Una cadena de oro en un zapato
En la arena de Miami Beach, de noche, el joven H. se arrastra como una culebra y le sustrae la cartera a las parejas que hacen el amor. Había otros, por supuesto, que también se dedicaban a estos menesteres. Pero este jovenzuelo con el que conversé en varias ocasiones, era de todos, el más habilidoso. Claro que contaba con una formidable ayuda: la oscuridad. De ahí que, en las noches de plenilunio, salvo algún insensato, los ladrones se tomaban un descanso. En cuanto a la policía, casi nada podía hacer ante la pericia de estos malhechores invisibles.
Conocía a H. en la época en que yo pernoctaba en la arena de la playa. De unos cinco pies seis pulgadas, y de poco hablar, tendría a lo sumo unos veinte años. Lo ayudaba para su trabajo, una vista agudísima y la serenidad. Laboraba por lo general los fines de semana, y lo que obtenía le bastaba para pagar un hotel durante un mes en la playa. En los ratos libres, que eran muchos, se dedicaba a pintar paisajes marinos. Decía que el mar, por estar siempre en movimiento, era irrepetible; es decir, que podía pintar infinitos cuadros marinos sin que ninguno se pareciese. Quizás fue esta inclinación hacia el arte y a la transgresión de la ley (François Villon es uno de mis poetas favoritos) lo que fundamentó nuestra amistad, a pesar de nuestras contadas conversaciones.
Generalmente lo veía entre las once y las doce de la noche, hora en que, tanto él como yo, llegábamos a la playa. Charlábamos unos minutos acerca de su última adquisición y sobre su pintura; y yo me retiraba a dormir y él, a robar. Uno de esos días, a eso de las tres de la mañana, me despertaron los gemidos que ilustran las buenas templadas. Y eran estos, en verdad, tan fervientes que no tuve otra alternativa que prestarles atención. Se trata de una pareja de jóvenes: él negro y ella blanca, él debajo y ella arriba. Estaban sobre las sillas declinables que de noche apilan y de día rentan a los bañistas. Yo me hallaba al pie de ellos, acostado sobre la arena. De manera que para verlos solo tuve que levantar un poco la cabeza. Se encontraban tan cerca de mí que pude diferenciar entre el perfume que ella usaba y el olor vaginal. Las caderas de ella girando y la ropa de ambos a un lado. Y ¡vaya sorpresa! En uno de mis fisgoneos, veo una mano que se mueve cerca de la ropa y que me dice (como si avivara una candela) que me vaya. En el acto me moví de lugar.
—¿Qué hubo? —le pregunté una hora más tarde a mi amigo.
Sacó una cadena del bolsillo y me dijo:
—Estaba dentro de un zapato.
Se la pedí para verla. Era gruesa, del tipo martillada y con una medalla. Le calculé el valor según el peso y se la devolví.
—Aquí debe de haber unos doscientos dólares en empeño —me aseguró sin envanecerse.
—Sí, yo también pienso eso —respondí y miré a mi alrededor. Pero todavía estaba lo suficientemente oscuro como para distinguir algún movimiento en la arena a menos de veinte pies. Faltarían aún unas dos horas para que amaneciera.
Él trazó con los pasos una parábola en la arena; recorrió la mirada por el horizonte (tal vez un poliedro de luces lo detuvo unos segundos) y, como si hablara con él mismo, dijo:
—Tengo que seguir. Guarda esta cadena. Te veo aquí luego.
Nos encontrábamos al comienzo de South Beach. Hacía más de una hora que había cesado la música de Collins Ave. El mar dormía como un bebito.
—Escucha, amigo, a estas horas la policía debe de estar buscando al que se llevó esta cadena, y tú todavía quieres que te la guarde. Prefiero darte ochenta dólares por ella ahora mismo, que es lo que tengo aquí, arriesgándome a que no sirva.
Él se quedó pensativo, pero no me pareció que pensara precisamente en el negocio que le proponía. En lo alto una nube cubrió el asta de la noche. La oscuridad era tan densa que se podía tocar. Él volvió a hablar y pareció como si las palabras hubieran estado ya, desde antes, en su sitio:
—No, no me des nada. Véndela y tráeme cien dólares la semana que viene. Si esa cadena no fuera de oro, ese tipo no se hubiera preocupado por esconderla tanto. Si logré dar con ella fue porque vi cuando la metió en el zapato.
—¿Por qué confías tanto en mí, yo no soy menos ladrón que tú?
—Somos unos rebeldes.
Eso fue lo último que dijo. El olor de la mañana comenzaba a sentirse. La imagen de un triángulo de gaviotas en medio de la noche, pudo haber pertenecido a ese día o tal vez a otro. Fui hasta la parada del ómnibus del Jardín de los Pájaros y me acosté en un banco. Cogí la primera ruta hacia Miami.
Ese mismo día, por la tarde, vendí la cadena con la medalla en trescientos dólares a un particular. Tal como quedé con H., el viernes, a la hora que solíamos vernos, regresé a la playa con sus cien dólares; pero esa noche no llegó, ni tampoco la del sábado, ni la del domingo. Le pregunté a los otros ladrones si lo habían visto, pero ninguno supo decirme. He conjeturado acerca de su paradero, pero de ahí no he pasado.
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Reglas que el iniciado en la venta de prendas falsas debe observar
1. No timarle a nadie más dinero del que no puedas devolver en un momento de apuro.
2. No vender de noche, salvo en extrema necesidad.
3. No vender en la barriada donde resides.
4. Buscar siempre la persona que va sola.
5. No acercársele demasiado a la persona a la que se le propone la prenda, hasta que no se entre en confianza.
6. Propón la prenda con una sonrisa.
7. Insistir solo una vez, si le vuelven a decir que no, desista de la venta.
8. Nunca diga que la prenda es de oro, sugiéralo.
9. Una vez que el comprador tenga la prenda en la mano, la mire, examine o busque el cuño de los quilates, despreocúpese de ella, y atienda a las personas que están a su alrededor o pasan por su lado, porque una de ellas puede hacerle una seña al comprador y estropearle la venta. Mírelos con severidad, de esa manera podrá coaccionarlos.
10. Hable lo necesario, y jamás lo haga una vez que tenga el dinero en su mano. Un “hasta luego” es suficiente.
11. Nunca se apresure a coger el dinero.
12. No rebaje el precio de la prenda si el comprador no se lo pide.
13. Si ya vendió, aléjese despacio del comprador; y hasta dé la impresión de que quiere regresar a pedirle la prenda de vuelta.
14. Evite vender cerca de joyerías.
15. Ordene su dinero en el bolsillo de mayor a menor, de modo que si se ve obligado a reembolsar saque la cantidad que usted estime.
16. Tenga siempre consigo el recibo de las prendas que compra.
17. Procure pulir las prendas en un sitio donde nadie lo vea.
18. Entre un hombre y una mujer, elija a la mujer; el problema es siempre menor.
19. Si ve a una mujer al volante de un auto, hay muchas probabilidades de que espere a otra mujer; pero si está en el asiento del pasajero, lo más seguro es que espere a un hombre, y pudiera verse en una complicación.
20. Desconfíe, por lo general, de todo el mundo, pero más de las personas que están dentro de un auto. Pueden llevarle la prenda.
21. Si sale a vender prendas falsas, nunca lleve puestas prendas genuinas.
22. Si tienes suficiente dinero para devolver en caso de que se encuentre con un perjudicado, acuda a los mismos lugares.
23. Si al proponer la prenda recibe una mala contesta, tírelo a broma y márchese lo más pronto posible del lugar.
24. Para vender, vaya a los lugares donde la gente esté obligada a llevar dinero (las tiendas, por ejemplo), así solo queda el factor de que le gusten o no las prendas.
25. No obligue, persuada.
26. No hable de su negocio, mientras menos gente lo sepa, mejor.
27. Si no es absolutamente necesario no acuda con el marcador de prendas.
28. Evite salir a vender con otra persona del mismo giro, hágalo solo y le resultará mejor.
29. Antes de entrar a la joyería donde compra las prendas, cuídese de quién está en la puerta, y haga lo mismo a la salida, porque puede que algún perjudicado lo esté esperando.
30. Un poco de dinero a uno, y otro poco a otro, mejor que cogerle mucho a uno solo.
31. Si va a un centro comercial u otro sitio donde haya guardias de seguridad, localícelo antes de empezar a vender, no lo pierda de vista.
32. Procure tener siempre un buen reloj en la muñeca, si llegase el momento de devolver el dinero y no lo tiene, deje el reloj al reclamador y así amortiguará su ira.
33. Mantenga la prenda en el bolsillo y sáquela solamente si va a proponerla.
34. Si al proponer la prenda, el comprador lo invita a ir a su casa a buscar el dinero, no permita que vaya con la prenda (haga como si desconfiara) y así evita que le haga la prueba o se la enseñe a alguien.
35. Si ha realizado una venta y le quedan otras prendas, no trate de vendérselas a la misma persona (salvo que ella le pregunte si tiene algo más), porque puede malograrse la venta que ya ha hecho.
36. Ni se desanime, ni se desespere.
37. Venda con naturalidad, y recuerde que cualquier argumento que usted emplee es válido si efectúa la venta.
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© Tomado de Curso para estafar y otras historias (Colección Mariel, Hypermedia, 2018), de Leandro Eduardo (Eddy) Campa. La Colección Mariel recoge los 11 títulos más emblemáticos de esta generación.