Comenzaba la desbandada del Mariel cuando avisó a sus familiares floridanos que quería partir y les pidió que gestionasen sin demora su salida. Noticia que tomó a todos por sorpresa; jamás había dado el menor indicio de que pensase dejar el país, de que vacilase su fidelidad.
Puede que fuese correcta esa impresión y que jamás lo hubiese pensado; que, efectivamente, nunca hubiese dudado, pues notable era su desdén por la imaginación y desde hacía años, las posibilidades de partir no eran sino sueños; no solo casi nulas, sino que cuando existían significaban meses o años de marginación, de labores serviles, indefensión y sumisión, que él no estaba dispuesto a soportar.
Dificultades multiplicadas en su caso, ya que sus capacidades profesionales resultaban en extremo necesarias, por escasas. Y por eso, por poco soñador y especulador, no se sospechaba de sus convicciones, pues compensaba la pasividad de su militancia, que en otros habría sido motivo de amonestación cuando menos, con una invariable ausencia de los conciliábulos inconformistas que abundaban en su fábrica a los niveles más diversos, no conociéndosele un solo rechazo a las órdenes, por demás ilógicas, venidas de remotas necesidades burocráticas que, en la concreta realidad del centro de trabajo, eran en el mejor de los casos arbitrarias y casi siempre insensatas.
Ni siquiera daba muestras de rechazo o burla ante las desmesuradas diferencias entre metas y logros que, si bien cosa de rutina en la nueva sociedad, seguían siendo para muchos de sus empinados colegas calculado o espontáneo motivo de chiste y ridículo, eje de concertadas murmuraciones, entre despectivas y conspirativas.
Entre los motivos de su silencio podría también contarse el miedo, pero quienes lo conocieron bien consideran más acertado achacar su reserva al deseo de no decir palabras de más, no participar en habladurías sin resultado. Por lo demás, cuando delataba de alguna forma, así fuese imperceptible, el innegable contraste entre sus acomodados gustos y la áspera vida de todos los días, sus más exaltados compañeros no vacilaban en calificar su anodina actitud de silencio oportunista.
Lo cierto fue que el contraste entre su tradicional impasividad y la abrupta petición de partir por una vía con tantos ribetes de desesperada como la del Mariel, de ser uno más en el multiforme y desordenado éxodo, de sumarse al jeroglífico indescifrable de los dispuestos a todo con tal de partir, cogió desprevenidos a todos sus allegados en ambas costas.
Tan decidido estaba a irse que jamás consideró la posibilidad de que se negase su petición, y tan seguro se sentía que al ser citado a su centro de trabajo para recibir el necesario salvoconducto no registró su mente un solo atisbo de sospecha o recelo. Partió a la cita resuelto, apoyada su seguridad en los variados detalles de privilegio que durante los últimos años le había valido su condición de necesario profesional, nunca rebelde ni vacilante frente al nuevo orden de cosas y sus a veces caprichosos rumbos.
A paso firme fue hasta aquel lugar donde casi todos eran sus subalternos, deseoso de recibir de una vez los imprescindibles documentos y muy lejos de sospechar que su despedida pudiese tener algo de especial, de notable, más allá de frases o gestos secos o desagradables, si acaso de algún insulto que ya había decidido pasar por alto.
Así fue, al principio. Al entrar a las oficinas de la oficial gerencia fue tan fríamente recibido como había supuesto y al cabo de breves preguntas y respuestas, más prontas y descoloridas incluso de lo previsto, le entregaron lo necesario para partir, enterados ya sus superiores del desdén oculto que él había debido sentir por ellos todos estos años, pero inexpresivos. Iba a irse el ingeniero por donde había venido cuando se le detuvo, indicándosele que se dirigiera hacia los recintos interiores de la fábrica, hacia el conocido y enorme salón donde se centraba la producción, el cual se abría tras la indicada puerta; sus compañeros querían decirle adiós.
Sintió en ese momento una punzada de temor, presintiendo injurias y hasta golpes, como con harta frecuencia estaban propinando en las calles grupos armados de bates o palos a quienes se iban o deseaban hacerlo; o ser blanco de andanadas de tomates y huevos, como estaba sucediendo a muchos otros aspirantes a emigrante, atacados con lluvias de objetos mancillantes, lanzados con tanta furia que las afiladas cáscaras hacían a veces de estilete y vaciaban o cegaban algún que otro ojo; o hasta la peor desgracia de ser vejado por docenas de nalgadas burlonas, descargadas despectivamente con la mano, o dolorosamente con una estaca o un cinturón, para subrayar la vociferada acusación de loca, proferida contra muchos de los que partían, epíteto alternado solo con el de delincuente.
Todas estas posibilidades le relampaguearon en la conciencia en ese breve momento. Pero su imaginación, poco adiestrada, falló en sus especulaciones. Su castigo fue inesperado, único.
La totalidad de los empleados de la fábrica lo esperaba cuando franqueó la puerta y salió del salón de doble puntal al centro fabril donde, en su honor, se habían reunido desde colegas ingenieros hasta encargados de limpiar el piso, desde laboratoristas veteranos hasta secretarias jóvenes y aprendices, y donde las detenidas maquinarias evidenciaban que la necesidad de dar un escarmiento y evitar otras fugas era más valiosa que cualquier otra meta productiva, por urgente que esta fuese.
Los congregados, como las máquinas, estaban quietos, callados. Pero la calma duró poco.
Al momento de acatar la orden escuchada a sus espaldas de echar a andar hacia la salida del edificio, situada al otro extremo del recinto, amplio como un hangar, se inició un aguacero general de salivazos, sin palabras, sin más gesto que el despectivo movimiento de cabeza que acompañaba a cada escupitajo. Lanzados casi todos contra su rostro y los imprudentemente desnudos brazos, las manos con que sujetaba su costoso salvoconducto, le caían por todas partes, sobre el pelo que comenzaba a chorrear baba, sobre la camisa que sentía empaparse y pegarse a su pecho y a su espalda, sobre los pantalones que de tan mojados parecían orinados de miedo.
Sentía las pegajosas gotas caer por el cuello, por las mejillas, hasta resbalarle, como si fuesen suyas, por las comisuras de su propia boca; se sentía anegado por la saliva de sus compañeros y compañeras, de jóvenes y viejos, de gente que sabía elemental y otros cuya inteligencia conocía, todos escupiendo unánimes, arrítmicos y esforzados, cada cual procurando escupir más y mejor que el vecino, embarrar más de gargajo al colega que se iba y, a todas luces, de convertir la líquida agresión en meritorio elemento del expediente propio.
Lo que en un principio había sido doble fila, desfiladero humano organizado para darle paso, lo era ya solo a medias; los formados militarmente en el segmento inicial de su recorrido, no conformes con los escasos momentos en que lo habían tenido al alcance de su saliva, se iban aglomerando tras él, en una turba que acumulaba injurias, o anticipándose a su paso para repetir la rociada, dando empujones con tal de colocarse en el preferencial sitio que les permitiría seguir bañando con su espumosa lluvia al desertor, como lo empezaban a llamar a voces, traidor y maricón.
Decidió, prudente, no echar a correr y le dio esta decisión tiempo de verlos a todos, así fuese cegado a ratos por los viscosos escupitajos que le caían sobre los ojos y se le quedaban pegados entre pestañas y párpados, y pudo ver cómo le escupían con entusiasmo los inconmovibles, los intransigentes de siempre, los que jamás discutían una orden y tenían el temible insulto de contrarrevolucionario siempre a flor de labios, y pudo verlos codo con codo con los eternos participantes en discretos y tolerados corrillos, donde la burla y el desprecio al régimen imperante eran consuelo solitario de su impotencia. Le mojaban las orejas, hasta tupírselas, los espumarajos de infelices, gente agachada que con esta ciega obediencia esperaba salir un poco del desamparo de su eterna escasez, y le chorreaban por la nariz, goteándole como moco enfermo sobre los labios, los salivazos de mujeres cuyos hijos y nietos se habían ido hacía años a Miami o Nueva York, parentela que sin cesar les enviaba paquetes con zapatos, ropa, medicinas o comida, según lo permitido en cada veleidosa época, para consolar un ápice sus estrecheces.
Hermanados estaban en la inquisidora fila hombres que se habían jugado o creído jugar más de una vez la vida en defensa del orden vigente, escupiendo al unísono con aquéllos a quienes ese mismo sistema había fusilado o encarcelado por décadas a parientes próximos o lejanos, gente querida. Escupían fraternales expresidiarios comunes o políticos, empleados como barrenderos en la fábrica a raíz de un pasado considerado infame, junto a asiduos y estrictos participantes en cuanto comité de trabajo o vigilancia pudiera concebirse.
Indistintos lanzaban sus espumarajos aquellos cuya actitud de incondicionales había hecho acreedores a limitados pero exclusivos privilegios y algunos que, aunque todavía se ignoraba, habían pedido también a ultramarinos familiares que acudiesen en su rescate y los sacasen de la isla cuanto antes, pero desconocían aún la respuesta a su pedido y, guardando silencio hasta el último instante, tuvieron la fortuna de partir cuando los golpes habían cesado y estos entusiasmos habían sido encauzados hacia multitudinarias manifestaciones por un gobierno que comenzaba a preocuparse con tanta euforia sin riendas y temía que las descontroladas expresiones de la picota popular pudiesen degenerar en desenfreno anárquico o fuesen aprovechadas para agazapadas expresiones de protesta.
Entre todos lo empaparon y llegaron a exaltarse de tal manera cuando vieron próximo el final de la bautismal travesía, tan furiosos fueron los impactos de saliva que sintió caer en ese último tramo sobre su cuerpo, mojado de pies a cabeza y envuelto por una capa de baba tan gelatinosa y vibrante que parecía haberse bañado en clara de huevo, que de haber tenido el salón unos metros más y de no haber dejado escapar sus enardecidos compañeros parte de su desorbitada furia en inocuos coros insultantes o feroces gritos esporádicos, lo habrían atacado y hasta linchado en el piso de la fábrica, sin que los mismos jefes, de haberlo querido, hubiesen podido hacer algo por impedirlo.
Puede que los indignara la manera en que, combinando mesura, orgullo y miedo, jamás varió el penado el ritmo de su andar, por asqueantes y numerosos que fueran los gargajos. Puede que enfureciera a algunos de envidia y rencor la perspectiva de que su víctima dejase pronto atrás este insólito universo en el que ellos quedarían. Al fin salió por la destinada puerta, comprobándose como si hiciera falta la detallada planificación de los acontecimientos, al toparse allí con una detenida camioneta cargada de soldados y muchos futuros emigrantes como él, quienes al verlo salir duchado en pegajosa y burbujeante saliva quedaron incrédulos, pasmados de espanto.
Naturalmente que no pudo, no se le permitió lavarse, pues una humillación que había costado el tiempo de trabajo de tantos empleados debía ser aprovechada, justificada al máximo. De manera que una vez depositado junto con los demás viajeros en el patio interior de una escuela, donde esperó junto a una heterogénea multitud que resultaba una muestra cabal de lo cubano, pensaba él con su altiva costumbre, de lo que quedaba de una Cuba en regresiva mutación, tuvo tiempo el sol de secarle sobre la piel y la ropa la viscosa capa de saliva, transformada en un segundo pellejo, en una adherida lámina que, al moverse, le provocaba leves pinchazos por todas partes al dar tirones a los pelos en que se había pegado. Reunidos al fin en grupos de casi un centenar cada uno, subieron a los autobuses que esperaban y fueron a parar al Mosquito, esa playa de la bahía del Mariel donde tuvo que esperar más de un día, mientras su impregnada piel ardía cada vez más por el escozor de la arena que se le iba incrustando, hasta subir a la embarcación que fue a recogerlo, cubierto todavía por la resbalosa costra con que lo habían rociado, empastada ahora de arena y mugre sobre sus poros y sus pelos, transformada en una especie de envoltura resinosa.
Una vez suelto en el encierro del Mosquito pudiera haberse lavado, y así se lo dijo más de uno que lo observó con extrañeza y asco. Pero estaba claro que había decidido no hacerlo y hasta durmió esa última noche unas horas refocilado en la baba seca que lo cubría como una crisálida.
Pocos pudieron comprender por qué actuó al final como lo hizo; si sus motivos fueron conscientes, premeditados, o consecuencia del aturdimiento posterior al inaudito castigo, una especie de locura transitoria o una sucesión de gestos instintivos. Tendrían además, para comprenderlo, que haberlo visto primero en tierra y luego en la embarcación, lo que sucedió a pocos, y haber seguido con atención sus actos, tarea a la que nadie se inclinó en esos alucinados instantes. Lo cierto es que, en el preciso momento en que la costa del Mariel quedó atrás, invisible, y su barco, atestado como todos, se adentró en las olas del estrecho, avanzó él como un iluminado hasta el lugar más prominente de la proa, hasta el peligroso sitio donde el oleaje, al caer en bandazos sobre la embarcación, le entraba a esta en marejadas amenazando con hundirla. Pero en vez de huirle el cuerpo al agua, se lo ofreció a las olas, inclinándose tanto sobre la borda que causó alarma, pensando algunos que iba a tirarse y otros que les había tocado un orate decidido a hacer zozobrar su yatecito. Se tranquilizaron al verlo quedar inmóvil de pie, dejando sencillamente que lo empapara de pies a cabeza el diluvio de espuma de las aguas del mar abierto, que el oleaje le enjuagara el pegajoso rostro y las encostradas manos, que los chorros de mar salada le cayeran sobre el cuello y la ropa, como si se la lavara puesta, y que el agua le limpiara impecablemente la viscosa capa de churre en que se había convertido la saliva sobre su cuerpo.Su conducta posterior fue igualmente peculiar, no se sabe si premeditada desde sufrir su húmedo suplicio o decidida en ese preciso instante en que dejó de ver tierra cubana; imposible decir si lo transfiguró el baño de mar y provocó, o rompió, una hipnosis, un encanto. Pero jamás volvió a preocuparse por la suerte de la isla en que había nacido y que había dejado, ni a interesarse por su gente, jamás quiso volver al tema ni mostró interés en él, jamás trató de informarse, de saber, de comunicarse con alguien dejado allá, por amigo de toda la vida que hubiese sido. Hasta que dejó totalmente de pensar en Cuba y se desvanecieron de su mente incluso las huellas de esos años, como si hubiese nacido aquel día al lavarse en las aguas de la corriente del Golfo.
Offside
La locura de Boris Santiesteban es el principio de locura, activo, persistente. Sucesos que rondan la cabeza como espías rabiosos: la soledad en el mar, la noche oscura, el oleaje furioso, las aciagas aletas de los tiburones a menos de cinco metros, el hambre, la sed, el orine bajando por la garganta.