El Mulato Lindo se tenía que ir. Fulgencio Batista no controlaba nada. Ni la educación, ni la prensa. Ni el deporte, ni el arte. Ni las inversiones, ni la inmigración. Ni la pobreza, ni la salud pública o privada. Estábamos a la bartola. Libres como carajo.
Para colmo, El General (llamado más coloquialmente El Hombre) no tenía ni ejército. Solo una cuadrilla de criminales en carros patrulleros.
Cuba en los años cincuenta contaba con el privilegio de no estar gobernada por un Estado. Los ciudadanos cubanos no toleraban aquel insólito grado de libertad. Como ranas con un ataque de pánico, derramamos mucha sangre heroica para pedir la entrada triunfal en La Habana de un rey. Y Dios nos estaba escuchando, tal vez como nunca antes o después nos volvería a escuchar.
Batallas más o batallas menos, atentados más o atentados menos, terrorismo más o terrorismo menos. Así en la Sierra como en el Llano. Lo cierto es que El Mulato Lindo se tenía que ir. Y, una madrugada de miércoles para jueves, el asesino que había parido la Constitución de 1940 se fue.
No había ninguna revolución en Cuba, por supuesto. Al romper enero de 1959, la gente estaba celebrando lo que siempre celebraban por esas fechas. La Nochebuena, las Navidades, la Nochevieja, el Nuevo Año, el Día de Reyes, amén.
Leían muñequitos en cuatricolor. Iban como público en vivo a la CMQ. Se enamoraban con José Ángel Buesa y hacían filosofía con José Ingenieros. El manto de Martí era la octava maravilla del mundo. Nuestra enciclopedia más completa se actualizaba con las traducciones del Reader’s Digest. Mientras que Bohemia era la mejor revista del idioma, por amplio margen. Para el país, por suerte, no importaban las pataletas patéticas de la intelectualidad.
La revolución, en todo caso, era lo de menos entonces. Es decir, no se podía evitar. Como los cumpleaños. Llegaría igual que llegaron todas las anteriores, desde La Chambelona hasta el Diez de Marzo. Y, después, por donde mismo había llegado, se iría hasta la próxima matiné. Como toda revolución anterior. Tal como antes se fue y regresó El Mulato Lindo vecino de Birán. Habitábamos en un eterno retorno emancipador.
De esa levedad más bien cómica, sin tragiquismos; de esa inconsistencia constante de Tremenda Corte y radionovelones de reconciliación nacional; de ese cuacuacuá de descarados, caraduras y caracortadas; en fin, de todo aquel republicanismo de guarapo y guapería posenmienda Platt, hoy, en este otro enero de nuestra cubanía descoyuntada, aún pueden detectarse las fotogénicas trazas. Son el eco de nuestro Bing Bang insular, las partículas elementales de la Gran Descojonación.
Helo ahí. En la dentadura diabólica de un negro que muy pronto iban a fusilar (no le daría tiempo a asistir al primero de los dentistas gratis, graduados gracias a la Revolución).
Por el momento, él es el portavoz de la prensa libre. Parece un energúmeno, pero es un cubano de excepción. Si sonríe así es, porque, ante la posteridad de la cámara, él percibe a la perfección, con la sabiduría sometida de su raza, la paradoja de que la fuga de un mulato y la llegada de unos hispanos sean su carta de liberación.
A su espalda, sonríe también una mulata adelantada. Ella tampoco va feliz. Por favor, no confundir lo orondo con lo horrendo. Por encima del talquito blanco que le ilumina su corazón, esa cubana porta, como el periodiquero del Parque Central, la sonrisita de los que saben más de cuatro cosas. Y, sobre todo, el jijijí de los que saben que deben simular no saberlas.
Así, otra vez la historia entrecruza los divertidos destinos de José Dolores Pimienta y Cecilia Valdés, a la espera del Cándido Gamboa de turno. La fuga de Batista se suponía que de algún modo estaba restaurando el orden natural de las cosas.
Si te quedas mirando la foto por al menos medio minuto, ocurre en la mente humana una curiosa ilusión, no tanto óptica como sentimental.
Déjame un comentario si la logras ver.
Tampoco es nada del otro mundo.
El “Huye Batista” de la portada se termina leyendo como “Huye, Batista”. Sea por adaptación del nervio o por fatiga del músculo ocular, se trata de una invitación o advertencia para los otros. También, de un pronóstico propio.