Cerca de una hora antes de mi partida programada hacia la Estación apareció en mi cubículo un capitán con uniforme de campaña de las FAR. Había visto su rostro cuando me ofrecieron el trabajo en la universidad. Llegó y se sentó sin siquiera esperar a que lo invitara a pasar. Naturalmente no dio ni los buenos días.
—Mi nombre es Gabriel Fonseca, pero deberá llamarme capitán Fonseca. Pertenezco a la Contrainteligencia Militar y atiendo esta unidad.
—Buenos días. Desconozco por qué ha venido hasta aquí para presentarse si yo no soy militar.
—Este enclave tiene jurisdicción compartida entre el Ejército y el Ministerio del Interior. Aquí podrá ver que la Seguridad lo mismo está a cargo de las Avispas Negras de las FAR, de la Brigada Especial de la Policía Nacional Revolucionaria que de los Hombres Ranas de la Marina de Guerra. Por lo tanto la contrainteligencia es también compartida entre nosotros y el departamento de Seguridad del Estado. Como soy el que está al mando tengo jurisdicción sobre todos por igual, ya sean civiles o militares. Aunque técnicamente a usted debería atenderla un compañero de la Seguridad del Estado. Cosa que no le recomiendo.
Me senté. Esto había que procesarlo despacio. Una cosa era trabajar para el Ejército y otra bien distinta era que la Seguridad del Estado se metiera en tu vida.
—Usted dirá entonces la razón de su visita.
—Según su carné de identidad usted lleva los dos apellidos de su madre, ¿cierto?
—Mi padre no me reconoció cuando nací. Él abandonó a mi madre estando embarazada y al nacer yo ella lo mandó para casa del carajo. Es por eso que tengo los dos apellidos de mi mamá.
—Pero usted conoció a su padre y tuvo una buena relación con él.
—Sí. Después las cosas se calmaron e iba a verme de niña. Nunca me dio los apellidos y nos veíamos poco. Creo que él trabajaba mucho.
—¿Qué sabe sobre el trabajo de su padre?
—Nada. Solo que era ingeniero, se graduó en Moscú y trabajaba fuera de La Habana. Por lo que se pasaba semanas sin venir a verme. Mi madre decía que todo era mentira. Desde el año pasado no sé de él, ya que pregunta.
—Debo informarle que su padre trabajaba con nosotros. Inicialmente fue de los pocos cubanos que trabajaron con el personal soviético que halló la Cavidad. Después de 1992, cuando el mando pasó del Ejército Rojo a las FAR, estuvo con nosotros ayudándonos a entender este lugar. Era una persona muy valiosa y su tiempo con los rusos le ayudó a asimilar las peculiaridades de la tecnología alienígena. Fue por ello que formó parte de la octava expedición. La última que se envió a la Estación. De hecho fue el único que técnicamente no desertó y envió datos de vuelta. Gracias a él el proyecto no fue cancelado y actualmente podemos usar la Estación.
—O sea que no desertó. Pero no lo vi aquí.
—Desapareció como todos los miembros de su expedición y las anteriores, pero no tenemos interés en buscarle. Fue dado como desaparecido en misión y no como desertor. Pensé que debería saberlo. Más ahora que trabajará con el doctor Hoffman. Nuestro jefe científico tiene una agenda muy libre, a lo mejor se lo encuentra.
—¿Trabajaré directamente con el doctor Hoffman?
—Sí, en cuyo caso supongo que no le tengo que entregar el plan de misiones.
.
El viaje a través del puente Einstein-Rosem casi no se siente. Apenas pestañeas y ya no estás en Punto Cuarenta sino en la Estación. Allí todo el mundo tiene puestos los cascos de no-pensar que lucen como cascos de motocicleta sin el cristal delantero.
Contrario a lo que pensaba, no era ni pesado ni incómodo. Manuel me dijo antes de partir que intentaron hacer un diseño menos ruso. A lo que yo respondí que parece que las FAR se están modernizando. La respuesta de Manuel fue nuevamente desconcertante.
—Para eso tienen que cambiarse el cerebro todos los generales.
Era asombroso como Manuel hablaba sin temores acerca de los militares. No parecía temer a ninguna represalia. O bien las cosas habían cambiado mucho y yo aún no me daba cuenta. O simplemente Manuel era tan imprescindible para el funcionamiento de la Estación que eran condescendientes con sus opiniones políticas.
Ya en la Estación me pareció estar metida dentro de un hormiguero. Era un lugar pequeño para la cantidad de gente que trabajaba allá arriba. Todos llevaban cascos de no-pensar y corrían de un lado para otro. Había operadores, técnicos, soldados con fusiles al hombro, médicos. Era una rara mezcla de unidad militar, hospital y centro de investigación científica.
Manuel me llevó escaleras arriba. En una pequeña habitación prácticamente a oscuras había unos cinco asientos alrededor de un pedestal. Sobre este orbitaba un dodecaedro hecho de algún metal plateado.
El objeto levitaba como si estuviera viendo algún tipo de efecto especial hollywoodense. Una luz amarilla caía desde el centro de la habitación sobre la esfera. Las cinco sillas tenían unas mesitas delante sobre las cuales había una computadora para cada silla.
No había cables por el suelo por lo que imaginé que habría activa alguna wifi. Había otros monitores que mostraban gráficos y listas de números. Nada estaba conectado al pedestal. Ninguno de los hombres sentados a su alrededor llevaba cascos de no-pensar.
—Este es el motor cuántico —dijo Manuel—. El plato fuerte de la Estación. Lo mencionan en todos los reportes pero pocos tienen acceso directo a él.
—¿Y por qué ellos no llevan cascos?
—Porque son los operadores del motor. Como el motor se sintoniza directamente con las ondas cerebrales, los operadores son los únicos que están autorizados a pensar. Siempre que piensen lo que queremos.
—¿Y cómo consigues eso?
—¿Qué piensen lo que queremos? Bueno, en realidad buscamos que piensen como queremos, para que ciertos pensamientos no ocupen sus mentes y haya resultados no deseables. Como ocurrió con el personal de las primeras siete expediciones. En realidad la respuesta a tu pregunta es escogiéndolos muy bien y muy jóvenes. La mayoría de ellos son graduados de escuelas de artes, estudiantes de ciencias, hay algunos que estudiaban informática y sus conocimientos han sido muy útiles para configurar una interfaz segura para los viajeros. Partimos del hecho de que todos los buenos estudiantes, afiliados políticamente y con buenas recomendaciones terminan quedándose en una realidad alternativa. Así que decidimos buscar lo contrario. Los malos estudiantes generalmente son personas creativas, los que nunca han militado en ningún partido suelen vivir al margen de la política por lo que no sueñan con utopías, ni a favor ni en contra de la Revolución. Buscamos muchachos que tuvieran problemas con la autoridad, actas levantadas por problemas de disciplina, consejos de dirección en las escuelas y medidas disciplinarias durante su servicio militar. Personas que sin ser delincuentes o antisociales se resistieran al condicionamiento que se les da a los jóvenes. Y aquí los tenemos. La mayoría no sueña con un mundo mejor o añora ciertas etapas del pasado. Son todos apolíticos y con ideas abstractas en la cabeza.
—No necesitan cascos de no-pensar porque piensan lo que ustedes quieren.
—Piensan como quieren. Digamos que nosotros también queremos que ellos piensen así. Aquí les permitimos crear universos completos. Generalmente ninguno de ellos quiere nada fuera de su propia realidad.
—Según leí, ellos hacen que colapse la función de onda.
—Algo así, es más complejo.
En realidad Manuel y yo nos habíamos visto después de la secundaria. Fue en una fiesta en tiempos del preuniversitario. Por entonces la vida social me había desilusionado lo suficiente como para esforzarme en los estudios y tener una carrera universitaria.
En mí época una carrera universitaria era lo máximo a que aspiraba un joven. Con el tiempo las cosas cambiaron y el dinero fue más importante que el título. Pero antes de la caída del muro de Berlín era impensable querer ser otra cosa que no fuera profesional.
El caso es que era una fiesta de gente de la Lenin. El Instituto Preuniversitario de Ciencias Exactas Vladimir Ilich Lenin era la escuela de nivel medio con mayor prestigio en el país. La mayoría de los buenos profesionales eran egresados de allí. Era una escuela del futuro para hombres del mañana.
Años después comprendí que tenía el mismo espíritu de las escuelas privadas en los países capitalistas. Reservadas para una clase social entre media y alta; en otros países el estatus estaba relacionado con el dinero, en el nuestro con la militancia revolucionaria.
Casi todos los estudiantes eran buenos en ciencias exactas y soñaban con ser grandes científicos que cambiarían el mundo. Ese, junto a otros sueños, se disolvió en 1992, pero por entonces aún pensábamos que estudiando las cosas irían mejor.
El caso es que unos simples estudiantes de un pre “en la calle” eran vistos como una visita de facinerosos a una fiesta de la alta sociedad. Así que llegamos en silencio, tratamos de pasar desapercibidos e intentamos mezclarnos.
Pero la Lenin era una escuela en el campo, una beca. Y las becas tienen su propio ecosistema. Su propia manera de hablar, sus propios chistes. Pronto comprendimos que era imposible entender la mayoría de los temas de conversación, reírse de los chistes excesivamente rebuscados y responder a las preguntas de todos acerca de en cuál unidad de la Lenin estábamos.
Ya estaba a punto de irme de la fiesta cuando me topé a Manuel. Seguía flaco pero estaba más alto. Nos saludamos como dos extraños y él me preguntó si me sentía mal. Le respondí que me sentía fuera de lugar. Él me respondió que desde que entró en esa escuela le pasaba lo mismo. Que ni me preocupara. Aún me sentía mal por mi actitud en la secundaria pero él no parecía guardarme rencor.
Pronto todos comenzaron a percatarse de mi presencia pues estaba conversando animadamente con uno que sí sabía en qué unidad estaba.
Conversamos por un rato hasta que aparecieron más en la conversación. Manuel siempre fue algo torpe con las relaciones sociales y poco a poco quedó relegado a un segundo plano.
Aquella noche cogí una borrachera tremenda y me hice novia de uno de la unidad 5 que ya no recuerdo cómo se llamaba. Lo último que recuerdo de Manuel fue verlo solo en la terraza con un vaso de ron en la mano contemplando las estrellas. Al otro día me sentí peor que nunca. Pero ya no lo volví a ver hasta la universidad.
Manuel se acercó a los operadores.
—Hola chicos —dijo—. Ella es Ana María y tiene su primer viaje hoy así que llévenla suave.
—Buenas —dijo uno—. ¿Cuál es su destino?
—Ruinahabana 0034 —Manuel colocó unos papeles frente a uno de los operadores—. Todo está en regla, yo también iré.
—¿Va sin escolta?
—No es necesaria.
—¿Me está usted diciendo que no es necesaria una escolta en cualquiera de los mundos de Ruinahabana?
—Asumo los riesgos.
—Me bastará con que firme esta acta de responsabilidad, Físico. Por mí como si quiere quedarse a vivir en ese mundo de cenizas radiactivas. Lo mío es ponerlo en el universo adecuado. Que tengan buen viaje.
Manuel firmó y en un instante nos desvanecimos de la Estación.
.
© Fragmento del libro El colapso de las Habanas infinitas (Hypermedia, 2018).