A falta de cimarrones, la Revolución Cubana nace inventándose uno. Un cimarrón emblemático, el Cimarrón en Jefe. En cualquier caso, el arquetipo del cimarrón en sí. Un personaje de novela. El género llamado “testimonio” es la gran estafa del castrismo para amordazar los corazoncitos rotos (rojos) de Latinoamérica.
De hecho, es la Revolución Cubana la que hace persona al cimarrón. Es decir, lo personifica a través de la palabra del blanco. Prácticamente, lo resucitan de su cadáver en descomposición.
El síndrome del capataz no deja morir a su cimarrón en paz. Lo hace longevo, bíblico, al estilo de un Matusalén en clave de Marx, para así hacer aún más mentirosa la estafa de nuestra memoria. De haber existido un lema matutino al respecto, sin duda hubiera sido: Defenderemos a ese esclavo al precio que sea necesario.
El siglo XIX le proporcionó al comunismo incontables tesoros. Para empezar, una continuidad. Que no es un concepto actual del presidente Miguel Díaz-Canel, sino una comemierdad constitutiva que parte del patetismo del Diez de Octubre, aquel sábado en que un blanco traicionó a otros blancos para adelantárseles ―por pura cuestión de protagonismo―, casi arruinando la guerra antes de empezarla y, de paso, inmolando a sus esclavos como carroña de cañón. De 1868 a 1959, un solo pueblo y una sola revolución.
Del siglo XIX nos llega, también, una esclavitud irrenunciable, casi inocente en su condición genésica. No hay tiranía que no se anuncie a sí misma como el fin de una esclavitud anterior. Sin esclavitud en Cuba, el totalitarismo comunista hubiera sido innecesario, inconcebible. En este sentido, Fidel Castro le debe su poder más a la Corona Española que a la KGB de Moscú.
En la foto de este lunes vemos al negro Esteban Montejo, sonriente y con medalla, junto al blanco Miguel Barnet, que a inicios de los 60 se estaba templando a Reinaldo Arenas. Por supuesto, nunca coincidieron en vida. La foto es falsa. Un montaje a lo Korda. A la cara, a lo descarado.
Esos primeros años de la Revolución Cubana están llenos de negros ultrapluscentenarios. La imaginación blanca puede ser desbordante. Hay una negra de 106 años, por ejemplo, en las Palabras a los intelectuales del propio Fidel Castro. El comandante anuncia que la buena señora era analfabeta y que, gracias a la Campaña de Alfabetización, ahora va a escribir una novela. Así se burlaba Fidel no tanto de la negra, como de los novelistas. Pero ni uno solo de los intelectuales cubanos recuerda a esa negra. Todos repiten el corito cómplice de “dentro de la revolución” y “contra la revolución”. Por lo que es a Orlando Luis Pardo Lazo a quien le toca fijarse en esa anciana, que resulta ser la esposa de Esteban Montejo, el que a su vez había muerto poco antes de la llegada al poder de los barbudos de verde oliva.
Pero este detalle no importa. No hay revelación humana que escandalice ya a nadie, en la era de las redes sociópatas. Cuando más, alguna que otra feminista insular se ruborizará ahora en silencio, al darse cuenta de que, contando con una mujer viva (Emeteria Montejo no llegaba ni a 80 años, pero Fidel Castro era un fabulador fantástico), la Revolución Cubana ni siquiera la nombra en sus anales, sino que prefiere novelar a título del varón (por cierto, Esteban Montejo era menor que su esposa dos o tres años de edad). La cosa es que ninguno de los dos había sido esclavo ni un coño de su madre.
Millones de estudiosos blancos en el mundo han estado aprendiendo sobre la autopsia del cimarrón que nunca existió. Han teorizado hasta la saciedad sobre el sarcófago hueco de un cimarrón fantasma. Han hecho del negro un borrón.
P.D.: El montaje analógico en específico se hizo con la más amateur de las manipulaciones de estudio. Simplemente los recortaron de los respectivos fondos de cada uno. Y los pegaron la burdajá en la misma impresión con plata. Tampoco se difundió demasiado la imagen. Pero se decidió tenerla a mano por si era necesario mostrar alguna evidencia vital de la Biografía del Cimarrón, aunque era un secreto a voces que se trataba apenas de un toque de humor. Ya por entonces la trovadora Sara González bien pudiera haber cantado: “nadie se va a reír, menos ahora”. Las carcajadas se habían convertido en cuestión estrictamente de Estado.
© Imagen de portada: Miguel Barnet y Esteban Montejo.