El hombre de los pezones tatuados

Alguien le había dicho que la mejor venida del mundo era cuando te masturbabas mientras aguantabas las ganas de cagar. La mierda te presionaba la próstata y una ligera sensación de incomodidad producía endorfinas que te recorrían toda la espina dorsal, de modo que venirte era como explotar en una cámara al vacío.

También le habían hablado de sumergirse en una bañera en la que nadaba una cucaracha; dejabas solo el pito sobre la superficie del agua y el insecto se aferraba a él como tabla de salvación, con sus paticas peludas arañándote el miembro. El asco tenía también un fuerte componente erótico.

Esta era una variante de la vieja técnica del tarro lleno de moscas, que incluso había inspirado un EP de Alice in Chains.

En fin, había una infinidad de formas de mejorar el orgasmo. Hacerte la paja con la mano dormida; con la mano envuelta en una media; con un enema metido en el culo; con una bolsa de nylon en la cabeza; lanzándote en bungee y tratando de alcanzártela con la boca… Así como había una infinidad de drogas que podían equiparar, sustituir o incluso superar al orgasmo.

Y también decían que la mejor venida la tenías mientras eras mordido por un vampiro.

Porque, en fin, ¿qué otra cosa podías hacer mejor que drogarte, suicidarte un poquito, venirte en la cara de una tipa tatuada y llena de piercings, cagarte en todo dopado hasta la próstata escuchando a los White Stripes?

Chuck Palahniuk estaba muerto. Bret Easton Ellis estaba muerto. Douglas Coupland estaba muerto. Los Smashing Pumpkins estaban muertos. Winona Ryder estaba muerta. George Lucas estaba muerto. Luke Skywalker estaba muerto. Kevin Smith estaba muerto. Alanis Morrisette estaba muerta. Johnny Depp estaba muerto.

Todo en lo que habías creído siendo un adolescente en los noventa estaba muerto. Todos habían muerto mientras dormías aquella mañana en que dos Boeing 767 convirtieron en cenizas las torres del World Trade Center de Manhattan.

Los que entonces se habían resistido a morir lo habían hecho el 1 de febrero de 2003, cuando el Columbia se desintegró sobre el cielo quemado de América. Y los que aún persistieron en vivir habían muerto poco después en Afganistán o en Iraq.

Por no hablar de muertes prematuras, como la de River Phoenix, la de Kurt Cobain, las de la Guerra del Golfo, las del Muro de Berlín o las del Challenger.

Así que lo mejor que podías hacer era drogarte hasta el culo, cagarte en todo y masturbarte escuchando a los White Stripes.

Nada más



Zygmunt Sztarsky, aka Zygmunt Starkey jr., aka Ziggy Stardust, se levantó con un dolor insoportable en las pupilas.

Cada mañana era así, un parto doloroso a la luz. Empezaba en las pupilas y luego se le trasmitía a la boca, a la garganta, a los pulmones y al estómago.

Entonces, tras un largo período de duda y lucha interna, se ponía al fin de pie e iba en busca de un cigarrillo y una taza de café frío, hecho por la abuela al amanecer.

De modo que Zygmunt Sztarsky, aka Ziggy Starkey, aka Ziggy Stardust dejó las sábanas que ya empezaban a oler mal, y tras el café y el cigarrillo, como cada mañana, se quedó un rato —media hora cada día— contemplando a través de la ventana a la vecina de enfrente, que hacía yoga en panties con las cortinas descorridas.

El dolor matutino, que ya le había alcanzado la boca del estómago, se le traspasó a las pelotas, y como un acto maquinal se sacó la verga y comenzó a meneársela, primero como quien no quiere la cosa, luego con un movimiento frenético.

Por las rendijas de la puerta se colaba la voz de la abuela, que discutía temas de religión con la mujer de al lado.

―No sé qué tienen ustedes los cristianos con eso de la crucifixión ―decía la voz de la abuela, con su acento europeo―. Ese pobre muchacho, clavado ahí, con las moscas y el calor, en vez de haberse buscado una buena esposa que le preparara el bortsch para la cena.

La de al lado tosía ―Ziggy nunca supo si azorada o para disfrazar la risa― e inmediatamente comenzaba una réplica larga, que contenía pasajes muy emotivos sobre la iniquidad del mundo y sobre cómo Jesús había muerto por nuestros pecados.

Mientras tanto, Ziggy continuaba azotándosela hasta que el semen golpeó el vidrio de la ventana y chorreó esquivando las rutas de afluencias anteriores. Ziggy emitió un leve quejido, casi imperceptible a no ser para el oído tuberculoso de la abuela, que en el acto abandonó el diálogo y se acercó a la puerta.

―¿Todo está bien, querido?

―Sí, abuelita ―contestó el nieto―. Solo ha sido una mosca que se metió en mi boca mientras respiraba.

―¡Ay, ay, ay, pobrecillo! ―exclamó la abuela―. ¡Otra vez no puedes respirar por la nariz!

La anciana retornó junto a la mujer de al lado, a contarle por enésima vez cómo todos los hombres en su familia padecieron enfermedades respiratorias, y que en su aldea en Polonia eran las mujeres las que tenían que hacer el trabajo rudo.



Zygmunt Zakaria Sztarsky, aka Zygmunt Starkey sr., aka “papaíto”, había llegado a América con su mujer y su hijo pequeño en el año 1985, deslumbrado por lo que él llamaba “la tierra de la libertad”.

Tiempo más tarde había logrado traer a su madre ―la abuela de Ziggy―, al principio reacia a abandonar su aldea polaca, en la que siempre había vivido, salvo por un período de seis años repartidos entre el gueto de Cracovia y el campo de concentración de Auschwitz. Sin embargo, a la larga se había adaptado a su nuevo hábitat e idioma, aunque más bien habían sido sus familiares los que se habían resignado a que la vieja importara casi todas las costumbres de su aldea al barrio de Queens en el que ahora vivían.

La abuela, además, había cargado con la menorá de sus ancestros, y con ella su tradición religiosa, de la que el hijo renegaba, convencido de que lo correcto en la “tierra de la libertad” era asimilarse a la población nativa y no andar formando guetos, por más que el barrio de Kew Gardens, en Queens, fuera un gueto él mismo, o una confederación de guetos, o una superposición de guetos.

Pero, en definitiva, Zymunt Zakaria Sztarsky, aka Zygmunt Starkey sr., aka “papaíto”, creía firmemente también que en esta nueva tierra cada cual podía profesar la fe que se le antojase, siempre y cuando no molestara a los demás. 

Así, mientras su madre honraba a sus mayores, él tenía una fe casi ciega en la democracia y el capitalismo, su mujer creía en las telenovelas y en las rebajas, y su hijo, el pequeño Zygmunt Starkey jr., creía que en el futuro los hombres viviríamos en el espacio, mientras que la tierra sería infestada por zombis y gobernada por una trasnacional de vampiros alienígenas.



Así que Zygmunt Starkey jr., aka Ziggy Stardust, tras recuperarse del momento de placer privado, decidió vestirse y salir a la calle. En la puerta del apartamento la abuela continuaba su cháchara con la mujer de al lado. Al ver a Ziggy, la anciana le preguntó preocupada a dónde iba sin desayunar.

―Voy a ver una oferta de empleo que he visto en el diario ―contestó Ziggy―. Necesitan personal calificado en unos almacenes a unas cuadras de aquí.

―Llévate al menos un panecillo ―insistió la abuela―. Están recién horneados.

La anciana no esperó a que el nieto contestara. Entró al apartamento y al punto salió con media docena de blinis envueltos en un paño a cuadros.

―Tienes que alimentarte bien, si quieres llegar a ser un hombre fuerte, como tu abuelo ―dijo la anciana.

Ziggy se encogió de hombros y bajó las escaleras con el envoltorio bajo el brazo. Caminó unas cuadras, y al llegar al almacén desistió de su idea, al ver la fila de desamparados que casi llegaba hasta la calle.

En lugar de ocupar su sitio en la fila, cambió el rumbo y se dirigió a casa de su amigo Billy Banner, en la otra calle.

Además de empeñarse en no hacer casi nada durante el día, Zygmunt Starkey jr., aka Ziggy Stardust, intentaba desarrollar su vocación musical como vocalista y guitarrista de una banda underground, junto a su amigo y baterista Billy Banner y su también amigo Frankie Spangler, que se las hacía con el bajo. 

Los tres eran conocidos como The Stardust Spangler Banners, aka “Two Kikes and a Mick”, y alguna que otra vez tocaban en un pub del centro, donde la audiencia estaba siempre demasiado borracha para prestarle atención a sus canciones.

Sin embargo, Ziggy y sus dos amigos tenían la esperanza de que un día, por azar, algún productor musical de punta los viera y les propusiese un contrato sustancioso con una discográfica.

Querían llegar a ser tan famosos como The Strokes o como los White Stripes, y abandonar la apestada confederación de guetos de Queens por un loft en Manhattan o una villa en Malibu, California.



Por otra parte, la fe de Zygmunt Zakaria Sztarsky, aka Zygmunt Starkey sr., aka “papaíto”, en la libertad de la que él llamaba “la tierra de la libertad”, era excesiva. Y al final probó ser su perdición.

            Un día, cuando el pequeño Zygmunt Starkey jr. tenía trece años, y ya la abuela los esperaba en el apartamento, el señor Zygmunt Starkey sr. salió con su mujer y su hijo a comprarle a este unas zapatillas nuevas en Walmart. Aunque la madre y el propio Zygmunt Starkey sr. lo negaran más tarde, Ziggy recordaba que el aroma etílico del padre no provenía solamente de su loción de afeitar. 

El padre estaba, además, visiblemente excitado, y no dejaba de dar la lata con que todas aquellas luces de neón, todo ese ambiente de bienestar económico y toda esa gama de productos fastuosos que ofrecía la sociedad de consumo eran impensables en su natal Europa del Este ―por más que ahora también se hubiese abierto a las bondades del capitalismo― y que solo eran posibles en América, la “tierra de la libertad”.

            Al parecer, su efusividad había resultado sospechosa para algún empleado de Walmart, porque de otro modo la policía no habría llegado tan rápido al lugar del hecho.

            Y es que Zygmunt Starkey sr., aka “papaíto”, quizá a causa del aroma etílico que emanaba más allá de su loción de afeitar, se había comenzado a comportar de un modo que ya sobrepasaba la extravagancia de cualquier emigrado.

            Al salir de Walmart, en medio del estacionamiento, a la luz del día y a la vista de todos los clientes que entraban y salían de los almacenes, había comenzado a gritar: “¡Viva América! ¡Viva la tierra de la libertad!”

            Y de repente había comenzado a quitarse la ropa, hasta quedar en cueros en medio del estacionamiento, a la luz del día y a la vista de todos los clientes que entraban y salían de Walmart.

            La policía no se había hecho esperar.

            En su condena habían servido de atenuantes la efusividad patriótica de sus exclamaciones, y también el aroma etílico que él se empeñaba en achacar a la loción de afeitar.

            Aun así, la multa y los meses en prisión lo habían cambiado para siempre, y Zygmunt Zakaria Sztarsky, aka Zygmunt Starkey sr., aka “papaíto”, se había vuelto en extremo taciturno y misterioso, hasta el punto que nadie se extrañó cuando un día ya no se le vio más. Sus familiares ni siquiera reportaron su ausencia.

            Alguien dijo entonces que Zymunt Starkey sr. seguro se había marchado con algún amante que habría conocido en la prisión ―un tal Hutch―, pero la habladuría no tenía ningún fundamento, y pronto se dejó de hablar de aquel que había desaparecido para siempre.

            La madre de Ziggy, despechada, se había marchado meses después. Se dijo que a trabajar de maquillista en el plató de una telenovela, aunque también alguien comentó haber visto a una prostituta con sus señas en Atlantic City, alrededor de los casinos.

            Zygmunt Starkey jr., aka Ziggy Stardust, había quedado huérfano de padre y madre, y a partir de entonces su educación y prácticamente su manutención habían quedado en manos de su abuela, quien, sin embargo, se las arreglaba para hacer frente a la vida en el gueto de Queens.



―¿Quién quiere a Winona Ryder y a Asia Carrera teniendo a Natalie Portman y a Belladona? ―preguntó Frankie, luego de que Ziggy interrumpiera el ensayo para declamar su perorata habitual de lo hermosos que eran los ídolos de los noventa.

            Billy se cubrió la cara con los puños, apretando las baquetas.

            ―Yo solo digo que por algo Johnny Depp se tatuó el nombre de Winona ―replicó Ziggy―. ¡Para siempre!

            Este era un argumento contundente. Frankie no se atrevió a comentar y Billy seguía cubriéndose la cara con las baquetas.

            ―Además ―continuó Ziggy―, en cualquier caso prefiero a Joanna Angel antes que a Belladona.

            Billy se apartó las baquetas de la cara.

            ―¿Joanna Angel no es judía? ―dijo.

            ―Sí ―contestó Frankie.

            ―Winona y Natalie también ―añadió Ziggy con cierto aire de orgullo.

            Billy se quedó en silencio un instante, cavilando.

            ―No tengo nada en contra de las chicas judías ―dijo Billy―, pero a ustedes, chicos, ¿acaso no los atraen las mujeres de otras etnias?

            ―Sí, claro ―se apresuró a decir Frankie―. También nos gustan las asiáticas.

            ―¿A ti no te gustan las irlandesas? ―incluyó Ziggy mirando a Billy fijamente a los ojos―. Jennifer Connelly, por ejemplo.

            ―Jennifer Connelly casi puede incluirse en la categoría de MILF, como Winona ―dijo Frankie esbozando una sonrisa.

            ―Entonces… Laura Prepon. 

            ―Jennifer Connelly y Laura Prepon son también medio judías ―replicó Billy abriendo los ojos.

            ―Es cierto ―intervino Frankie.

            Ziggy se sentó en una banqueta y comenzó a hacer como si tocara la guitarra.

            ―Lo que quiero decir ―Billy miraba al techo, buscando las palabras―. Chicos, ¿no les parece eso racista?

            ―¿Racista? ―replicó Frankie, herido en su amor propio. Ziggy seguía mirando las cuerdas, sin atreverse a tocar realmente.

            ―Sí, no sé. Un poco, ¿no creen?

            ―¡Mierda de vida! ―Frankie también buscó una banqueta para sentarse―. ¡Si te gustan las judías eres racista! ¡Y si no te gustan, también!

            ―¡Si no te gustan es que reniegas de tu raza! ―dijo Ziggy desde su refugio―. ¡Estamos jodidos! Ser judío implica obligatoriamente cargar una cruz.

―¿Una cruz? ―saltó Billy―. Creía que ustedes no creían en Jesucristo.

―Creer, creemos ―intervino Frankie―, como creemos en el Pato Donald o en el presidente de los Estados Unidos de América.

―El pato Donald no existe ―exclamó Billy dubitativo.

―¿Y tú cómo lo sabes? ―dijo Ziggy encendiendo un cigarro.



Nunca antes había visto a su padre desnudo, y nunca lo volvió a ver en esas condiciones. Aquella vez, además, había sido la primera en que veía el cuerpo de otro hombre al detalle. Y era el cuerpo de un hombre maduro. Y era el cuerpo de su padre.

            Una imagen que se le quedaría grabada para siempre en la memoria, por más que intentara borrarla de su mente.

            Cada vez que cerraba los ojos, veía el cuerpo desnudo de su padre, el pelo negrísimo contra la piel muy blanca, el pecho hirsuto al descubierto, los genitales arrugados y pendientes.

            Para contrarrestar la imagen, trataba de pensar en su madre, en el cuerpo también desnudo de su madre, pero se le hacía imposible.

            No solo no podía imaginarse el cuerpo de su madre, sino que incluso había olvidado ya su rostro.



―¡Necesitamos marihuana! ―dijo Billy, reclinándose hacia atrás en la banqueta.

            Frankie se puso de pie de un brinco. No dijo nada, pero ese era un acto de consentimiento.

            Ziggy no se inmutó. Había dejado la guitarra en el suelo y ahora se inclinaba hacia delante, agarrándose las rodillas.

            ―Hey, Ziggy ―dijo Frankie―. ¿No te animas?

            ―Hagan lo que quieran ―respondió Ziggy sin levantar la cabeza―. Me da lo mismo.

            ―¡Eso no es una respuesta válida!

            Ziggy asomó tímidamente desde su posición casi fetal.

            ―Estamos en New York, chicos. ¿No creen que mejor se nos daría la heroína?

            ―¿Heroína? ―casi gritó Frankie―. ¿Quién quiere eso? Es demasiado “años noventa”.

            ―En fin, ya dije que me da lo mismo.



Ah, marihuana, esa zorra lasciva y neurasténica. No confiaba ya demasiado en ella. Ziggy se quedó solo en la habitación, abrazado a sus rodillas como si estuviera in utero.

Le dolía el estómago y apretó la barriga contra las piernas.

En eso se abrió la puerta. Ziggy no se movió de su posición, pero una voz casi infantil lo sacó de su letargo.

―¿Dónde está Billy?

Ziggy había pensado que se trataba de los chicos, aunque aún era pronto para que hubieran regresado, a menos que viniesen con las manos vacías.

Levantó la cabeza, y allí estaba Alice, la hermana de Billy, un pequeño monstruo rubio de trece años, menuda pero bien formada para su edad.

La pequeña Alice era realmente hermosa, como un angelito prerrafaelista, y tenía una sonrisa aniñada, de esas que uno imagina siempre en las vírgenes. Se parecía un poco a la Alicia de Carrol, solo que la pequeña Alice hacía esfuerzos sobrehumanos para ocultar los dientes al sonreír, a causa de sus brackets. Esto resulta paradójico, por cuanto se pasaba el tiempo lamiéndose los hierros, y su armadura plateada y rosa estaba más tiempo expuesta que cubierta.

―¿Dónde está Billy? ―repitió.

―No lo sé ―contestó Ziggy―. Salió con Frankie hace un momento.

Alice se sentó en la banqueta que antes había ocupado Frankie, muy cerca de Ziggy.

―Fueron a buscar hierba, ¿no?

―¿Y tú qué sabes de eso? ―Ziggy dio un brinco, abriendo exageradamente los ojos.

―Sé lo que hay que saber ―respondió Alice―. Yo también la he probado, con mis amigas.

Un silencio incómodo se adueñó de la habitación.

La chica miraba a ratos a Ziggy, en silencio, removiéndose inquieta sobre el banco.

―¡Enséñamela! ―dijo de pronto.

―¿Qué?

―¡Vamos, enséñamela! ―insistió Alice―. ¡No seas malo! Si quieres, yo te enseño luego lo mío.

―No sé de qué hablas ―Ziggy se puso de pie y se asomó a la ventana. En la acera de enfrente un tipo cortaba leña con un hacha.

―Eso debe estar prohibido ―pensó Ziggy, azorado.

Alice seguía en sus trece.

―¡Vamos! ¡Déjame verla!

―¿El qué?

―¿Qué va a ser? ¡La salchicha!

―¿Nunca has visto una?

―¡Puff! ―dijo Alice con un gesto de hastío―. He visto sepetecientas. ¡Pero quiero ver la tuya!

―¿Para qué quieres verme la salchicha?

―Quiero ver cómo es. ¿Estás circuncidado?

―¡Eso a ti no te importa! ―exclamó Ziggy un poco harto―. Solo tienes trece años. Además, eres la hermana de Billy.

―Él no es mi hermano.

―¿Cómo?

―Que Billy no es mi hermano. Es solo mi medio hermano. Tenemos padres distintos.

―Entonces, ¿tú no te llamas Alice Banner?

―No. Mi nombre es Alice Little. ¡Vamos! ¡Enséñamela!

―A ver, little Alice ―dijo Ziggy con sorna. A la chica no le hizo gracia el juego con su nombre―. ¿Si te la enseño, vas a dejar de darme la lata?

Alice hizo un gesto de asentimiento.

Entonces Ziggy se bajó el zipper de la bragueta y sacó el pene flácido.

―¿Puedo tocarla? ―dijo Alice con cara de angelito pícaro.



―Demasiadas emociones para un día ―Ziggy se alejó de la casa de Billy. Los oídos le zumbaban y todo le daba vueltas.

            Había sido bastante incómodo que Billy lo encontrara con la verga afuera de la bragueta, y con Alice a punto de metérsela en la boca.

            Sin embargo, Billy no parecía haberle dado importancia al asunto.

            ―Es una pequeña zorra ―había dicho cuando Alice abandonó la habitación dando un portazo.

            Luego habían estado fumando hash. Bastante. Mucho.

            El hash era mejor que la hierba común y corriente.

            Pero ahora estaba increíblemente high, y también increíblemente excitado.

            Al menos no tenía hambre, para algo habían servido los blinis de la abuela.

            Pero estaba MUY excitado.

            Necesitaba alguien que le concretara esa mamada que Alice no había alcanzado a comenzar.

            Así que cogió el metro en Jamaica Center hasta Woodhaven Boulevard para encontrarse con Trixie, un travesti mitad filipino, mitad brasileño, que le hacía considerables descuentos, y a veces incluso accedía a chupársela gratis.

            Trixie estaba perdidamente enamorada de Ziggy, pero este se resistía a reconocerlo.

            No era que ella —o él— se lo hubiera hecho saber jamás. Pero habría sido evidente para cualquiera un poco despierto que el tratamiento que Trixie le daba no era el de un cliente cualquiera.

            De hecho, Ziggy ni siquiera podía considerarse un cliente, por más que de vez en cuando se las arreglase para pagarle.

            Y el arte de Trixie definitivamente era de lo mejor, si no el mejor de los alrededores.

            Ziggy tuvo que esforzarse para no venirse demasiado pronto.

            Los labios de Trixie se abrían y cerraban, deslizándose con la lengua por la verga inflamada de Ziggy.

            Había que pensar en otra cosa, en algo, rápido.

            Ziggy cerró los ojos.

            Y allí estaba: el cuerpo desnudo del padre.

            Con el pelo negrísimo contra la piel muy blanca.

            Con el pecho hirsuto al descubierto.

            Con los genitales arrugados y pendientes.

            En el pecho, el enorme tatuaje de la bandera de los Estados Unidos de América: la bandera de las barras y las estrellas.

            Cincuenta estrellas blancas sobre fondo azul y trece barras horizontales, siete rojas y seis blancas.

            Pero lo que más llamaba la atención eran las dos estrellas en los bordes del conjunto, delineadas justamente sobre la piel de los pezones.

            Dos estrellas de David que adoptaban el tono rosado de los pezones, coronando el letrero desplegado sobre la bandera, en el que podía leerse claramente el lema: In God We Trust.


* Capítulo del libro inédito Gótico americano.




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La urna

Ernesto Hernández Busto

¿Por qué está tan fría?, ¿dónde están sus pies? (ocultosbajo un embalaje blanco que incorporaba el ataúd), ¿ahora qué toca hacer?