Tengo barba. La heredé de mi madre. Los pelos de mi cara empezaron a salir discretamente en mi adolescencia y desde niña la barba ha sido uno de mis mayores miedos. Recuerdo mirar a mi madre con su pinza de cejas, arrancándose pelo a pelo, sentada en el sillón de la sala. Es una rutina muy suya bañarse y eliminar a fondo cada uno de esos pelos terribles. Al terminar, olorosa y sin barba, se sentía plena y cambiaba incluso su humor.
En mi pueblo había una mujer a la que le decían “la barbuda”, que vivía cerca de la terminal de ómnibus y casi no salía de su casa. La vi muchas veces con su bigote asomada a la ventana y le tenía mucha lástima, porque en mi mente infantil aquella mujer era “fea” y encarnaba todo lo que yo no quería ser: una mujer barbuda. Siempre me pregunté por qué no se afeitaba; hoy entiendo que se cansó de hacerlo y decidió ser ella y aceptarse.
También estaba mi prima, que significó en mi vida todo lo que no se debe hacer al respecto. Cuando empezaron a salir mis primeros pelillos, mi madre tuvo una seria conversación conmigo: “No te los toques porque te van a salir más y, sobre todo, no los afeites. Mira lo que le pasó a tu prima: se afeitó y ahora está cerrada en barba”.
Después de cumplir 15 años, empecé a sacarme las cejas; utilizaba la pinza de mi madre y las peleas comenzaron. Dejaba su pinza en cualquier lugar de la casa y cuando ella notaba que no aparecía, me decía que no me la prestaría más: “Tú no te das cuenta de que esto es medicina para mí”. Luego supe que su barba fue el resultado de los anticonceptivos y que empeoró durante el embarazo.
Desarrollé una extraña compulsión por eliminar aquellos pelos incipientes. Fue un alivio infinito el día que, tras sacarme las cejas, arranqué de raíz los tres o cuatro pelos que tenía en el mentón. Luego vino un sentimiento profundo de culpa y me juré que no los tocaría más, pero, una semana después, allí estaban, más fuertes y sin el aspecto de pelusilla rubia de antes; ya eran pelos negros y contundentes. Al principio tuve cuidado de solo arrancar los más visibles, pero siempre se me iba alguno de más, que tiempo después se fortalecía y se convertía en un cañón listo para disparar al centro de mi autoestima.
Las cosas se salieron de control cuando supe que tenía un quiste ovárico y tuve que tomar hormonas para eliminarlo. Apenas la doctora me vio, con pelos en la cara y un quiste, me hizo exámenes para descartar el síndrome de ovario poliquístico, que se asocia a ese tipo de sintomatología. El también llamado síndrome de Stein-Leventhal provoca en las mujeres trastornos menstruales, quistes ováricos, acné, obesidad, desarrollo de rasgos masculinos y “vello no deseado”, es decir: barba. Es insólito que durante el período de espera de los resultados médicos mi mayor preocupación no fueran los quistes ováricos ni el daño que podría causarme padecer esa enfermedad; mi miedo era ser una mujer barbuda.
A lo largo de la historia ha habido muchas mujeres barbudas con destinos fatales. Existe incluso un cuadro del español José de Ribera llamado Maddalena Ventura con il marito e suo figlio, que retrata a Magdalena Ventura con su familia, quien tenía 52 años cuando modeló para Ribera. En el cuadro aparece amamantando a uno de sus tres hijos, que había nacido quince años después de que le saliera la barba. El crecimiento inusual de los vellos de su cuerpo comenzó cuando tenía 37 años. En ese momento notó otros signos de masculinización como la calvicie y la voz grave, que podrían ser síntomas de lo que hoy se conoce como hirsutismo.
El cuadro fue un encargo de Fernando Afán de Ribera y Téllez-Girón, el Duque de Alcalá y Virrey de Nápoles. Era habitual en la pintura española de los siglos XVI y XVII encontrar retratos de personas con cuerpos inusuales o discapacidad. Por eso, aquella mujer fue invitada a la corte y retratada junto a su esposo y su bebé para satisfacer el morbo de la monarquía. La obra data de 1631 y puede ser vista en el Museo del Prado en Madrid.
En el Museo del Prado también se conserva otro cuadro que muestra a una mujer barbuda. Se trata de la obra de Juan Sánchez Cotán, que se presume fue encargado por Felipe II alrededor de 1590 y retrata a Brígida del Río, conocida como “la mujer barbuda de Peñaranda”. Al parecer, Brígida se ganaba la vida mostrándose a los nobles que solicitaban su presencia por tratarse de una rareza.
Shakespeare también menciona a las mujeres barbudas en Macbeth, asociando la apariencia física al género: “deberían ser mujeres y, sin embargo, sus barbas me prohíben interpretar que lo son”. Por supuesto, a finales del siglo 1500 e inicios del 1600, las mujeres no tenían nada que objetar y el binarismo sexual y heteropatriarcal era la norma.
Abundan ejemplos de mujeres barbudas en el circo, expuestas como fenómenos, que en muchos casos fueron vendidas desde niñas por su familia al dueño del espectáculo o que simplemente encontraron allí una forma de ganarse la vida porque la sociedad las marginó.
Hace unos años llegó a los medios de comunicación la historia de Harnaam Kaur, una mujer que por causa del síndrome de ovario poliquístico desarrolló mucho vello facial desde temprana edad. Esta joven, como resultado del bullying que recibió, decidió convertirse al sijismo, una religión hindú en que la barba es sagrada y se prohíbe cortarla. Por ende, su barba se convirtió en un acto de fe y algo de lo que está orgullosa.
El XIX no solo fue el siglo de la industrialización, también fue el siglo del auge del circo tradicional y de los freak shows. La mujer barbuda no podía faltar en esas atracciones porque uno de los cánones de belleza de la época, asociados a la femineidad, era ser lampiña.
“Entonces se produce una ambivalencia, por una parte, se excluye a la mujer barbuda por su falta de belleza, por otro lado, se le asigna este rol de anormalidad para ser exhibida a la misma sociedad que la rechaza por su cuerpo. Lo interesante es pensar en cómo la mujer barbuda es capaz de romper la estética sistematizada”, explica la académica chilena Galia Arrigada Reyes.
La escritora estadounidense Naomi Wolf apunta en su libro El mito de la belleza que justo cuando la Revolución Industrial señaló a las mujeres como fuerza productiva equiparable a la de los hombres en el mercado laboral, la belleza se convirtió en una forma de tasar su valor. Si antes solo para la nobleza era más deseable una cara bonita que unos brazos fuertes para trabajar en el campo, con la era de la industrialización la cara bonita abría las puertas a los trabajos de oficina.
¿Qué quedaría entonces para las mujeres barbudas, mujeres con discapacidad, mujeres gordas, mujeres que no encajaban en el canon? Pero si vamos más allá, ¿qué queda para las mujeres no favorecidas genéticamente con los rasgos físicos de moda en cualquier época? ¿Qué queda para las mujeres consideradas “feas” y nacidas en sectores económicos desfavorecidos? Pues bien, quedaban los trabajos más alienantes, en el fondo de la fábrica más oscura.
Actualmente, no es común la exposición de mujeres barbudas y personas con discapacidad o malformaciones en los circos. Sin embargo, en el siglo de las y los influencers, el canon de belleza occidental pisa fuerte y el mercado insiste en vender miles de productos para enmascarar a las mujeres y ocultar cualquier “imperfección”. Ello incluye eliminar cada vello de nuestro cuerpo a fondo, disimular lo que la genética o los anticonceptivos nos han heredado y, por supuesto, culparnos por no alcanzar la perfección.
Se trata de un círculo cerrado: el sistema mediático impone estereotipos de belleza que llegan a arraigarse culturalmente en el imaginario de los consumidores y la autoestima de las mujeres es sostenida por tónicos, cirugías y productos que ese propio sistema ofrece como solución. Nuestra plenitud es un negocio y esa es una de las tantas formas de sometimiento del patriarcado. En tanto, existe una contracampaña constante para aplacar la voz de quienes insisten en señalar las reglas del juego. Las mujeres que se atrevan a revelarse contra el sistema serán desacreditadas; tildadas de feas, gordas y trastornadas, sin fuerza de voluntad.
No obstante, en la medida en que crecen las voces que señalan los efectos del patriarcado sobre los cuerpos diversos, también el mercado encuentra nichos donde lavarse la cara. Aparecen cada vez más marcas que incluyen a las modelos curvy, por ejemplo; y la cuota de diversidad se ensancha para proveer productos a un rango más amplio de consumidores. Encontraremos en la actualidad parejas diversas en las películas de Disney, personajes afrodescendientes o latinoamericanos; pero eso sí, personajes que de cualquier forma encajan en buena parte de los cánones de belleza. En Disney no habrá mujeres protagonistas gordas, lesbianas, trans y empoderadas. Las heroínas no serán mujeres barbudas, “feas” o discapacitadas, al menos no por ahora. La cuota de diversidad está reservada para lo que la sociedad sea capaz de asimilar y el mercado logre comercializar.
Ayer perdí mi pinza de cejas y no quise salir a la calle. No tengo dinero para pagarme un salón de belleza ni una depilación láser. Rasurarme podría ser, según mi madre, la antesala a una frondosa barba. Hoy, tal vez, use un cubrebocas para ir al mercado. No quiero que se me queden mirando a los pelos de la barbilla, mi autoestima no podrá soportarlo. Las mujeres barbudas ya no aguantamos un circo más.
© Imagen de portada: ‘Maddalena Ventura con il marito e suo figlio’ (detalle), de José de Ribera.