Se llamaba Baikal y era un osezno gris de la Siberia soviética. Tenía apenas dos meses. Allí mismo, junto al lago Baikal, cuyos contornos recuerdan la silueta de Cuba, se lo acaban de regalar a Fidel, en la primavera de 1963.
Lo cazó, junto a otros dos oseznos, Guennadi Alexandrov, un estudiante agrario de Irkutsk. Por cierto, nunca se supo si el joven tuvo que matar a la plantígrada madre de los oseznos.
El nombre del cachorro, por supuesto, se lo puso Fidel. Medio en broma, medio en serio. Es sabido que hasta los chistes de Fidel se hacían Historia.
―Bueno, entonces lo amaestraremos ―bromeaba el comandante, sosteniendo a Baikal con una cuerda improvisada―. Le pondremos unas botas de montar. Y que pasee por La Habana.
Y, en efecto, metido en una jaula se lo llevó para La Habana, sin mayores complicaciones veterinarias, donde su destino de oso indocumentado aún sigue siendo un misterio.
Algunos dicen que Baikal se murió muy rápido, de calor o acaso de lejanía. Otros aseguran haberlo visto en una de aquellas casas de seguridad del líder cubano, hasta que años después fue remitido para que se muriera grismente en un zoológico de provincias.
Tal vez exista un monumento a Baikal en Cuba, digamos que en Granma o en Playa Girón. Quizás terminó al cuidado del cosmonauta Arnaldo Tamayo o del erudito Eusebio Leal. Tampoco sería de extrañar que Baikal se hubiera escapado al Escambray. O que hoy se conserve disecado en uno de esos cines antológicos de Pinar del Río.
En la foto, el osezno hace lo que puede para ofrecerle resistencia a Fidel (como si eso fuera posible). Pero, Fidel, en cambio, parece medio apencado de su mascota (como si se tratase de un atentado o de un arma biológica).
No sé por qué pienso en Baikal y, de pronto, la historia de la Revolución Cubana me parece tan incompleta. Haber olvidado a Baikal es habernos olvidados a nosotros mismos. Como el osezno huérfano, tampoco nunca supimos lo que vivimos.