“Recuerdo cuando la ruta 1 era de las guaguas Leylands. Verdes, vernáculas. Con una antorcha roja sobre el radiador”.
La ruta 1 era del paradero de Párraga. Iba hasta el Muelle de Luz, creo. Y atravesaba Lawton de una manera muy rara: cerca de la Loma del Burro, bastante lejos de mi casa. Entre colinas y pinos y líneas abandonadas de los tranvías de la época de la tiranía.
Quiero decir, de la época de la otra tiranía, la del general Gerardo Machado. A inicios de los años treinta. Cuando ya La Habana era La Habana.
La puerta de las Américas. La Suiza del Caribe. La perla del Edén.
Yo vivía en un hueco, entre las líneas del tren y el estadio de pelota del Club Ferroviario. Hoy todo en ruinas.
Vivía, no. Vivo todavía en ese hueco, pues allí se conserva mi casita de tablas. Con mi madre de ochenta y tantos perdida en ese páramo.
Recuerdo cuando la ruta 1 era de las guaguas Leylands. Verdes, vernáculas. Con una antorcha roja sobre el radiador. Con alas acaso de águila anglo en sus insignias metálicas. Las ventanas con barrotes traídos desde Inglaterra y, por dentro, todo lo largo del bus, un cordelito para sonar la campana.
Igual que lo tienen aquí, en los Exilios Unidos de América.
Ding dong, ding dong.
Increíble. Las Leylands eran la civilización occidental hecha guagua rodante sobre el asfalto de La Habana.
La ruta 1 en los Estados Unidos, sin embargo, va desde Clayton hasta la estación de Central West End, haciendo un lazo de ahorcado en la Washington University de Saint Louis, que es el cuartel general del socialismo Made in Missouri.
Supongo que una especie de Cuartel Moncada conceptual.
La 1 norteamericana pasa justo por el frente de mi casa de apátrida, en Waterman Boulevard. Años atrás, en Providence, Rhode Island, casualmente también viví un tiempo en otra Waterman Street.
Tal vez no tan casualmente. A falta de mar, Waterman.
A tres quilos el cubo, la tinaja a medio: aguador, santo remedio…
De noche, a la luz del alma, esta ruta 1 es manejada por un blanconazo traslúcido. Un reptil, una especie en extinción salida de otra época.
Un tipo de completo uniforme, con la tela tan azul como las venas que se asoman bajo su piel. Con un reloj analógico de guaguero que le cuelga de su correspondiente cadenita, a la altura de la cintura. Una joya a imitación de la plata: piúteri, le llaman aquí (y a mí siempre me suena a putería).
Las manos de uñas cuidadísimas, extremidades de chofer mujer.
El cuello del uniforme almidonado, acaso por otra mujer.
Y una gorra de reglamento, tan respetable como risible en su rigidez. El tipo parece un soldadito de plomo, un cadete constitucional.
Ignoro su nombre. Pero yo lo llamo, sin nombrarlo en voz alta, Isauro. Como Isauro se llamaba el chofer que vivía en mi cuadra de infancia, en Lawton.
Isauro, el amor de por vida de Tati.
Isauro, el gigante albúmino de la calle Fonts. Un blanco sin cruce de razas, en aquella Cubita remezclada en el chanchullo de un verso de Nicolás Guillén.
He debido venir inverosímilmente hasta el Midwest norteamericano para reencontrarlo. Fantasmas que esperaban por mi fantasma.
Gracias, Isauro, amor de por vida de Tati.
Isauro se murió muy temprano en Cuba, un día de entresemana a las cinco de la tarde. Supongamos que fue un miércoles, como hoy.

“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.
Donald J. Trump, @realDonaldTrump.
La precisión de la hora la recuerdo por Tati, que decía siempre, sin importarle mi presencia de seis o siete años:
—Cada día, a las cinco de la tarde, lo que quiero es que se abra la tierra y me trague.
Pobre Tati, no quería seguir en Cuba sin su Isauro. Le asistía toda la razón del mundo. Uno no debe quedarse en el mundo desvariando por desvariar, sin amor. Como sin amor hemos seguido desvariando por desvariar tú y yo.
Así que un día la tierra cubana por fin la complació. Y otra tarde de tedio La Habana se abrió, y se tragó a Tati junto a su amor de otra época, de otra tiranía. Y con ella también las Leylands que quedaban en la capital cubana.
Tati Gil e Isauro Pérez se habían conocido cuando el machadato. Y se habían enamorado como eran los amores de aquella época ya ida: para siempre jamás.
Amores cubanos mucho más fuertes que la inconsistencia insular de Dios. Por desgracia, amores cubanos que no fueron más fuertes que el desprecio destructivo del Creador, ese Dios hispano que arrasa con los mejores corazones que confiaron toda la vida en Él.
El Isauro de Tati era igual a mi Isauro de Saint Louis. Dos blanconazos traslúcidos. Pieles de otro planeta, así en Lawton como en Central West End.
Dos Isauros de completo uniforme, ambos milimétricamente simétricos en el azul venoso de mi desmemoria.
No dejo de sorprenderme. No me esperaba esto tan tarde ya en mi vida. Pero aquí están los dos, imágenes rutilantes del arquetipo de isauro, al volante de una y otra ruta 1 transhistórica, transnacional, transfantasmagórica.
Me aterran. Pero los amo.
Y amo a sus respectivas Tatis también.
Sus uñas delicadas de hombrote-mujercita al volante. Con ese lenguaje delicioso de los camagüeyanos de pura cepa, de puro tinajón. Más el retintín de sus descomunales relojes de cuerda, pendulando a la cadera como esferas de una cuarta dimensión, según los frenazos y baches de sus simétricas guaguas.
Rutas 1 con rumbo a la reja del cementerio.
Rutas 1 de un olvido horrendo rescate me ha sido encargado exclusivamente a mí.
Gracias a mi estipendio de doctorado en los tiempos de resistencia a Donald Trump, que no mueve un dedo por mí, porque está muy ocupado en su batallita en contra de la izquierdada woke, pero que igual me da ánimos para no dejarme callar por la chusma antifascista de la justicia social.
En efecto, la mera presencia de Trump en los medios masivos de desinformación, me recrea el clima propicio para yo escribir sin culpa en mi estudio, cualesquiera que sean las culpas que yo deba ahora eximir.
Trumps, Tatis, Isauros: a todos puntualmente los amo.
Tremendos tres tristes tigres que me permiten sobrevivir a mis lúgubres noches, lejos de mi entrañablemente insufrible totalitarismo insular.
A veces, cuando la desolación aprieta, pienso que el Isauro Pérez de Tati Gil me ha venido a buscar hasta este barrio de la ciudad segregada de Saint Louis. Y pienso que ha venido a buscarme, por supuesto, para llevarme a la muerte de la mano con él.
Gracias, Isauro Pérez.
Toma mi mano de Orlando Luis Pardo Lazo, perdido entre estos bosques de la barbarie, sin que nada pueda hacerse para ayudarlo.

“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.
Donald J. Trump, @realDonaldTrump.
No me sueltes en medio de este viaje que licúa las vísceras de tanto miedo. Porque aún sigo siendo el niño aquel maravillado de tu orgulloso olor a tabaco y combustible cubano de bus.
Isauro Pérez, llévame contigo a donde tu amada Gil. Ni se te ocurra presentarme por el camino a ningún dios. Solo llévame, por favor, al jardín donde las Tatis de mi infancia, de nuevo y esta vez para siempre, me pasan una mano por la cabeza y dicen:
—Qué grande se ha puesto Pardito…
Ellos nunca tuvieron hijos. Tati e Isauro hacían un chiste sobre esa esterilidad no elegida. Si hubieran tenido un hijo, decían, tendrían que haberle puesto fulanito o menganita Perejil: o sea, Pérez Gil.
De niño, ese elemental juego de palabras me hacía revolcar de la risa. Era un chiste que siempre funcionaba, como si fuera nuevo para mí. Como Cuba lo era también entonces. Como el lenguaje en su momento lo fue. Una novedad.
De adulto, mejor ni les cuento. A fin de cuentas, este libro no es sobre mí, sino sobre el espanto de los cubanos que se refugian en el aura isaúrica de este o cualquier otro Trump.
Muchas noches sueño con él, con ellos: los Isauros isómeros de mi muerte mansamente exiliada. Una muerte ya sin resistencia a morirme. Una muerte exhaustiva, extranjera, después de tantas muertes de mentiritas ayer por la noche o mañana al mediodía.
Al alba, al amortecer.
Aunque parezca imposible, los dos Isauros me han contado historias de conspiraciones y de almas en penas, con cuarenta años de diferencia entre sus relatos.
El primer Isauro me lo cuenta en cubano. En el aire límpido de aquella Cuba recién nacida de los años setenta. A la luz de las escalinatas y ante la pátina tiznada de los televisores en blanco y negro de marca Электрон-216.
El segundo Isauro me lo cuenta ahora en inglés. Citando canales de YouTube y emisoras nocturnas de radio en Saint Louis, a las que él llama puntualmente por teléfono después de la medianoche no tan yanqui como confederada, para persuadir de este o aquel complot a un público mucho más paranoico e insomne que él. Que yo.
He tenido el privilegio que en vida le fuera negado a Tati.
He podido ver otra vez en vida a su Isauro. Porque en el paraíso no se vale. Tal como Tati lo sabe. La vida es ahora y aquí, no eterna ni inmaterial. Sólo lo efímero es mortalmente real.
Perdóname, Tati, por tomar prestado a tu Isauro sobre esta Tierra.
Isauros todavía maniobrando con sus respectivas rutas 1 de caja mecánica. Blanconazos espectaculares, espectrales: una raza soberanamente superior, incluso al compararla consigo misma.
Hombres a todo, humanos a todo. Con una edad mutua que calculo alrededor de los setenta y tantos años. Es decir, un siglo y medio si sumamos a mis dos Isauros, descontando la edad evanescente de Tati.
Choferes pulcros, inteligentes, amorosos con sus mutuas mujeres. Quién sabe si hasta un poco adúlteros, como es debido, pero sin fallar jamás en sus deberes con el hogar.
Isauros muertos, cada uno antes de tiempo, como es debido. Porque la muerte es así, anacrónica. Siempre ventajista, abusiva siempre. Como Dios con quienes más le imploran poner distancia con Dios.
Choferes sabios de la ruta 1, timoneles sin timón de una vida desaparecida. Isauros valientes y bellos ante su condición de cadáveres incorruptibles. Al contrario de mí, que los recuerdo aquí y allá con un pánico desesperante que me pudre el alma a la altura del timo y debajo del esternón.
Mientras más escribo y escribo, como talismán de la eternidad, más me he ido convirtiendo en un exiliado muy feo. Acobardado, acobardante. Asco de mí. Perdí el fuego fatuo con que la dictadura cubana me iluminaba.

“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.
Donald J. Trump, @realDonaldTrump.
Me paraliza un lamento al estilo de Tati. Y cada día, a las cinco de la mañana, lo que quiero es que la tierra se abra y me trague también a mí, con laptop y doctorado y estudio de alquiler. Con Trump y todo.
No amanecer. Ser un exiliado sin Cuba es tener entre pecho y pecho a un Isauro de Tati y a una Tati de Isauro. No habanecer.
Tati, ¡cuánto tiempo! ¿Pensaste que no me volverías a ver?
Qué boba, qué bobería. No es momento para llorar, sino para reírnos de un chiste viejo. Un juego de palabras viejísimo, aquel trabalenguas elemental de Pérez Gil, perejil.
Mientras la memoria nos corre azul por las venas y se hace un cielo tan azul como tu cielo, a la hora sin hora de despertar a lo irreconocible de una realidad sin Lawton ni La Habana.
Tati, no te preocupes. No me preguntes cómo llegué hasta ti.
Fue fácil. Era fácil. Ahora por fin lo sabemos. Isauro, tu amor de toda la vida, me trajo hasta ti.
Ustedes dos siempre siguieron a mi lado. Sin decir nada a lo largo y estrecho de las décadas, sin el menor intento de manifestarse. La muerte no nos separa. Al contrario. Es la garantía de reencontrarse.
Ríe, Isauro, ríe por fin.
Ríe, Tati, por más que todos estén serios al subir y bajar de esta ruta 1 con destino a un cenotafio. El exilio es un camposanto sin cuerpos. Deslocalizado, ilocalizable.
Ya puedes y ya puedo y ya podemos ser felices. Soy yo, amor, estoy narrando y la memoria de nuestros Isauros está íntimamente garantizada.
Estamos juntos, tomados de las manos, en el frescor de los muebles forrados con vinil de tu sala. Y en el azafrán de tu cocina cálida de cacharros. Y en los azulejos rosados del baño donde espero que Isauro y Tati se hayan amado.
Tuvieron infinitamente más de lo que los cubanos del siglo de Trump tendrán.
La cubanía como un estado de tierna Taticidad. La patria como un Isaurosaurio que se resiste a su condición de fósil.
Ya no sé lo que voy diciendo. Es hora de mover la sandalia del cloche al pedal de freno.
Si acaso, anotar una línea más, tan supremacista como el resto de nuestra biografía tardía:
La Revolución Cuba son estos campos de perejil para siempre. Un paradero de rutas 1 urbanas que se quedó sin choferes ni despachador de turno.

“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.
Donald J. Trump, @realDonaldTrump.

Señor Presidente: Putin es EL dictador
Por Douglas Murray
10 verdades sobre la guerra entre Ucrania y Rusia que ignoramos a nuestro propio riesgo.