatha Christie, y tanto, que también se sospechó que todo fuera un ardid publicitario.

Y publicidad tuvo: la desaparición de la novelista fue noticia rápidamente, encabezando los periódicos y desatando una búsqueda en la que participaron más de mil policías, quince mil voluntarios y “varios aeroplanos”, según reportes de la época.

Es sabido que Sir Arthur Conan Doyle le dio a una médium famosa un guante de la novelista para que la encontrara. Pero pasaron diez días más sin que se supiera nada de ella. Al onceavo día, el 14 de diciembre, apareció.

Agatha Christie se había registrado en el Swan Hydropathic Hotel, en Yorkshire, a 300 kilómetros de su casa en Sunningdale, y lo había hecho bajo el nombre de Tressa Neele, apellido de la amante de Archie. No se supo más, salvo lo que la propia autora dijo en una única entrevista (en su autobiografía no se menciona la desaparición): que había manejado toda la noche hasta chocar, golpearse la cabeza con el volante y perder la memoria.

Me gusta pensar que, en ese estado de fuga, la gran tejedora de misterios aparentemente irresolubles se acomodó en un hotel a seguir las noticias de su propia desaparición. ¿La realidad superando a la ficción o ajustándose deliberadamente para alimentarla? Jamás lo sabremos.

Agatha Christie vivió muchos años más, se divorció y es hoy un fenómeno de ventas sin igual. Uno de sus últimos libros, por cierto, se titula Los elefantes pueden recordar y se centra en una famosa novelista investigando un caso cerrado años antes, y cuyos detalles son recordados por testigos con muy buena memoria…

El misterio de la memoria y la memoria del misterio de una célebre desaparición. Y esa anécdota no creo que la supere nada.



Anne Sexton entra en la muerte*

Anne había almorzado, como cada mes desde hacía ya bastante tiempo, con su amiga Maxime Kumin, también poeta.

Un pacto de sangre gobernaba su relación: ser brutalmente honestas al comentar los poemas de la otra, sin contemplaciones, sin esa fácil hipocresía que ambas detestaban y que Anne, de cualquier manera, era incapaz de mostrar ante nadie.

Anne había leído su poema “El remar termina”, que tanto éxito tenía en los recitales a los que la invitaban cada vez más y con el que cerraba su libro El horrible remar hacia Dios, cuyas galeradas estaban revisando. Era un gran título, pensaba ella con vanidad, inspirado en lo que le dijo un padre cuando Anne, mitad en broma y mitad en serio, le había pedido la absolución y él le había dicho que no podía hacer eso si ella no era católica, pero que además no era necesario, pues para ella Dios estaba en su máquina de escribir.

Se le ocurrió que teclear (y furiosamente como lo hacía ella) era como remar hacia Dios, pero para no sonar muy mística o devota agregó el adjetivo “horrible”.

Gran título. Maxime le había dicho: “Es uno de tus grandes éxitos, tiene todo el sello de Anne Sexton, y por eso mismo vas a acabar odiándolo”.

Y era cierto, ya mismo empezaba a cansarle esa gran idea suya de jugar una mano de póker contra Dios y que todo lo decidiera un comodín… Jajajá, se rio sola en voz alta, como solía hacerlo. Luego calló y pensó: “No tendré tiempo de odiar este poema”.

Lo que sí odiaba era estar sola. De hecho, ese era su único y secreto reparo contra el suicidio: que se muere en soledad. Por lo demás, el magnetismo de la muerte por propia mano era demasiado poderoso, era, sí, una especie de lujuria. Pero, ¿cómo hacerlo?

El cómo era mucho más importante que el porqué. Como los carpinteros, que se preocupan siempre por las herramientas y no se detienen a preguntarse por qué construir.

Con las píldoras había tenido una larga, intensa relación que la había depositado en la cama de un hospital en más ocasiones de las que le gustaba acordarse. Las píldoras… Le gustaban más las píldoras de lo que se gustaba ella misma. Tenía con ellas una especie de matrimonio, una especie de guerra en la que sembraba bombas en su propio interior. No, píldoras no, esta vez no.

Y no se iba a aventar de un puente, como el loco de su amigo John Berryman, a quien tanto admiraba. Y no es que no le gustara la vida, ¡la vida le encantaba!, sino que no sabía vivir, no era lo mismo…

Su admirada y envidiada Sylvia Plath, en cambio, había optado por el desvanecimiento indoloro que trae una suavísima asfixia. Sí, tal vez. Estas cosas no hay que pensarlas demasiado. También a la muerte se le puede tomar por sorpresa y entrar en ella con la ligereza de una lente de contacto.

“Ni siquiera las avispas pueden encontrar mis ojos”, se dijo. A continuación, se quitó los anillos y se puso el abrigo de su madre. Se sirvió un vodka y fue a encerrarse en la cochera. Se sentó en el coche y esperó con tranquilidad la llegada de la muerte.

Era 4 de octubre de 1974. Anne estaba a punto de cumplir 45 años.



* Columnas publicadas por el escritor Julio Trujillo (1969-2025) en mayo y julio de 2024, en su sección “Entre paréntesis” del periódico La Razón.





todos-los-peores-humanos-i

Todos los peores humanos (I)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.