“Vientre milagroso”, así lo nombró. Escribió algunos versos maltrechos.
Dentro del vientre, la luz descubre mi “feto futurista”, agregó un emoticón con una sonrisa. No quería sonar demasiado grave. Qué extraño es ver la vida al revés.
Desnuda.
¿En qué lugar estaba que no me acuerdo de mí misma?
Era un lugar oscuro. Yo nadaba en un líquido viscoso. Nadé por meses hasta que recordé por qué Pinocho y Cristo sí son hermanos. No es solo porque querían ser humanos, sino porque sus nacimientos no fueron naturales. Al menos, lo que aún se entiende por “naturaleza humana”.
La primera imagen que tengo de mí misma es esa, nadando en medio de una tormenta. Detrás de mí, olas gigantescas, y la vista nublada por el líquido amniótico. De no ser porque mi nombre venía tatuado en la nuca, mi madre me habría nombrado Milagros.
Erika de los milagros, me decían en la escuela. Esa frase, de niña me parecía una broma. Una manera de señalar que yo era distinta. Y es que en verdad lo era.
El amor para mí era un sabor, un sabor que podría conservar hasta la muerte. Un sabor salado y a herrumbre. Como la sangre y el mar. Erika había mordido los labios de su hermano gemelo.
Mi hermano Erik llegó después de mí. Apareció desnudo en la arena. Tenía la piel bronceada y el cabello oscuro, con vetas rubias que iluminaban su rostro ovalado.
Mi mordida lo despertó y se quedó un rato largo sangrando y mirándome, como quien mira tranquilo al lente de una cámara. Como si estuviera preparado para brindarme su rostro, el mismo rostro por toda la eternidad.
Yo comencé a lamer toda la sangre de su cuerpo. Jamás he podido olvidar aquella escena en que tragué agua de mar, arena y sangre.
Mi hermano ya era adulto cuando lo conocí. Para relacionarnos decidimos hacer una película juntos. Sería la película de nuestros sueños. Sin importar las consecuencias.
Erik quería llevar todo al límite El sexo, el amor, el odio, la repulsión, el instinto, la crudeza, su desprecio hacia la política. Quería confrontar el lenguaje. Salir de esa cárcel.
Erik era un kamikaze de la sociedad. Reventó hace pocos días. Antes de que me llevaran al hospital. A pesar de que simpatizaba con Abel, no paró hasta acabar con su vida. Mi hermano Erik era un ser de otro mundo. Más extraño que yo. Sus pedazos andan sueltos por ahí. Abel le dedicó poemas.
Erik
El único recuerdo que conservaba de su infancia fue cuando le sacó un cuchillo a uno de sus compañeros de clase. Estaba dispuesto a matarlo. Pero no por una mera venganza. Erik era frío, detestaba los sentimientos primarios.
Decía que, para crear una película, “su película”, debía moldear incluso sus propias emociones. Quería matarlo simplemente porque “no merecía vivir”.
La sociedad para Erik no era más que una elaboración deliberada de máscaras. Su misión: desentrañarlas para poder derribarlas. Y he aquí el principio de la rabia de la que Erik era inmune. Mi hermano es una pista importante para entender el código.
Había ciertos patrones en su comportamiento anómalo. Por algún tiempo vivimos en un edificio de 1915. Nuestros padres aún eran jóvenes. Envejecieron de pronto. Poco tiempo después de que llegara Erik.
―No hay derecho a estar aburrido.
Bajaba los tres pisos con un pico oxidado y pasaba todo el día cavando hasta que encontró arena. Tan pesada como la de Jerusalén. Y entonces cargó el pico como quien carga una cruz.
Recuerdo el día que le filmé una erección. Erik comenzó a masturbarse, pero sin emoción alguna. Miraba a la cámara, tranquilo, mientras pronunciaba un discurso.
―Los dispositivos del poder tienen una relación inmediata y directa con el cuerpo. No puedo soportar la palabra deseo; no puedo evitar pensar que deseo significa algo reprimido. Prefiero llamarle “placer”. El arte sin finalidad crea líneas de fuga. Y esto no significa que sea “revolucionario”, sino más bien que tiene la cualidad de recuperar “territorios perdidos”.
Erik repartía su esperma concentrada al mundo. Negaba la total comprensión de las cosas. Aseguraba “que uno solo era uno mismo en un lugar así: indeterminado”. Y esto solo sucedía si usaba la cámara como un despropósito.
A Erik también le gustaba leer a Deleuze y a Schopenhauer. La filosofía y el arte lo hacían sentir libre. Pero Erik comenzó a padecer una extraña oxidación en su cuerpo. Entonces a nuestros padres viejos les aconsejaron que nos alejáramos del mar.
Su semen olía a azufre. Esta fue la primera enfermedad extraña que experimentamos juntos. Yo no podía quedar embarazada. Ese asunto estuvo descartado de antemano.
Tuvimos sexo una sola vez. Nos dimos cuenta de que uno intentaba dominar al otro. Desde entonces nos masturbamos, hasta que apareció Abel y empezamos a vivir juntos los tres, lejos del mar.
Papá y mamá se quedaron en el edificio. Nuestros abuelos habían muerto, así que nos trasladamos hacia Santiago, un reparto suburbano, al suroeste de la ciudad.
La vida extrañamente apacible de Santiago
A veces Abel despertaba en mi cama. Otras en la cama de Erik. Nos amábamos los tres, pero pocas veces coincidíamos. No podría explicarlo, todo sucedía de manera espontánea. Vivíamos como soñadores torcidos, filmando. Ya no sabíamos distinguir entre nosotros y las imágenes.
Abel era nuestro “juguete favorito”, como la cámara. Teníamos un sexo de animales. Tuve la sensación de que podía tragármelo. Por primera vez sentí un apetito verdaderamente humano.
Abel no temía ser dominado o sodomizado. Solo le interesaba entender nuestras almas, especialmente la de Erik. No puedo asegurarlo, pero había en todo aquello una sordidez sublime.
Vivir una vida autoconsciente entraña riesgo y fascinación. Como un ensayo. Prueba y error, error y prueba. Destruimos varias veces nuestro diseño de convivencia y lo volvíamos a armar.
En ocasiones, yo pasaba más tiempo con Abel. Como una perfecta relación de pareja. Erik se encerraba a leer y a escribir durante meses. Hacía experimentos con nitroglicerina, quería crear su propia bomba. Hasta que de repente salía como una fiera a devorarnos.
De cómo Erik decidió matar a Abel
Abel sentía una culpa a la que denominó: dostoievskiana.
Víctima de una “baja pasión”, internó a su padre en un hogar de ancianos. Al lugar le decían “almacén”. Quedaba en la punta de una loma. Desde ahí se veía el norte de la ciudad y el mar. Era una vista realmente hermosa, pero al mismo tiempo enajenante.
El padre de Abel, considerado un “inadaptado” murió a causa de inanición. Se deprimió. Tal vez porque nunca esperó que su hijo lo abandonara.
Erik le cerró los ojos en el extremo más alejado del patio. Era un día de esos en que la lluvia es fina y sale el sol. Las gotas de agua atravesaron el sol. Fue la última imagen que vio el anciano. Erik las filmó.
Al caer la tarde, Abel se encerraba. Metía su cabeza en la almohada y comenzaba a gritar. Eran gritos salidos de las entrañas. Entonces Erik lo seguía con la cámara y, como si quisiera apoderarse de Abel, absorbía su aliento.
Abel, sin fuerzas, quedaba rendido en el suelo. En la madrugada, se pasaba para la cama.
Se obsesionó con la idea de que “un poeta debía morir joven”. Repetía constantemente que “no quería vivir”. Entonces Erik vio sublimado en Abel su placer más hondo: el sufrimiento humano.
―Por esa razón también eres un poeta, Abel. No he conocido a nadie que lo tenga tan claro como tú. Alargar la vida no nos ha hecho más humanos, sino animales crueles. Tu padre pudo comprender el sentido de la vida al ser excluido de la sociedad. Convertido en perro sarnoso. Allá dentro todo andaba mal. El personal sanitario alienado. Pero por razones opuestas: la lucha miserable por la existencia. Engorda con el hambre de los desahuciados.
―No creas que no me doy cuenta, Erik. Estás destruyendo a Abel. Eres como una carroña que se alimenta de sus deseos.
―Erika, no puedes detener lo inevitable. La suerte para Abel está echada desde el día en que internó a su padre. Su sensibilidad no le permite lidiar con la culpa.
―Por favor, Erik, no sigas grabando.
No sé adónde fue a parar aquel material.
Enterramos a Abel. Lloramos ante su cuerpo putrefacto. Los peritos preguntaban por qué tardamos tanto. ¿Cómo explicar que debíamos guiar el alma de Abel, que nuestros cuerpos se transforman de manera distinta?
Lo peor de nuestra condición es eso, la indiferencia de nuestros cuerpos.
Erik sonrió delante de la cámara: “solo creo en la nitroglicerina”. Fue la única frase que pronunció antes de cambiar de forma.
¿Qué papel pinto yo en todo esto?
¿Por qué, si la naturaleza es diversa, los humanos son tan limitados, por ejemplo, en la política?