En diciembre de 1971, yo estaba dentro de la barriga puntiaguda de mi mamá. Casi nací con Fidel Castro gobernando a Cuba desde el extranjero. Llevaba varias semanas en Chile, un tiempo que para los chilenos fue de varios meses. En la Isla, la gente se extrañaba, con cierto alivio, de no ver a su líder máximo hablando horas y horas en la televisión nacional.
Fidel era un sol. Deslumbraba a los planetas del hemisferio occidental. Los pueblitos de Latinoamérica nunca se habían topado con semejante titán de la hispanidad. En más de un sentido, el continente pedía a gritos ser conquistado por el caudillo de La Habana.
El gobierno de Salvador Allende vestía de traje y corbata. Fidel los sometía a golpes de uniforme militar. Los chilenos le hacían preguntas desde una racionalidad gris solemne y Fidel les contestaba con la pasión arcoíris de lo irracional.
Chile era prosa y Fidel fue la poesía que la novela de la revolución necesitaba. Medio Chile se enamoró de por vida del recién llegado del Mar Caribe. Y medio Chile se horrorizó, disponiéndose a matar primero, antes de que fuera demasiado tarde para matar.
Era la época de aquellas gafas de sol que hacían parecer ciegos a quienes se las encasquetaban. Topos de los sensacionales sesenta, intentando no pasar de moda en los asesinos setenta.
El mundo era maravilloso por entonces. Los muchachos se apretaban la hebilla del cinto a la altura de sus ombligos. Y las muchachas hacían coincidir el dobladillo del vestido con la punta firmísima de sus nalgas. El amor era entonces indetenible, como la muerte misma.
Todavía no existían los Chevy Opala de la inteligencia pinochetista. Los agentes secretos de la Seguridad del Estado tenían que conformarse con manejar la caravana del internacionalismo proletario, con sus AK apenas disimuladas tras las portezuelas abiertas del Yugulí. Cancerberos listos para saltar sobre la multitud, si alguien se atrevía a hacer algún gesto fuera del guión presidencial.
En la foto, Allende va como resignado. Triste como un títere todavía con cuerda, parece marchar hacia el patíbulo, escoltado ya por algunos de los cubanos que en un par de años le van a volar la tapa de los sesos, en su oficina del Palacio de la Moneda. Allende murió sin rasurarse su bigotico de Charly García.
Fidel va sin sus gafas gruesas de carey insular. O tal vez Allende se las ha pedido prestadas para tan magna ocasión.
Me pregunto cuántas de las personas que los vitorean serán masacradas en la próxima década. Y cuántas cometieron masacre con esas mismas manos de aplaudir y aplaudir.
Durante la visita, Fidel fichó a Pinochet como su hombre de confianza en el ejército chileno. Durante las fiestas del 26 de julio de 1973, Fidel presionaría a Allende para que nombrase a su protegido como Jefe de Ejército. Pudo ser el peor error táctico del estadista cubano. O un plan macabro para demostrar que ningún socialista conserva el poder por la vía electoral.
También me intriga si Fidel se acostó con alguna chilena en Chile. En lo personal, medio siglo después, a mí me sigue enamorando la rubiecita que no mira a los líderes sino a lo que viene detrás, con su carterita de colegiala encajada sobre la pelvis derecha.
De haber sido chileno en diciembre de 1971, yo hubiera sido un Miguel Enríquez. Me hubieran matado a tiros antes de nacer, con mi madre preñada y todo.
© Imagen de portada: Archivo Histórico / Cedoc Copesa
Uber Cuba 0130
Había nacido en 1953, el año del Cuartel Moncada. Yo, en 1971, el año del Caso Padilla. Poly, el de los cincuenta. Landy, el de los setenta. Dos dinosaurios caídos de un planeta perdido llamado país. El viaje era largo, como su historia. De punta a punta de nuestra mutua imaginación de isla.