La loca más esbelta del mundo

¡Ah, la Goyesca!, gaya, enjoyada, soltando yesca, sueña que engulle el yunque de Yeyo, le llora a Yiya para que le lleve su llave a Yayo, llama a Lastayo para que le talle el tallo de Téllez y llena de llamas bajo su sayo llega a las playas haciendo un guiño, clamando rallos gallardor gallos, dos mil caballos y un yeyé yoga; y, finalmente, descoyuntada sin ayuntarse, se autodegüella sobre un escollo, soltando rayos, llamando a Goya y bailando el yoyo.
Ga, gue, gui, go, gu…
(Para Tomasito la Goyesca).
Reinaldo Arenas


Qué feliz iba Tomasito la Goyesca con sus plataformas rosadas. Eran unos ejemplares únicos hechos con auténtica piel de cocodrilo rojo. Sí, rojo, porque todos los cocodrilos, luego de haber sido trasladados por orden de Fifo a la bahía de Matanzas, se pusieron rojos de furia y así se quedaron…

Oh, pero qué feliz iba la loca con las plataformas punzó. Pensar que se había pasado más de diez años escribiéndole a una tía política que tenía en Miami, rogándole sin éxito que le enviara unas plataformas como aquellas, cuya imagen guardaba con devoción en una revista extranjera que compró en bolsa negra. 

Y de pronto, en una de las tertulias de Virgilio, conoce a Mahoma. Allí estaba la loca descomunal con unas plataformas igualitas a las que ella contemplaba arrobada día y noche en la revista. Y al preguntarle a Mahoma cómo había recibido aquel tesoro, la inmensa loca le dice que ella misma las fabricaba y que las vendía por trescientos pesos. 

Tomasito la Goyesca quedó privado: trescientos pesos era su sueldo de tres meses de trabajo. La Goyesca le pidió a Mahoma una rebaja, pero la implacable loca le dijo que ni hablar, que tenía una lista infinita de clientes esperando por sus plataformas, que se pusiera al final de la lista y mientras tanto fuera reuniendo los trescientos pesos. Y apúrate, querida, porque en cuanto Fifo se entere de mi negocio me lo quita y a lo mejor hasta me manda matar a plataformazos. 

Y la pobre loca, siguiendo los consejos de Mahoma la astuta (además de su horario en el Consolidado de la Goma), trabajó diez horas extra todos los días durante tres meses junto con Olga Andreu, recogiendo colillas de cigarro en las paradas de las guaguas y vendiéndolas luego al por mayor en la Plaza de la Catedral. 

Finalmente, con los trescientos pesos, subió a la barbacoa donde vivía Mahoma. Allí estaba la loca rodeada de gigantescos zuecos a medio terminar. Jesús, qué primores. Algunas de aquellas plataformas medían casi medio metro de alto. Con unas plataformas así, se dijo Tomasito la Goyesca, seré la loca más esbelta del mundo.

Estos zapatos son simples muestras para los bugarrones ladrones, como son todos, le confesó Mahoma, la verdadera mercancía la tengo escondida. Y sin más, la loca abrió un gigantesco closet que nadie pudiera imaginar que existiera, pues estaba empotrado en la pared y cubierto con un inmenso retrato al óleo del mismo Mahoma, firmado por Clara Mortera. 

Y, en efecto, ante la vista de Tomasito la Goyesca aparecieron las plataformas más deslumbrantes del mundo, hechas con maderas preciosas que había extraído del hueco de Clara y cubiertas con una lona, que Mahoma pintaba con tal esmero que nadie podía pensar que no era auténtica piel de cocodrilo. 

Aunque para casos especiales, como era el presente, la loca tenía auténtica piel de cocodrilo, pues estos animales los cazaba la Vieja Duquesa de Valero y el marido de Karilda Olivar Lúbrico, haciendo uso de su sable bien afilado. 

La loca, dentro de la autenticidad, eligió las plataformas más llamativas, las más rojas. Esas son las que te convienen, le dijo Mahoma, el problema es llamar la atención, y además están hechas con cocodrilo de verdad.

Tomasito la Goyesca pagó los trescientos pesos y bajó tan precipitadamente de la barbacoa que se fue de cabeza por las escaleras. Niña, le gritó Mahoma, tienes que aprender a andar con esas plataformas. Si no, los golpes te enseñarán. 

Pero la loca, incorporándose, salió disparada a la calle, emitiendo un taconeo tan sonoro que asustó hasta a las Tres Parcas, quienes iban raudas para su consulta especial con Lagunas, la Pitonisa Clandestina. 

Aunque hacía tres meses que no comía, aquellas plataformas rojizas invistieron a Tomasito la Goyesca de una energía incontrolable. Ahora no seré más Tomasito la Goyesca, se dijo, sino una reina; con esta estatura el malvado apodo que me puso la Tétrica Mofeta ya no tiene sentido. 

Pero sí, seguía teniéndolo; ahora Tomasito la Goyesca, en lugar de ser uno de los monstruos enanos de Goya, era una de las figuras en zancos del gran pintor. Pero, ajena a esta fatalidad, la loca taconeaba toda La Habana. 

Cuando ya, como Héctor en la litada, le había dado tres vueltas a la ciudad, en unos de los recodos del Malecón escuchó un silbido. Ay, un piropo para ella, la ex goyesca, había sido lanzado por un negro tan descomunal y bien provisto que evidentemente tenía que ser uno de los integrantes del equipo nacional del salto con garrocha, equipo que el mismo Fifo seleccionaba y tenía bajo su cuidado personal. 

La loca detuvo en seco su taconeo; el silbido volvió a repetirse. Esta vez el negro gigantesco le hizo señas para que se acercara. Se entabló un diálogo que se hacía cada vez más íntimo. 

Mientras hablaba, el dios de ébano, como quien no quiere la cosa, como con fingido disimulo, se rascaba rápidamente los testículos. La loca emitía un corto taconeo, reculaba y volvía a detenerse cada vez más cerca del dulce etíope. 

¿Por qué no damos una vuelta por el Malecón?, le dijo este envolviéndola en una mirada tan lujuriosa que la Goyesca creyó allí mismo desmayarse.

Así llegaron al castillo de La Chorrera[1], una fortaleza colonial convertida por orden de Fifo en cagadero público. La loca miró al negro imponente, que ya se perdía dentro de la negrura del edificio, y emitió unos cortos y nerviosos taconeos dubitativos. 

Pero el gigantesco macharrán, desde lo oscuro, la llamó con estas aladas palabras: “Entra que te voy a dar pinga hasta que te salga por la boca”. 

Dios mío, quién podía resistirse ante tan exquisita invitación. 

Como un bólido, la loca se precipitó en la negrura del castillo de La Fuerza. Sintió que la tomaban por la cintura inexistente, que el amante gigantesco la transportaba por los aires; sintió la respiración abrasante de aquel cuerpo que ahora la iba a ensartar. 

El negro la elevó aún más, la lanzó al aire y en pleno aire se apoderó de las plataformas de la loca, que casi levitaba. Cuando cayó al suelo, vio a un negro gigantesco frente a ella con las regias plataformas en sus manos que le dijo estas aladas palabras: “Maricón, piérdete de aquí ahora mismo, si no quieres que te reviente esa cabeza deforme con estas plataformas”.

Y, como la loca hiciera un gesto de protesta, el negro le propinó tal plataformazo en la cabeza, que la Goyesca comprendió al fin que estaba a punto de perder la vida a manos de un asesino profesional. 

El pájaro salió por fuerza, tembloroso y descalzo, del castillo de La Fuerza[2], y descalzo siguió corriendo por toda la ciudad, hasta llegar a su cuchitril, otra barbacoa hecha por la Tétrica Mofeta con las maderas del hueco de Clara.

De bruces sobre el puente de madera de la playa Patricio Lumumba, la Tétrica Mofeta terminó de escribir esta aventura o desventura de Tomasito la Goyesca y sonrió complacida, no sólo porque estaba satisfecha con la historia que acababa de escribir, sino porque estaba segura de que esa trágica historia, absolutamente verídica, jamás le ocurriría a ella. 

Allá las locas incautas que iban para la oscuridad con cualquier delincuente sin verle la pinta, a ella no le habían llevado ni un alfiler, por algo era amiga de Mahoma la astuta, y desconfiaba de todo el mundo, sobre todo de los hombres. 

Ahí estaba ella, la Tétrica, junto al mar, con sus relucientes patas de rana bajo el manuscrito de su novela. Cuántos negros principescos, cuántos adolescentes regios, cuántos hombres rotundos no se le habían acercado para pedirle prestadas las patas de rana. 

Ah, pero la loca sabia siempre se negaba a prestárselas. Si vienen, que sea por mi belleza, jamás por mis patas de rana, se decía. 

Por lo demás, aquellas flamantes patas de rana de factura francesa era el único tesoro material que poseía la Tétrica. Más de diez años se pasó soñando con aquellas patas de rana. 

Finalmente, una profesora francesa (invitada por Fifo a la Universidad de La Habana), quien sólo sentía un verdadero orgasmo cuando hacía el amor con una loca, se prendó de la Tétrica y en uno de sus viajes a París le trajo el tesoro. 

Cierto que la Tétrica tuvo que hacer de tripas corazón y hacer el amor con la profesora, incluso la preñó, verdad que gracias al fenómeno del superensartaje (que consiste en templarse a alguien mientras uno es templado). A los nueve meses, la francesa parió un niño completamente blanco por un lado y por el otro negro.

Aterrorizada, abandonó a su hijo y a su esposo, el capitán Miguel Figueroa, que se la templaba también gracias al fenómeno del superensartaje, y se refugió por el resto de sus días en una cueva de los Pirineos…

Sí, todo eso era cierto, pero la Tétrica Mofeta tenía ahora dos patas de rana con las cuales se resarcía de la traición cometida a su sexo al templarse, una vez más (o una vez menos), a una mujer. 

Calzando aquellas flamantes patas negras, la loca se sumergía en las aguas del Patricio Lumumba, de La Concha, del Cubanaleco o de todo Guanabo y, más hábil que un pez, maniobraba en el fondo marino. 

Así se deslizaba por entre las piernas de los hombres, quienes sumergidos hasta los hombros o hasta el cuello, conversaban con sus esposas e hijos en el mar. Mientras aquella conversación convencional (la viruela roja, la viruela verde, la viruela negra), el divino macharrán, gracias a los hábiles toqueteos submarinos de la Tétrica Mofeta, comenzaba a erotizarse.

Entonces la loca sólo tenía que bajarle la trusa y mamar mientras allá arriba proseguía la noble conversación doméstica (la bomba atómica, la bomba H, la bomba de neutrones). 

El bañista eyaculaba emitiendo un suspiro y a veces hasta un ay rotundo de supremo goce que sorprendía a sus interlocutores, mientras la loca, siempre por debajo del agua, se dirigía hacia otra presa apetecible…

¿Qué te ha pasado?, preguntaba la novia o la esposa cuando uno de aquellos hombres regios dejaba escapar su ay de gozo. Nada, respondía el divino recién mamado, creí que había pisado un erizo o un aguamala. 

Y la divina loca, con sus flamantes patas, continuaba causando estragos familiares y acuáticos. 

Ya una bandada de peces de colores a quienes les gustaba el sabor del semen (seguro que eran pargos exóticos) la seguía de cerca, sabiendo que, junto a las entrepiernas que se detuviese aquella loca, brotaría el licor celestial. 

Pero hay que decir, en honor a la verdad, que, a veces, la Tétrica Mofeta dejaba la mamalancia, se zambullía recto cerca de la costa y roía furiosamente la plataforma insular. 

Lo cierto es que a pesar de aquel mar único que le deparaba hombres estupendos, la Tétrica Mofeta también quería abandonar el país. Por eso roía la plataforma insular, aunque ella también soñaba y hasta planificaba hacer uso de sus patas de rana para remontarse por lo menos hasta Cayo Hueso.

Sí, abandonaría la isla, pero con sus queridas patas de rana y con su novela El color del verano ya terminada. Precisamente, pensando en la novela tomó otra vez la pluma que le había sustraído en una recepción a Carlitos Olivares, la loca más fuerte de Cuba, y siguió escribiendo.



* Fragmento de la novela ‘El color del verano o Nuevo Jardín de las Delicias’ del escritor cubano exiliado Reinaldo Arenas (1943-1990).





Notas:
[1] Reinaldo Arenas escribe que esta escena ocurrió en el “castillo de La Chorrera”. Unas líneas después, dice que fue en el “castillo de La Fuerza”.
[2] Reinaldo Arenas escribe que esta escena ocurrió en el “castillo de La Fuerza”. Unas líneas antes, dice que fue en el “castillo de La Chorrera”.





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