Jorge Posada y Roberto Madrigal.
Parece mentira que se haya muerto Roberto Madrigal. A los setenta y cuatro años, en su casa de Cincinnati, Ohio, a las dos y media de la tarde del domingo 8 de junio del 2025. Lo escribo y me revuelve el corazón: un amigo de toda la vida.
En La Habana de los años setenta, tan llena de represión, redadas policiales, una feroz paranoia, vigilancia constante, censura y miseria y persecución, había dos hombres que en el mundo de la cultura marginal sabían todo de todo. El último título de Norman Mailer, una película de un tal Steven Spielberg que arrasaba, el disco más nuevo de Bob Dylan y dónde se escondía J.D. Salinger.
Uno era Orlando Alomá, ex golden boy de la Universidad de Oriente, uno de los fundadores de El Caimán Barbudo, conversador inagotable (“el rey de las parrafadas”, lo llamó alguien) y de una verbosidad ácida: una implacable enciclopedia con patas.
El otro, conocido solo en pequeñas peñas que se dedicaban a ver y comentar cine, a llevar a cabo encuestas sobre los mejores estrenos, a leer la literatura prohibida y la tolerada, a oír la música americana con discos perseguidos y las emisoras de onda corta que podían sintonizarse, era Roberto Madrigal.
El Bobby, como mucha gente que le decía, estudiaba segundo año de Psicología en la Universidad de La Habana, y con una asombrosa confianza en lo que decía, hablaba lo mismo de Sam Peckinpah, que de Max Frisch o de los peloteros cubanos Tony Oliva, Luis Tiant y Tony Pérez brillando en las Grandes Ligas.
Ver a Alomá y a Roberto fajarse a golpes de información en el portal de la Cinemateca era un tour de forcé irrepetible, un sabroso banquete y una experiencia absolutamente memorable para el resto de los mortales.
Conocí a Roberto en el noveno piso del antiguo edificio Atlantic, en 23 y 10, en El Vedado. Cuando aquello, yo quería leer libros, ser dueño de libros y dormir rodeado de libros.
Ante la dificultad de poder conseguirlos, junto a dos cómplices, Juan Carlos Granados y Richard Oteiza, los robábamos por todas las bibliotecas de La Habana. Hacía pocos años que habíamos descubierto la biblioteca del ICAIC y, con rigor de controlador austríaco de trenes, nos dedicábamos cuidadosamente a desvalijar la mítica Arcadia de cualquier ladrón de libros.
Una tarde de noviembre de 1971, en una de mis expediciones para arañar en una sola jornada los siete tomos de En busca del tiempo perdido, Richard me presentó a Roberto.
Con unos espejuelos grandotes que usaba desde niño, era el hombre más miope que uno podía imaginar y, dentro de una interminable camisa Manhattan de mangas largas remangadas, un Leviʼs desteñido y los mocasines blancos sin medias que usaba Alain Delon en A pleno sol, era una provocación capitalista caminando por El Vedado.
Tenía apenas veintiún años, sobre lo alto, con un elegante porte de rabino de Brooklyn, los crespos castaños, de piel muy blanca y una cara larga de caballo travieso, sin proponérselo. Se daba un aire a Elliott Gould. Le complacía que se lo dijeran y no era para menos, porque entonces, Gould era uno de los cinco actores más famosos del cine americano.
Roberto me cayó bien enseguida. Nadie podía entender cómo no lo habían botado de la escuela, cuando de inmediato su figura transmitía todo lo que era. Lo que tenía de gusano se percibía al instante. No tardé en enterarme que era un tipo con lecturas, un irónico poder de análisis, un agresivo sentido del humor y dueño de una elocuente facundia cuando conversaba. Si John Ford, Cabrera Infante y los Beatles nos unieron, el odio hacia el régimen y compartir nuestros sueños y frustraciones nos hizo hermanos.
De la biblioteca fuimos a Cineccittà, a comernos una pizza. Nos pusimos a hablar de literatura y, mirándonos a Richard y a mí con la audacia presumida de los que saben lo que hablan, quiso épater le bourgeois y declaró tajantemente: “Los cuatro escritores fundamentales de este siglo son Marcel Proust, Franz Kafka, James Joyce y Borges”.
No comenté nada, pero me vinieron a la mente el atormentado Francis Scott Fitzgerald, el complejo William Faulkner y la pobre Virginia Woolf, excluidos de su Olimpo.
Como muchos de mis amigos, Roberto era también un fanático del cine, conocía de cine y le apasionaba hablar de cine. Días después nos volvimos a ver, y me cayó aún mejor cuando me enteré que le gustaban los mismos géneros: el cine negro, la comedia italiana, el suspense y los oestes.
Supe que admiraba a muchos de mis directores favoritos. Tenía otras muchas pasiones desde muy joven, como el ajedrez, del que era un avezado estudioso y un jugador que llegó a convertirse en Experto Nacional.
A lo largo de los años, anhelamos que alguna vez nos iríamos de Cuba en lo que fuera: por la base de Guantánamo, en el tren de aterrizaje de un avión o en una balsa. Hasta que en abril de 1980 estalló el incidente de la embajada del Perú y luego vino el despetronque del Mariel.
Roberto y Richard entraron al jardín de la casona, pero yo llegué tarde y me quedé con el susto, con las ganas y con la frustración. En mayo, los dos arribamos a Miami —él una semana antes y le encantaba decirme que me ganó— en sendos camaroneros. Empezamos a trabajar como maestros de idiomas en Berlitz y encarar un nuevo destino. Como al año y pico, él se mudó para Ohio y yo para New Jersey. Nunca fuimos más amigos que fuera del país donde nacimos.
Durante una época, desempeñó varios trabajos hasta que decidió revalidar el título de Psicólogo, sometiéndose a exámenes agotadores y estudiando sin parar hasta que pudo lograrlo. Con Manuel Ballagas, fundó a golpe de tesón la revista literaria Término, y nunca supe bien cómo un habanero noctámbulo, caminador y cosmopolita como él pudo adaptarse tan bien al apacible ritmo del Midwest.
Con los años, su vocación de escritor descolló y publicó tres libros. El primero, Zona congelada, una novela que es una desesperada celebración de la música, la noche, el cine y la literatura bajo un sistema totalitario.
En el segundo, Críticas desde afuera, reunió una inteligente colección de reseñas de cine de todo tipo. Y en Diletante sin causa, sus crónicas de diversas temáticas, con una prosa intuitiva demostró ser un lector y un espectador cuya curiosidad intelectual era tan vasta como los títulos, las películas, la música y las anécdotas personales que se narran en las páginas de la compilación.
Aunque no se hizo rico, se vengó de lo que no pudo tener en el socialismo. Tuvo carros veloces, descubrió el scotch —sobre todo, el single malt— y no volvió a tomar ron.
Se dio los gustos que no pudo tener en medio de la podredumbre del paraíso de los proletarios. Vivió de forma holgada y viajó todo lo que quiso hasta conocer Reikiavik, Islandia, en busca de las huellas de Bobby Fischer. Fiel a sus principios, no regresó jamás a Cuba.
Era un tipo “fuera de liga”, como a él mismo le gustaba decir al hablar de otros.
Aunque lo vi algunas veces apenado, nunca lo vi triste. Era un espíritu burlón, muy analítico, un jodedor criollo y de una ocurrente serenidad para todo. Fue testigo de una época sin testimonios y enfrentó el cáncer que lo mató con su habitual sarcasmo.
Juntos cruzamos el Golden Gate de San Francisco, recorrimos el Chinatown de Nueva York y cantamos en las calles de Liverpool las canciones que adorábamos desde muchachos. Juntos disfrutamos las películas de Woody Allen, Pedro Almodóvar y Quentin Tarantino. Y también juntos gozamos la caída del Muro de Berlín, el desplome estridente de la Unión Soviética y, demasiado tarde, la muerte de Fidel Castro.
Quiero seguir pensando en Roberto como sin duda él querría que lo hiciera, con la contentura inmensa de que haya existido, con la entrañable dicha haber reído, visto cine y hablado con él miles de horas. Con el orgullo enorme de haber sido su socio en las buenas y en las malas. Y con el placer de saber que nos ha dejado a todos los que lo quisimos una alegría quizás inconclusa, pero tan altiva e imperecedera como su recuerdo.

“La guerra está en los genes de los rusos”, una conversación con Serguéi Karagánov
Serguéi Karagánov, director del Consejo de Política Exterior y de Defensa, suele ser presentado como el principal arquitecto de la política exterior rusa.