El tatuador

Todo estaría bien si me encontrara en plena guerra, si las bombas cayeran a mi lado. Si fuera una de las vidas que perecen en el campo de batalla. Me canso, no puedo empezar, me detengo frente al infranqueable paso de la vida. Van a ser las siete de la noche, ningún ruido se escucha. Lo único que siento es un cansancio insoportable. A veces pienso que estoy enfermo, pero sé que no es así. Lo único que busco es una justificación para mi desprecio. Esta ciudad me aniquila, siempre fue más soportable el calor que la lluvia, la altura o los rostros inexpresivos. Digo que no, pero sí, necesito una compañía, siempre la he deseado, no he dejado de escribir sobre eso…, quién podría hacerme compañía. Lo busco en los perfiles, en los rostros de los hombres que están en las aplicaciones para buscar parejas, busco en ellos, como si pudiera encontrar en sus caras la ciudad deseada, el país. No he cambiado, ese ha sido el ritmo de mis días, sigo buscándolo. 

Dos adolescentes se besan en la pantalla de mi teléfono. 

Lo último que oí de ti fue: “No me convence la película”. Esa expresión se me ha quedado, tú siempre exigiendo, pidiendo más de lo que has podido dar. “¿Qué debe suceder en la peli para que te convenza?, ¿por dónde debe ir la historia?”, le pregunté. Yo tampoco convenzo. En el fondo soy un optimista sin razones. 

Vuelvo a escribir de ti, después de 10 años, cuando publiqué aquel poema donde cuento cómo te conocí. Traías un pantalón de cuero (sintético), algo pasado de moda, te quedaba bien sobre todo en la zona de los entre muslos, te veías ridículo; el clima no te acompañaba, pero eso no importaba. ¡El calor que tuviste que soportar debajo de esa vestimenta! Te sudaban los testículos, como cuando caminas desnudo. Me gustaba cuando te sentabas arriba de mi cara y ponías la abertura justo en mi boca; aún tengo todo el olor de tus partes íntimas en mi rostro, me asfixia esa humanidad, esa animalidad. Creo que al hacer eso conozco más de ti, conozco más a las personas que he llegado a meterle la lengua por el culo.

De lejos parecías un loco, un actor que se había escapado del camerino. En vez de ir al escenario te fuiste a las calles. Tú y yo sabemos que no existe mejor bar que la calle. 

Vuelvo a escribir de ti, sin que estés presente. Sin haberte visto de nuevo. 

En el taller de tatuajes, el que queda al fondo de la calle estrecha, adoquinada, la que tiene cipreses a ambos lados, allí trabaja Orlando, un artista de la plástica devenido tatuador. Un hombre de unos 48 años, flaco, con arrugas, su barba descuidada, canosa. De solo ver la barba, ya pincha, lastima. Siempre lleva una camisa de lana a cuadros, tiene los dientes gastados y amarillos. El andar de ese hombre me recuerda el tiempo en que vivimos juntos. 

Su rostro parece estar iluminado, por eso la similitud contigo, con el teatro, con la falsedad que tanto enamora. Los focos en los camerinos están alrededor del espejo, la luz que emiten es amarilla. Vi esa luz, una vez, por casualidad, caminé por los pasillos oscuros de un teatro, fue ahí cuando vi las cantantes travestis maquillarse frente a esos espejos iluminados, tenías tanta pintura, tantos accesorios.

Vuelvo a escribir de ti, en realidad es porque conocí a ese tatuador. Tuvo que existir un motivo para que me acordara de nuestros momentos. El motivo externo es decisivo. Nunca antes he disfrutado tanto unos besos con sabor a cigarros. Escribo de ti porque a nadie más le he probado el sudor, las lágrimas. Llorar para ti era fácil, por eso te era cercano el teatro, sin embargo, parecías tan fuerte. Tenías tantas historias, tus manos hieren; todos los días, te levantas a inocular tinta debajo del pellejo de la gente. La mano no te tiembla al hacer este trabajo. Cada día te esperan pieles jóvenes, viejas, grasientas. Mientras tú tatuabas, las personas se iban marcando, y yo escribía: marcaba en las hojas con mi caligrafía torpe, de letras grandes. La diferencia es que tus palabras estaban escritas con sangre, el sonido del motor de la máquina para hacer tatuajes es constante e insensible. Se comporta igual que las máquinas de escribir, que los ordenadores, a ellas nos les preocupan qué es lo que dicen las palabras, su oficio es dejar marcadas las letras. 

Con el tiempo te has convertido en eso, en una máquina. Líneas, áreas rellenadas con mucha tinta para tapar una herida, un accidente, el navajazo que le hizo el novio de la muchacha morena de largas piernas. Tatuajes insignificantes a primera vista, un lunar, la corrección de las cejas, un insecto caminando por el abdomen. Esa foto merecería estar en la portada de una revista de moda, en la que aparecen cuerpos en trajes de baño, en la que no se sabe a ciencia cierta qué cosa es lo que se promociona, si son las tangas, o los bellos músculos torneados. 

Te escribo porque siempre quise escribir de tu oficio. Cuántas mujeres han salido de tu taller felices, después de que le hayas hecho unas cejas perfectas, tupidas, delineadas. Un simple trazo da tanta felicidad a la vida de una persona. Cuántos jóvenes fueron regañados, golpeados por sus padres, al llegar a casa, porque en su cuerpo ya habitaba un tatuaje. 

Nunca tuvimos un buen sexo. Contigo viví el desprecio de lo que se ama. Estaba convencido que en algún momento terminarías diciéndome: “No vengas más”. Cuántas mujeres se han desnudado delante de ti, para enseñarte la herida, la quemadura, la marca que alberga su cuerpo. Ellas te pedían desesperadamente que escondas esa huella, ese rastro, ese recuerdo. Los diseños coloridos tapaban el sufrimiento, lo ocurrido.

Ellas no solo desnudaban su cuerpo para enseñarte la zona en donde se debería intervenir, tatuar, esconder. Ellas te cuentan detalles de lo sucedido; la sesión de tatuaje se convertía en terapia: ellas hablan, mientras tú cubres con tinta la cicatriz, el golpe, el accidente que ya muy pronto quedará debajo de una hermosa mariposa, o una flor…

La estética lo va camuflando todo, saber que en ese justo lugar, debajo subyace la agresión, el dolor, la humillación. Hace que el tatuaje no sea solo un mero adorno.    


* Este texto pertenece al libro Basura biológica.




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