Bruja

I

Cuando una persona está desesperada, hace hasta lo que nunca pensó que podría hacer. Por alguien a quien quieres te puedes arriesgar a poner en tela de juicio todo aquello que conoces y crees. No hay vergüenza en eso. Coraje. Coraje.

Como un río desbordado discurrían los pensamientos por la cabeza de Gretel mientras buscaba en Internet y se atrevía a leer el contenido de páginas web que eran, a todas luces, cazabobos. ¿Quién tomaría por ciertas todas aquellas supercherías espiritistas, aquellas desfachatadas mentiras disfrazadas de una sabiduría superior? 

Deslizaba el contenido de la página hacia abajo, escaneando el texto con la vista mientras pensaba en lo avergonzada que se sentiría si tuviera que llegar a explicarle a algún colega que ella, doctora en Ciencias Bioquímicas, estaba considerando un remedio mágico para su hermana. De seguro creerían que la verdadera paciente psiquiátrica era ella. Quizá hasta su postulación para Jefa de Cátedra estaría en riesgo, pero eran demasiados meses ya, y el psiquiatra no lograba diagnosticar a Sandra.

Una palabra llamó su atención. “¡Aquí estás!”, pensó, y comenzó a leer con más detenimiento aquel párrafo. Mientras lo hacía, un escalofrío recorrió su espalda. “Del carajo. Esto se parece mucho a lo que me dijo abuelo”, seguido por “No, Gretel, no puedes aceptarlo tan fácil. El que busca, encuentra, y el sesgo perceptivo de confirmación es una realidad. Tú eres una científica, aunque estés investigando sobre algo… sobre algo sin base científica aparente ninguna. Busca más fuentes, investiga a los autores”.

Cuando hacía predicciones teóricas sobre el comportamiento de las variables biológicas de estudio ante los medicamentos que diseñaba, Gretel sabía que era su cerebro y no su corazón quien le “soplaba” el patrón que creía reconocer a tan solo un milímetro bajo la superficie del océano de datos, y que casi siempre lograba confirmar poco después. 

Por eso evitaba usar siempre la palabra “corazonada”. El corazón no piensa, solo bombea sangre. Era su cerebro, adaptado a trabajar con estadísticas, entrenado para recordar de memoria numerosos nombres e interacciones de biomoléculas, afilado hasta superar a los de los compañeros con los que trabajaba (hombres en su gran mayoría), el que hacía la suma de varios pequeños elementos que podía percibir de los datos a nivel inconsciente, y le entregaba un resultado a su parte consciente. Más bien podía llamarla una intuición científica… pero ahora mismo no le estaba indicando nada. Sus entrañas, sin embargo, estaban en un puño.

¿Por qué tenía aquel sentimiento de desasosiego tan grande? ¿Estaba su mente fallándole, ahora que se había atrevido a jugar a caminar por la línea que separaba lo científico de lo especulativo y supersticioso? ¿Debía acaso ser suficiente prueba de que podía tomarse en serio lo que leía el hecho de que su abuelo, un anciano que no tenía idea de cómo usar las nuevas tecnologías, hubiera contado una historia muy similar, casi igual, a la que ahora leía? 

¡Claro que no! Cualquiera podía inventarse un cuento chino como aquel. Su abuelo de seguro estaba bajo la influencia de supersticiones enseñadas por sus padres, y esas supersticiones podían también transmitirse por muchas generaciones, hasta llegar a la del autor del texto de aquel sitio web que ahora ella observaba con franco desprecio.

Apenas pudo encontrar un par de sitios web que repetían historias muy parecidas, casos similares a los de su hermana, pero ninguna fuente le pareció fidedigna y no logró encontrar información de contacto de los autores. Frustrada, apagó la computadora y se fue a su casa.


II

Los gritos hendieron la noche como un cuchillo de filo mordido, rasgando el telón del sueño. Gretel siempre tenía la vana esperanza de que, por una noche, su hermana se sintiera tan cansada de no dormir bien que quedara rendida en un sueño tranquilo y sin pesadillas, pero eso no ocurría.

—Tía, tengo miedo —le dijo en voz baja Nicolás, quien desde que Gretel se mudara a su casa a cuidar a su madre dormía con ella—. ¿Cuándo dejará de gritar mamá?

—Pronto, mi cielo. Voy a darle su medicina. Trata de dormir un poquito.

Agarró el frasco del tranquilizante recetado por el psiquiatra y el pequeño vaso graduado que tenía en la gaveta y se dirigió al cuarto de Sandra, no sin antes pasar por la cocina a por un vaso de agua.

El cuarto estaba a oscuras, pero la débil luz incandescente del pasillo iluminaba una franja geométrica del interior que bastaba para vislumbrar las siluetas de los muebles. Dejó la luz apagada para no deslumbrar a Sandra (y a sí misma). Su hermana no paraba de sacudirse y gritar, y Gretel sabía, aunque no pudiera distinguirlos en la oscuridad, que tenía los ojos bien cerrados. 

La almohada era una mancha blanca en el suelo del otro lado de la habitación, la cama estaba hecha un desastre. Se acercó a Sandra y la tocó, con cuidado de que no la golpeara mientras se defendía de sus atacantes oníricos. 

Su hermana despertó momentos después y los gritos cesaron. Gretel imaginaba más que veía el rostro horrorizado y perplejo, como siempre que despertaba de una pesadilla, y la expresión bondadosa de su hermana menor bajo la máscara de espanto. Todas las noches era igual desde hacía semanas.

—¿Gretel? Gretel, ¿estaba gritando?

—Sandra, tómate la medicina.

—Estaba teniendo pesadillas. Eran horribles.

—Lo sabemos. Por favor, tómate esto, anda.

—Ay, Gretel, ¿no tienes nada más fuerte? Debo tener algunas pastillas de las mías por ahí. Déjame buscar…

Gretel le acarició el pelo y le entregó el vaso de agua.

—Sandrita, necesito dormir. Mañana tengo que trabajar y Nicolás tiene clases. No te pongas majadera, por favor. Esto te lo mandó el doctor, que es el único que sabe. Déjate de invento y hagámosle caso.

Sandra asintió y se bebió la medicina y el agua. Luego se acostó en su cama y cerró los ojos, rodeados de profundas bolsas.

—Ay, Nico, mi niño, discúlpame. Tu madre te quiere, aunque no te merezca. Gretica, dile que lo quiero, que me perdone. Trataré de controlarme, ¿está bien?

—Yo se lo digo. Trata de descansar. Hasta mañana —respondió ella y le dio un beso en la cabeza.

Organizó el cuarto y, justo cuando estaba a punto de salir, pensó en dejar abierta la ventana para que a Sandra le entrara un poco de aire fresco. Adormilada como estaba, no reparó en que debería haber visto finos rayos de luz de las farolas de la calle entrando por el espacio entre las persianas hasta que ya había movido la palanca. 

Se dio un susto de muerte y saltó hacia atrás. Algo había cubierto la ventana del otro lado, impidiendo el paso de la luz, y ese algo había alzado el vuelo cuando ella había accionado la palanca que hacía girar las persianas. 

Un enjambre de silenciosas formas triangulares que revoloteaban en la oscuridad, entre su casa y la farola, se dispersaba en todas direcciones. Gretel se acercó a la ventana y entornó los ojos para verlas bien, aunque estaba bastante segura de lo que eran.


III

Nada. Ni el especialista en lepidópteros ni el jefe de cátedra de Botánica habían sabido decirle nada al respecto de lo que había visto. “A veces ocurren fenómenos puntuales, pero eso no significa que haya que preocuparse. Si te encuentras a un grupo de viajeros perdidos en la jungla, no hay que suponer que viven ahí o que su comportamiento es anómalo. Solo son eso: viajeros perdidos. El guao abunda en toda Cuba, y las mariposas tatagua también, aunque no se les conoce por volar en grupo. Quizá deberías sentirte afortunada de haberte cruzado con un espectáculo así”. 

Y tal vez Gretel se hubiera sentido afortunada… en otras circunstancias. Si no hubiera visto por primera vez varias de aquellas mariposas oscuras revoloteando por su casa en días anteriores, o si no se hubiera quemado las manos cuando fue a recoger las llaves que se le habían caído a la entrada del edificio, justo entre unos jóvenes brotes de hojas aserradas que nunca antes había visto por la zona. Sobre todo, si ambas cosas no fueran mencionadas en los pocos casos similares a los de su hermana que había visto en internet.

Ascalapha odorata, mariposa nocturna conocida en Cuba como bruja o tatagua”, rezaba Wikipedia. Después venía una breve descripción de un mito que habría estado lista para ignorar, de no ser porque aparecía la misma planta que había llamado su atención el día anterior. Comocladia dentata, o guao cubano. 

De nuevo sus entrañas en un puño, y su mente analítica sin consejos para darle ni predicciones para “soplarle”. Solo aquel sentimiento de malestar. Volvió a leer la entrada del blog cubano.

—¿Qué haces, Gretel? —preguntó la voz de Yan detrás de ella, provocándole deseos de apagar el monitor de golpe. Se contuvo como pudo.

—Nada, aquí mirando esto.

—¿Estás investigando sobre mariposas?

—Un poco. Son interesantes, ¿no crees? —disimuló ella lo mejor que pudo. Yan rio.

—A mí no me llaman la atención, pero supongo que, para gustos, colores. Tengo una prima a la que le fascinan. Se tatuó una y todo.

—¿Bióloga?

—No, ella es de Sociología, está haciendo la tesis ahora y de hecho creo que el tema es la influencia de insectos en diferentes culturas primitivas, incluyendo los aborígenes cubanos… algo de eso.

—Ah, ya… —y de repente, un bombillo encendido en su cabeza—. ¿Me puedes dar su contacto?


IV

Varios días atrás, Gretel había visto el capullo en el cuarto de Sandra por primera vez. Quedaba demasiado alto, más allá del alcance de su mano, pero aquel mismo sentimiento en sus entrañas la detuvo cuando pensó en buscar una escoba para arrancarlo de la pared. “Lo mejor que hiciʼte fue dejarlo tranquilo. Si lo hubieraʼ trataʼo de deʼtruir, solo habría empeoraʼo las cosaʼ”, le dijo al respecto María, la anciana descendiente de taínos, de la cual la prima de Yan le había dado el contacto como fuente de su tesis y a cuyo encuentro había acudido poco después. 

Pertenecía a una de las pocas familias taínas que se habían salvado del exterminio español de la conquista. Las presentaciones por teléfono fueron bastante amenas. María había venido a La Habana siendo joven, cuando se casó, pero las primeras dos décadas de su vida las había pasado en las montañas de Baracoa.

Ahora en su casa, la vieja hablaba y preparaba café como cualquier mujer de setenta años, sin ser consciente de que su invitada la estudiaba con la curiosidad con que se observa una especie en peligro de extinción: analizando los rasgos físicos e intentando inmortalizarlos en la biblioteca de su cerebro. Los pómulos salientes, el pelo lacio, la nariz aguileña, la tez cobriza…

Finalmente, le puso a Gretel en las manos la humeante taza y estuvieron ambas sentadas en los sillones del modesto apartamento.

—Bueno, ustéʼ dirá.

Y Gretel dijo. 

Al principio, no sabía cómo explicarle lo que quería de ella, en parte porque ni ella misma lo sabía. Comenzó contándole sobre Sandra y sobre cómo había caído en drogadicción con los tranquilizantes tras la muerte de su marido, al punto de llegar a tener desatendido a su hijo, y cómo ella, su hermana, había tenido que mudarse junto con ambos para ayudarla en la recuperación. 

Habló de las recaídas de Sandra luego de las tormentosas desintoxicaciones. Luego habló de las pesadillas que no la dejaban dormir noche tras noche, de los gritos y las sudoraciones, de cómo la valoración de Psiquiatría era que necesitaba calmantes porque estaba bajo mucho estrés (consiguiendo tan solo reemplazar una adicción con otra, y no del todo). Explicó que los padres de ambas habían muerto ya, y solo quedaba vivo un abuelo… y ahí quizá había algo que valía la pena mencionar.

—Mi abuelo dice que él ya ha visto esto pasar antes.

—¿Cómo así?

—Dice que esto corre en la familia, que mi abuela también enfermó y murió entre pesadillas. Dice que fue una mariposa bruja la que le trajo la paz.

Ante la mención del insecto, la anciana se echó hacia delante de golpe, aferrando los brazos de su sillón.

—¡Aipirí! ¡Es la maldición de la tatagua!

—¿Aipirí, la aborigen de la leyenda? —inquirió Gretel, recordando lo que había leído—. ¿La que se convirtió en mariposa bruja por no cuidar a sus hijos, en contra de lo que mandaban los espíritus?

—Esa misma, sí, señor. Tenía que haber comenzado por ahí, joven. ¿Hace cuánto empezaron los maloʼsueñoʼ?

—Semanas. Tres o cuatro.

—Entonces no debe quedar mucho tiempo, joven. Las tataguas no viven más que eso. Tiene que estar atenta.

—¿Pero atenta a qué?

—A las tataguaʼ. Las que ha visto hasta ahora son mensajeraʼ, pero pronto debe venir una nueva. Las tataguaʼ sorben el alma de una mujer maldita cuando está madura y se la llevan a Mabuya. Así cuentan las leyendaʼ.

—¿Cuándo está madura? —Gretel estaba confundida.

—Cuando ya ha sufrido suficiente dolor, así como ella sufrió. Por eso causan pesadillaʼ. ¿De dónde era su abuela?

—De Santiago de Cuba…

—Entonces seguro que su abuela y ustedeʼ deben tener sangre taína también. La maldición solo afecta a mujereʼ indiaʼ taínaʼ.

Gretel se sentía un poco aturdida. Se arrepentía de haber cedido a la imaginación el lugar de la razón. Podía aceptar la posibilidad, aunque no era algo que en su familia se hubiera hablando antes, de que fueran descendientes de taínos. Pero, ¿maldiciones, leyendas, mariposas que provocan pesadillas y roban almas? ¡Ridículo! 

La tatagua había sido estudiada como cualquier otra mariposa. Si fuera un insecto vampírico con… poderes psíquicos… alguien se habría dado cuenta. Aquella era una búsqueda fútil, y ella tenía cosas más importantes de las que ocuparse. Había que recoger a Nicolás de la escuela, tenía que llegar y cocinar, trabajar en sus investigaciones de la facultad y, además, de seguro tenía que prepararse para otra noche de no dormir. Se levantaría y se iría de allí en aquel momento.

—Bueno, María, gracias por hablarme de esto, pero me tengo que ir.

—Joven, espere. No piense que yo soy una vieja loca.

—No, no lo pienso, no se preocupe…

—Dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Yo sé que ustéʼ no me cree.

—Disculpe, pero no sé si puedo… asimilar todo lo que me ha dicho. Tiene razón, no sé si pueda creerle…

—Entonceʼ, ¿no ha crecido el guao cerca de su casa ni ha visto ningún capullo de tatagua todavía? ¿Y la tripa? ¿Me dirá que no la ha sentido, retoño de india taína?

Gretel se volvió a sentar.


V

La solución era tan sencilla y tan compleja a la vez, que Gretel no tenía idea de cómo llevarla a cabo. Conversar con las personas nunca había sido su fuerte, ella se entendía mejor con los números, los datos y las fórmulas. Tuvo que esperar a la noche, cuando el efecto del tranquilizante de Sandra estaba en su punto más bajo, antes de tomar la otra dosis, para poder hablar con su hermana.

—Sandra, necesito hablar contigo.

—¿Qué pasa, Gretica? Es por los gritos, ¿verdad? Perdóname, perdóname, en serio. No lo hago a propósito. He pensado en ponerme una mordaza para dormir…

—¡Nada de mordazas! Habrase visto… Sandra, tenemos que hablar sobre tu marido.

—Ay, Gretica, no me hagas esto. No me hagas esto, por favor —los lagrimones comenzaron a brotar como de un surtidor—. No puedo, no puedo.

—¡Por favor, Sandra! Es importante, es vital que lo hablemos. ¡Necesito que entiendas que no fue tu culpa!

—¡Cállate! —su hermana se levantó de la silla y se tapó los oídos con las manos—¡Cállate!

—¡Escúchame, Sandra! ¡Se mató porque se fue a manejar borracho, no por haber discutido contigo!

—¡Fue mi culpa! ¡Se fue de la casa molesto, tomaba porque no podía soportarme! ¡Por ser la cochina drogadicta que soy! ¡Tú lo sabes! ¡Nicolás lo sabe! ¡Soy una mierda de madre! ¡Aaaaaaaaaarrrrrgghhh!

Gretel no sabía qué decir. Su hermana se arañaba los brazos y la cara en un espectáculo miserable que, por desgracia, no era nuevo. Lloraba y babeaba con los ojos cerrados gritando el nombre de su esposo. 

Gretel, conmovida, aunque asustada, respiró profundo y avanzó hacia ella haciendo un gesto de calma. Sandra detuvo sus sacudidas y dejó de gritar, pero no de llorar ni de aferrarse los brazos magullados. Gretel la abrazó y su hermana articuló palabras entre gimoteos.

—Ay, Gretica, perdóname. ¡Perdóname! Te grito dormida y ahora también te grito despierta. Soy mala madre y peor hermana —Gretel le pasó la mano por el pelo, como siempre que hacía para tranquilizarla—. ¿Dónde está Nico? No dejes que me vea así, Gretica. Por favor.

—Lo llevé con abuelo hoy. Mañana lo recojo.

—Está bien, mejor así, para que duerma bien una noche. Al menos una noche.

—Sandra, de verdad necesitamos hablar de lo otro. Es muy importante.

—Gretica, estoy muy cansada. Quiero ir a dormir temprano hoy.

—Te llevaré tu medicina —respondió Gretel, después de un suspiro.

—Está bien, yo sé dónde la pones. Yo me la tomo. Te prometo que hoy no habrá gritos.

Y se marchó. Gretel se sentó en el sillón, con la cabeza entre las manos. No había forma. El razonamiento con Sandra sobre el accidente de su marido estaba más allá de su alcance. Era una culpa de la que su hermana no se libraría nunca. Gretel carecía de los conocimientos y técnicas adecuados, de las habilidades de discurso y convencimiento…

“Tal vez algún psicólogo…”, pensó, pero luego sintió de nuevo el puño en el centro de su cuerpo. El toque de los cemíes, como lo había llamado María, que decía que aquello era el vestigio de la conexión de sus ancestros con los espíritus que adoraban. 

Esta vez Gretel se puso en tensión. “¿Qué pasa?”, se preguntó. Y la respuesta llegó de allí, de su abdomen y no de su cerebro: ¡Sandra!

Sin saber exactamente por qué, corrió hacia el cuarto, desaforada. La puerta estaba cerrada, aun cuando el acuerdo era que siempre estuviese abierta. Gritó el nombre de su hermana, pero solo el silencio le respondió. Golpeó con el hombro, con las piernas, una, dos veces. A la tercera, la puerta cedió.

Su hermana estaba de pie en el marco de la ventana, mirando el cielo nocturno. Saltó. Gretel gritó su nombre, sintiendo como como cada pelo de su cuerpo se erizaba y toda su piel se volvía de hielo. Se abalanzó hacia la ventana y llego hasta ella justo cuando la alcanzaba el sonido sordo y blando del impacto. 

Cerró los ojos, aferrada al alféizar. Luego los abrió y miró hacia abajo con lentitud. Se dijo a sí misma que no vería nada, que todo estaría bien, que de alguna forma seguro Sandra estaba a salvo. 

Luego, aparecieron en su campo visual las primeras puntas de una deforme estrella carmesí, y aunque se dijo a sí misma que con eso bastaba, que no miraría, el cuerpo inerte tiró de ella como un ancla. Sólo vio las piernas de su hermana, que eran un amasijo informe y sanguinolento. Se echó hacia atrás con ganas de vomitar.

No era posible. No era posible. Aquello no acababa de ocurrir, no podía haber ocurrido. Se dejó resbalar contra la pared hasta el suelo, mesándose los cabellos. Un muro infranqueable se había erigido en su mente, deteniendo el curso de cualquier otro pensamiento. 

Sandra, ¡¿suicida?! ¿Acaso estaba tan mal que había llegado a ese punto y ella no se había dado cuenta? ¡No podía ser! ¿Cómo era posible algo así? ¿Había ignorado las señales de la depresión, pensando acaso que los únicos problemas eran causados por las drogas y las pesadillas? ¿Nico acababa de quedar huérfano, de verdad? ¿No volvería a hablar con ella nunca más? ¡No podía ser! Un mundo en el que su hermana no estuviese, no era posible y ya. ¡Era de locos! ¡¡De locos!!

Y entonces, el puño, ardiendo y apretando en su centro. Gretel supo que aún otra cosa fatídica estaba a punto de ocurrir, y alzó la vista.

El capullo se movía y algo estaba saliendo de su interior. Gretel se levantó del suelo, dando la espalda a la ventana. ¡Maldita mariposa estúpida! Ya no importaba si era cierto lo de la maldición, si en verdad había algo mágico pasando allí. ¡Sandra acababa de morir! 

No… no era cierto, ¡no podía ser cierto! 

“Estás en shock, intenta controlarte, respirar profundo”, susurró su mente científica, pero fue avasallada por un maremoto de ira. ¡Bicho miserable! Gretel avanzó con el puño en alto, los dientes tan apretados que creyó que se le astillarían, pero, cuando fue a descargar el golpe, una punzada le atravesó el cráneo como un hierro candente. 

Su vista se ennegreció, los ojos le dolían como si se los estuviera apretando un puño de hierro. Pensó, rogó porque le estallaran, se le licuaran y no tuviera que soportarlo más. 

Terminó un instante después y ella se desplomó, con el cuerpo laxo. A su memoria acudieron las palabras de María: “lo mejor que hiciʼte fue dejarlo tranquilo”. 

Una parte minúscula de ella sintió una mezcla de risa, asombro y desprecio por haberlo recordado justo en aquel momento. Su vista regresó, y con ella recobró un poco la fuerza en sus músculos, pero se mantuvo allí, en el suelo. Vio como la tatagua terminaba de salir del capullo, caminaba unos centímetros sobre la pared, y abría y cerraba sus alas oscuras un par de veces. Después salió revoloteando hacia la ventana.

El puño, el puño ardiente. La voz de María, “sorben el alma de una mujer maldita cuando está madura”. ¿Podría Sandra seguir viva? 

Gretel se incorporó y corrió escaleras abajo. Sentía que iba a vomitar a cada paso que daba, pero de alguna forma se contuvo. No cerró puerta alguna, solo voló como una flecha, bajando los escalones de cuatro en cuatro. Llegó al vestíbulo del edificio y, justo al pasar la puerta, encontró a Sandra, yaciendo inerte en un charco de sangre. 

Su mente analítica tomó el mando. La calle estaba desierta, así que nadie la había visto caer. Sus piernas, de la rodilla para abajo, estaban destrozadas, pero su abdomen, tórax y cráneo lucían bastante bien, excepto por las salpicaduras de sangre. Y lo más importante: aunque débilmente, estaba respirando. No moverla, llamar a una ambulancia. Tendría que subir a llamar por teléfono. ¡Mierda! No quería dejarla sola.

Una sombra negra revoloteó frente a sus ojos. ¡La bruja! ¡El fuego en su estómago! “Sorben el alma cuando está madura”. 

Fue a darle un manotazo al bicho, pero volvió a sentir el dolor de ojos. Se contuvo para que no empeorara, y se aferró con las uñas y dientes de su mente a la conciencia. “¡No te la vas a llevar!”, profirió en su cabeza a la mariposa, y se abandonó por completo a sus instintos. 

En un segundo, que le pareció ver pasar a cámara lenta, la tatagua descendió sobre el cuerpo inconsciente de Sandra, y Gretel hizo lo único a lo que atinó: poner el suyo de por medio y cerrar los ojos con fuerza.


VI

Había esperado sentir algo terrible, pero no experimentó nada. Abrió los ojos y vio que se hallaba en un lugar desconocido. Se encontraba sola en un claro de bosque, pero las sombras a su alrededor eran tan espesas que no podía ver más allá de la linde que marcaban los árboles. 

Se puso en pie y se dio la vuelta, estudiando su entorno, confundida. ¿Estaba soñando? Cuando terminó el giro vio frente a ella a una mujer, y eso la sobresaltó.

Primero creyó que se trataba de María como debía haber sido en sus años de juventud. Luego se fijó en sus ropas, y cambió de parecer. La mujer llevaba los pechos desnudos y los muslos cubiertos por una falda hecha de hojas de plantas. Su anatomía se hallaba adornada por varios símbolos en tonalidades claras y oscuras que contrastaban con su piel cobriza. Una mujer taína.

Gretel quiso hablarle, pero apenas abrió la boca, la mujer hizo lo mismo y un chillido tan agudo que rozaba el umbral de lo audible para un humano torturó sus oídos. Se tapó las orejas y se encogió de dolor, hincando una rodilla en tierra. 

El toque taíno en su interior vibró, resonando con aquel chillido, y la científica sintió como se establecía un vínculo entre ambas. Una corriente de pensamientos y sentimientos comenzó a fluir desde la desconocida, como si irradiara energía pura en todas direcciones. Era inexplicable, algo que carecía de toda lógica, y aun así Gretel pudo ver, sentir, escuchar aquel torrente.

Vio a la mujer en una choza, rodeada de estatuillas de piedra, barro, madera. Vio llegar a otros taínos, todos trayendo a un ser querido enfermo. Pudo ver a una mujer con su hijo de meses, a una anciana con su esposo, a un hombre joven con su novia en brazos. 

Luego, a la indiana con el cuerpo cubierto de símbolos, realizando rituales y bailes en el bosque, protegida por la oscuridad de la noche, mientras las estatuillas se elevaban en el aire cargado de voces ancestrales. Los enfermos sanando. Vio a otro hombre pintarrajeado, este de corazón negro y alma ambiciosa, que se sentaba al lado del cacique en una silla baja y fallaba curando a aquellos que los hombres y mujeres de la aldea llevaban ante él. 

Gretel sintió la envidia de aquel hombre con la mirada que le había dirigido a la indiana, y luego vio a esta casarse con un joven guerrero de largos músculos que la miraba como si fuera la única mujer en la tierra. Sintió la ternura y la calidez del amor entre ambos, y la alegría que trajeron los hijos. Y también entendió que personas de tierras cada vez más distantes acudían a la joven mujer, que era behíque, aunque no llevara los símbolos ni el cacique la reconociera como tal por tener senos y poder parir.

Después, las plagas que asolaron los cultivos. Las plantas marchitas, muriendo de negra podredumbre, y aquel hombre envidioso profiriendo palabras cuyo lenguaje Gretel no entendía, pero tampoco lo necesitaba. “¡Bruja!”, era el alma de las increpaciones, que la culpaban de haber atraído la ira de los espíritus por hacer aquello que no les era permitido a las de su sexo. El pueblo, sin embargo, no hizo caso a las acusaciones, pues bien sabían quién era la que en realidad tenía a los espíritus de su lado para curar y sanar a los suyos.

Luego, vio a la indiana agotada regresando a su choza una noche, solo para encontrar a sus hijos y esposo muertos. Los olores de sus cuerpos delataban el veneno. La mujer intentó todo para salvarlos, invocó a los dioses, llamó a cada espíritu de la naturaleza, pero ninguno de ellos podía revivir a los muertos. 

Derrotada, se rindió al llanto, pero poco después vio llegar a una multitud guiada por el hombre de negro corazón y el cacique. Las acusaciones se repitieron, pero esta vez el pueblo taíno vio que la desgracia había por fin había abierto sus alas negras sobre la choza de la mujer transgresora de leyes naturales. 

El miedo y la ira se apoderaron de los rostros de la muchedumbre. “¡Fuera de aquí!”, se interpretaba el clamor grupal. No querían que sus hijos corrieran la misma suerte que los de ella, sobre todo si no había podido curarlos. Y la sonrisa del falso behíque adornando su rostro.

Y Gretel la vio: la joven mujer abandonada, exiliada, alejada de la gente que toda su vida se había esforzado en curar. No la dejaban acercarse al poblado ni siquiera para visitar las tumbas de sus hijos y esposo. Pero además de sentir el dolor de la pérdida y de ser una paria, halló otro sentimiento harto familiar: culpa. 

La indiana en verdad se culpaba a sí misma por lo ocurrido. Después de todo lo que había sucedido, creía que en verdad ella había suscitado la ira de los espíritus, que habían enviado al hombre asesino para castigarla por su atrevimiento. 

En medio de su desconsuelo, Gretel la vio haciendo una última invocación, y esta vez sí entendió el nombre, pues ya María lo había mencionado: Mabuya. 

La mujer pidió ser castigada, castigada por su insolencia, pero rogó que se le permitiera visitar las tumbas de su esposo e hijos. Un segundo después, su cuerpo se deshacía en un enjambre de tataguas.

—¡No! —el grito escapó de los labios de Gretel—. ¡No, no fue tu culpa, Aipirí!

Ante la mención de su nombre, las sensaciones y pensamientos dejaron de fluir desde la taína, pero el vínculo entre ellas permaneció, como un puente invisible suspendido en el aire. Gretel se decidió a usar ese puente y se concentró en sus propios recuerdos. Era su turno de mostrarle.

Y entonces fue Aipirí quien vio, oyó y sintió. Gretel le mostró cuando había comenzado a estudiar en la facultad de Bioquímica, y como toda su familia, incluida su propia madre, le habían dicho que eso era demasiado difícil para una mujer. 

Le mostró a sus profesoras mujeres, poquísimas pero inspiradoras; luego, su propia defensa de tesis y como se había coronado con el sello dorado en su título; recordó cómo sus proyectos habían sido rechazados una y otra vez por la academia por “no ser innovadores o atractivos”, cuando el proyecto de algún viejo sapo era mil veces menos útil y recibía el financiamiento deseado. 

Le mostró cómo había buscado ayuda y obtenido becas y cómo había rechazado la posibilidad de trabajar dirigiendo un centro de investigaciones para dedicarse al magisterio y a hacerle más fácil el camino a sus alumnas en la facultad, ahora que ella era profesora. 

Y, sobre todo, le mostró cómo los medicamentos que había diseñado habían salvado vidas, como le habían agradecido las madres de niños enfermos que habían recibido las dosis experimentales como último recurso. La lista de pacientes salvados era tan larga, que incluso Gretel se sorprendió un poco.

En ese momento, sintió a la mujer transmitirle algo y abrió su corazón, no su mente, al mensaje. En palabras, habría dicho: “Tú has vencido. Entre ellos, tú has vencido”. 

Pero lo más conmovedor para fue ver que Aipirí la miraba con lágrimas en los ojos y la sonrisa más triste. Se sintió una sola con aquella mujer de hacía quinientos años, un reflejo de carne y hueso que trascendía los siglos. Repitió a través del puente psíquico las palabras de hacía un momento: “No fue tu culpa, Aipirí.”

La indiana cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás. Su cuerpo se deshizo en un remolino de luz y blancura que inundó el claro del bosque, y Gretel tuvo un último destello de lo que sentía la indiana antes de que el puente se disolviera. Alivio. Aipirí le enviaba una última palabra hecha de emociones: “Gracias”.


VII

—¡Tía Gretel, tía Gretel, mira lo que dibujé!

—A verlo, mi cielo. Echa, ¡qué bonito! ¿Somos nosotros?

—Somos el abuelo, tú, yo, y mi mamá cuando salga del hospital.

—¿Eso que tiene en las piernas son los yesos?

Nicolás asintió y Gretel dejó escapar una risa.

—Tía, ¿mañana vamos a ver a mi mamá?

—Por supuesto, hoy el abuelo está cuidándola, pero siempre que quieras verla te puedo llevar.

Nicolás asintió otra vez, pero entonces se quedó observando la unión de la pared con el techo con ojos muy abiertos, levantó un brazo y apuntó con un dedo.

—¡Una bruja! —exclamó.

Gretel siguió el dedo y no tardó en ver el triángulo oscuro, inmóvil sobre la pared. Esta vez no había puño. Todo estaba bien.

—No le tengas miedo a lo que dicen. No hacen ningún daño —cargó a su sobrino y lo sentó en su regazo. —Te voy a contar una historia.

—¿Un cuento? ¿De qué?

—De una mujer muy inteligente y muy valiente. Su nombre era Aipirí…





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Los 10 millones que nunca fueron

Por Orlando Luis Pardo Lazo

La fatalidad demográfica, a la vuelta de décadas y décadas de castrismo “de todo el pueblo”, demostró ser más contrarrevolucionaria que el fantasma de la democracia.