Lejía

Habana, si mis ojos te abandonaran,
si la vida me desterrara a un rincón de la Tierra,
yo te juro que voy a morirme de amor y de ganas
de andar tus calles, tus barrios y tus lugares:
Cuatro Caminos, Virgen de Regla, puerto de mar.
Lugares, destinos. El largo muro del litoral. 
El Capitolio y Prado con sus leones, sus visiones.
Sábanas blancas colgadas en los balcones.
Gerardo Alfonso.

Hace poco me uní a un grupo en Facebook llamado “A world of washing”. 

Los miembros comparten fotos de cuerdas con ropa tendida y uno ve cómo este acto doméstico, esencial para la vida, une silenciosamente a todas las culturas y países.

Desde niña, me atraía ver las tendederas. Especialmente, si oscilan sobre el vacío y se ven las piezas de tela abatiéndose contra el aire. 

Es un espectáculo sobrecogedor, si uno piensa en el simbolismo de algo tan personal agarrado por presillas y sacudido por fuerzas aleatorias. 

Cómo no pensar en nuestra propia indefensión y hasta alentar la lúgubre conclusión de que así son las vidas humanas, atadas a un cuerpo, pero a merced de los abismos.

Mi madre me contó una vez que, cuando yo era niña y vivíamos en un penthouse (propiedad de mi familia paterna), en El Vedado, ella, después de lavar, subía conmigo a la azotea a tender la ropa, porque yo era muy tranquila y permanecía lejos de los bordes (sin barandas), distraída con cualquier juguete.

Quizás mi obsesión con la ropa tendida esté relacionada con ese recuerdo subconsciente.

Una vez vi una exposición de arte visual titulada “Lejía”, del pintor cubano Kadir López. Una de las obras representaba una cuerda sujeta por largos palos, donde colgaban piezas de tela blanca (¿sábanas?), desplegadas sobre el muro del malecón habanero. 

El conjunto me impactó, seguramente porque reunía todos esos elementos enquistados en la memoria y, además, el mar, esa extensión azul que mi mamá me mostraba, desde la misma azotea, para explicar que mi padre se había ido a vivir detrás del horizonte.

Creo que el título “Lejía”, no se refería solamente al producto químico que tiene el poder de blanquear la ropa, quitando hasta las manchas más férreas, sino a esa metáfora de la depuración, de volver aséptico lo más sucio, de barrer con el pasado y reiniciar… tal vez un sistema, una nación, la vida de millones de individuos que por décadas han visto en ese mar la única alternativa de futuro. 

Conservé el catálogo de la exposición por mucho tiempo. Luego, no sé cómo, lo perdí.

Estuve buscando la pintura en internet y, con la ayuda de mi hijo, al fin la encontré.

En esta realidad deshecha continuamente, no por la transformación del progreso sino del desmembramiento, internet es al menos un puerto para reencontrar lo que ya no es tangible. Y uno espera (confía) que la cosas sean movidas por las olas y aparezcan, a salvo, del otro lado del mar: familiares, amigos, conocidos, artistas que alguna vez nos simpatizaron o cuya obra nos cautivó.

En el grupo de FB “A world of washing” con frecuencia veo fotos de Cuba. Líneas de ropa colgadas entre edificaciones ruinosas. Y ese concepto de la indefensión que mencionaba, se mezcla con la tristeza.

Sin embargo, la ropa recién lavada y expuesta al sol es un acto de paciente resistencia. De fe, de desafío. En Cuba escasea desde el agua corriente hasta el detergente, el jabón, ¡la lejía…! Y las amas de casa saben muy bien lo que cuesta esa impecabilidad en los uniformes de los hijos, el aroma a limpio de las sábanas y mantener un aspecto donde la vanidad mínima no sea vencida por la pobreza.

En muchos países se llama “hacer la colada” al conjunto de piezas de una sesión de lavado. El término alude a los tiempos en que las telas se higienizaban primero con jabón artesanal y luego se ponían en una especie de colador que contenía ceniza pulida. Entonces se vertía agua hirviente, para disolver los carbonatos de sodio y potasio, produciendo un efecto de cloración similar al de la lejía actual.

En Cuba la palabra “colada”, se refiere irremisiblemente al acto de hacer café. Y no tiene ninguna relación con el lavado. En las casas humildes, el café puede sufrir más de una “colada”, por el precio del producto arraigado a un hábito generalizado y ferviente, y por la desesperación de ingerir un líquido estimulante en medio de la angustiosa rutina.

Cuando tiendo la ropa, inclinada sobre el muro de mi pequeño patio en un apartamento en altos, las telas suelen retorcerse enérgicamente en el vacío, porque al este de La Habana suele hacer mucho viento.

La aprensión ante la altura es objetiva. Se puede caer y perder una prenda (todo cuesta, todo es preciado y cada pérdida duele), y es por eso que las sujeto con varios palillos bien recios. 

Entre el batir de las telas, veo fragmentos del paisaje. Y he vivido momentos maravillosos tendiendo a la hora de la puesta de sol y hasta en noches clarísimas de luna llena. 

También, mientras cuelgo o retiro sábanas, blusas, pantalones…, he visto a las auras tiñosas planear en el cielo, dulcemente, y he sentido tanta envidia de su paz y su capacidad de vivir por encima de este amasijo de edificios (“feos como decretos”, al decir del poeta Ángel Escobar), de estas cabezas atormentadas por la convivencia forzada y la acumulación de incertidumbre.

Hace años un amigo me confesó que fotografiaba la basura porque, en los desechos de la gente, se revela tanto del estatus social, de su mundo personal y hasta de su vida íntima.

Creo que las tendederas también hacen revelaciones, mientras se agitan al aire y desnudan la realidad de familias enteras. La edad y sexo de sus miembros, sus gustos, el poder adquisitivo. Si hay sábanas nuevas o vistosas sobrecamas enfrentando el aire con la soberbia de su textura y su peso. Ropa de marca, grandes y sedosas toallas… O si son telas muy usadas y obligadas a resistir, junto con sus dueños, hasta que, por cualquier vía inusitada, aparezca el reemplazo.

Toda la vida privada salta a la vista en las tendederas cubanas. Como las lavadoras modernas dejan la ropa ya expedita para el armario, los primermundistas ven las cuerdas de ropa tendida con nostalgia. Por eso crean esos grupos donde se ven “coladas” de todas partes del mundo, donde la tradición persiste a pesar del empuje de la tecnología.

El día en que en Cuba sean asequibles al ciudadano común esos equipos electrodomésticos que simplifican la vida, las “sábanas blancas colgadas en los balcones”, dejarán de ser un referente autóctono, como también dejará de serlo (¡que los arrastre el mar para siempre!) la presencia procaz, absurdamente naturalizada, de edificios en ruinas.





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Los 10 millones que nunca fueron

Por Orlando Luis Pardo Lazo

La fatalidad demográfica, a la vuelta de décadas y décadas de castrismo “de todo el pueblo”, demostró ser más contrarrevolucionaria que el fantasma de la democracia.