Eran años inerciales. La Revolución Cubana estaba recién nacida, en medio del baby boom de los años sesenta. Pero nos quedaba el impulso cívico de la República. Y contábamos con una clase de sentido de la decencia que nos duraría mucho más que las democracias y dictaduras locales.
Eso, en el plano político.
En el plano material nos quedaba, por supuesto, la gente. Un pueblo entero, una nación emergente que había madurado a la cañona al ritmo de la libertad y el crimen, durante medio siglo de independencia insular.
Y, con la gente, también, nos quedaba la ropa. Los cubanos nos vestíamos conmovedoramente bien, con telas y cortes de telas investidos de un decoro definitivamente occidental.
En medio de ese primor de la pobreza, justo cuando el despotismo comenzaba a brillar en Cuba con el uniforme miliciano de la justicia social, llegaron a La Habana unas muchachas de importación. Las Leylands, una de las palabras más bellas del idioma español.
Llegaron por miles. En barco, con esa lentitud tan típica de las grandes travesías de amor y desamor. En varios modelos. Desde Europa, desde Inglaterra, desde qué sé yo. El Estado Revolucionario iba a cambiar las Leylands por la obsoleta colección napoleónica de La Habana, pero la familia Lobo desde su exilio de etiqueta al final lo impidió.
Toda vez tatuadas con el rótulo de esta o aquella ruta, cada una de esas Leylands se haría única, casi íntima, inconfundible a ras del corazón renacido de la Revolución (otra manera de disfrazar la verdadera continuidad histórica: la de los cadáveres de unos cubanos contra los otros cubanos).
Las hordas populares se las hubieran comido vivas, por la emoción y la rufa. Pero allí estaban en su defensa los choferes, estoicos, con camisas de cuello almidonado por sus mujeres en casa y con un reloj de leontina puntual en cada ingle de caballero inglés. Aquellos lores del cloche representaban, sin duda, el último de los gremios obreros del sindicalismo libre cubano.
Pepesín Peralta se llamaba (o se debió llamar) nuestro chofer de vanguardia de este lunes de post-revolución (las estrellitas pegadas en la defensa de su guagua son como su patente de conductor ejemplar).
Mírenlo. Fue (o debió ser) el tío cheo de cualquiera de nosotros, los sobremurientes del siglo XXI.
Poco a poco, Pepesín Peralta ya va perdiendo la elegancia de sus predecesores. Pero su pinta todavía transpira esa profesionalidad con cariño que, muchos exilios después, descubriríamos que es incompatible con el capitalismo (donde, de hecho, profesionalidad y cariño son antónimos).
Pañuelito pulcro salido del bolsillo de atrás del pantalón. Patillas a machetazos y gafas de opaco azul 5U4. Saludable y flaco como un felino, ostentando sus mocasines de hebilla y un cinto de “material”.
Parado sobre un cajón de bodega, nuestro héroe anónimo limpia los parabrisas de su Leyland Olympic. Casi la abraza. La quiere para siempre, como a una primera novia que no se podrá llevar cuando el pasaporte le parta en dos la existencia.
Mirémoslo. Al Pepesín Peralta de la utopía. Con compasión.
Mirémonos. A los Pepesines Peralta de la distopía. Con autocompasión.
A aquellas ágoras con naves de techo de zinc les llamaban “paraderos”. Pero resultaron ser trampolines, catapultas de la debacle.
Nadie se detuvo ayer en tales paraderos. Los dejamos a su suerte de chapapote en el asfalto y petróleo desperdiciado en millones de viajes de guaguas hacia ninguna parte.
Nadie repara tampoco hoy en ellos.
Son los hangares de una galaxia arcana abandonada. No sé si como consuelo o como castigo, pero al menos aquella palabra mágica ―Leyland― nos ha seguido acompañando hasta nuestro último aliento de lo atroz.