Lo vi varias veces. Tenía un don de gente instantáneo. Nos caímos bien a primera vista, como conocidos de toda la vida. Aunque hablamos de tú a tú sólo en dos ocasiones.
La última vez fue en la embajada de Lituania en Washington, que colinda con la del régimen cubano. En mayo de 2014 presenté allí una exposición de fotos, que era la despedida en píxeles de mi ciudad natal, imágenes por entonces recién compiladas en mi libro digital La Habana abandonada.
Recuerdo que, al tomar el podio para presentarme, Lincoln fue especialmente generoso conmigo. Por mi parte, puedo ser un payaso provocador. Sabía que, desde la embajada de Cuba, nos espiaban nuestros compatriotas criminales o cómplices de los criminales. Así que solté chistes políticos incorrectos (Lincoln y Fidel Castro compartían cumpleaños) y me burlé hasta de mi manera que sostener la cámara, con ese estilito guajiro con que agarro un tenedor.
El humor nos hermanó en aquella noche sin patria, pero con amor. No fuimos dos activistas por la libertad de Cuba. Fuimos, y lo digo con el orgullo de cualquier cubano sin castrismo en su corazón, la libertad de Cuba en persona.
Recuerdo a Lincoln doblado de la risa. Yo también reí, hasta las lágrimas. El clima se hizo de euforia. Teníamos el espíritu alto, un puente de optimismo tendido espontáneamente entre su generación y mi generación. Y me sentí menos solo en esa alienación del alma llamada los Estados Unidos. Él, supongo que ya se sintiera un poco más en casa, por las demasiadas décadas de vivir aquí.
La primera vez fue en marzo de 2013, apenas aterricé de Cuba. Me citó sin preguntarme ni quién yo era. No importaba si yo tendía a los demócratas o a los republicanos. O incluso si era de izquierda, centro o derecha. Ni mucho menos mi postura ante el embargo o bloqueo. O si pensaba quedarme o volver a la Isla. Le bastaba la certeza de que estábamos del mismo lado antitotalitario, ese que no cabe en ninguna clasificación.
No recuerdo ni dónde fue. Era como en el patio de un restaurante o acaso hotel. Me dio un abrazo al verme y todavía al teclearlo ahora me conmuevo. Pronto haría un mes que nadie me sostenía de verdad.
Me preguntó sobre la familia que yo había dejado atrás. Ofreció su humilde ayuda dentro del marco legal, como mismo se aparecía de madrugada en el aeropuerto de Miami para rescatar a un cubanito o cubanita de los abusos de un funcionario yanqui o, las más de las veces, latino.
Nunca dejó de mirarme a los ojos, que es como se miraba en La Habana. Y me regaló el tesoro del libro de su papá: Cuba, intrahistoria; una lucha sin tregua. Dentro del volumen, y lo diré con todas sus letras, descubrí después un sobre con dinero en efectivo. Entendía, con toda razón, que yo había llegado de Cuba sin un centavo.
No diré más. Lo estuve extrañando en la distancia de los últimos años y lo seguiré extrañando mientras la memoria me alcance. En sus emails, enviados a la carrera con Sprint® Now Network from my BlackBerry®, siempre tuvo la fraterna humanidad de llamarme “querido amigo” y firmar como “tu hermano, LDB”.
No tengo otra forma de pensar en él: querido Lincoln, hermano LDB.
Descansa en Cuba.

La verdadera historia de la libertad de expresión: de ideal supremo a arma política
Por Fara Dabhoiwala
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