Regresó a una Rusia que, por primera vez en siglos, se había quedado sin zar. Su nombre en cirílico era Владимир Ильич Ульянов.
Viajó en tren, desde Zúrich hasta Petrogrado, la ciudad que recién había perdido su nombre y que pronto sería nombrada como él.
Atravesó media Alemania, incluida una escala de horas en Berlín, gracias a un permiso personal del káiser Guillermo II, que conocía sus intenciones de sacar a Rusia del conflicto bélico.
El último emperador germano apostaba por un revolucionario de tinta y papel, aparentemente menos salvaje que los eslavos orientales atragantados por un anarquismo atroz.
No pocos bolcheviques también lo acusaban de “espía” y “traidor”. El zar abdicado, no. La fanfarria fundamentalista de los periódicos locales coincidían en estigmatizarlo como otro “saboteador”, un cómplice conciliador que Occidente les mandaba para abortar el carácter radical de la revolución en ciernes.
De este Lenin sin maletas, conspirando a diestra y siniestra en un vagón sellado como valija diplomática, ningún leninista cubano nos dijo nada.
Nunca supimos quién era aquel intelectual resentido, maniobrando a la sombra como una fiera para hacerse con todo el poder. Ignorábamos que su enemigo de muerte no era el káiser ni mucho menos el zar, sino la socialdemocracia europea, que amenazaba con ser la salida humanista ante la violencia bruta de la revolución.
En la Perspectiva Nevski lo sorprendería una manifestación monstruosa en su contra. Literalmente, monstruosa. Y no sólo por el número de manifestantes. Se trataba de un mar de mutilados de la después llamada “primera guerra mundial”.
Aquella carroña chamuscada salía en masa de sus covachas o los sacaban a empujones de los hospitales improvisados, con sus heridas gangrenosas a medio podrir. Muchos venían ciegos. A otros les faltaban órganos vitales o la mitad de la cara. No parecían completamente humanos dentro de sus vendajes de momia, al compás escalofriante de miles y miles de improvisadas muletas de abedul.
Semi-moribundos, avanzaban por la avenida Nevski hacia el Palacio Táuride. Iban a la caza de aquel orador exiliado que apenas había regresado a casa. Pronto, se sumarían fotingos y carretones tirados por bestias, para cargar con aquellos amasijos de carne que no podían ni sostenerse en pie, mientras coreaban a gritos: “Долой Ленина!”
Arruinada su biología proletaria, sus espíritus imperiales aún seguían guapeando. Era el canto de cisne de la Rusia blanca. En sus pancartas, pagadas a la carrera en las penúltimas imprentas privadas, podía leerse, con ese tono tectónico que los cubanos reconocemos al instante:
“¡Destrucción completa del militarismo germánico!”
“¡Nuestras heridas reclaman la victoria!”
Aquellos detritos de llagas con pus pedían cárcel en la Siberia para el supuesto pacifista de la familia Uliánov. O su deportación expedita a Zúrich, aunque Lenin más ciudadano nativo que la mayoría de ellos. Que regresara a un cafetín dadaísta suizo, acaso a jugar ajedrez con Tristán Tzara. Los héroes de la revolución real no lo querían, no lo necesitaban. En la Madrecita Rusia nadie lo había convocado.
Un joven, casi adolescente, sin ninguna de sus cuatro extremidades, voceó por encima de las quejas de la turba (quejidos provocados por la rabia ideológica y el dolor somático):
“Hemos defendido la vida y los bienes de los que ahora protestan contra la continuación de la guerra. Que sepan esos egoístas que nosotros, semi-hombres, preferiríamos morir antes que ver a Rusia concertar una paz prematura con Alemania”.
Los protestantes lanzaban al cielo sin dios sus aullidos con escupitajos de sangre. Juzgaban en ausencia al “enemigo del pueblo” que se había colado en la capital rusa, vía Berlín y Estocolmo, por la estación ferroviaria de Finlandia.
Se golpeaban entre ellos en la turbamulta, dejando sus tejidos sobre los adoquines de granito del Báltico. Si llegan a atraparlo esa tardecita magnífica de abril, sin duda lo hubieran linchado. Y la estancia de Lenin en Rusia hubiera sido apenas un pestañazo, sin huellas en la historia de la humanidad.
Pero el pestañazo duraría cien años. Todavía hoy habrá que seguir cargando con el peso muerto de aquellos párpados.
Tras una delación de último momento, Lenin no se puso a tiro de los veteranos (su compatriota Фейга Хаимовна Ройтблат aún tendría que esperar un año para balearlo). Lenin avistó la legión en la distancia urbana, desde la altura del balcón no nacionalizado del burgués que coqueteaba con él, con la esperanza de no ser exterminado junto con su clase social.
Aquella visión de muertos en vida ratificó a Lenin en sus convicciones. No podría perder ni un día convenciendo a nadie. Para cuidar a Rusia de su propia Rusia, el futuro líder de los sóviets tendría que actuar implacable.
Ni socialdemocracia ni socialismo ni democracia, ni ningún concepto retrógrado del progreso paso por paso. Gobernar era reaccionario si se partía del consenso, en lugar de la guillotina. El fin de la historia occidental solo llegaría a golpes de policía secreta y paredón.
Esa sería la clave del totalitarismo del siglo XX que comenzaba, expuesta años después en España, con aquel versito infantil sobre la hoz sin martillo y el martillo sin hoz.
Antes de cualquier expansionismo o genocidio, el fascismo y el comunismo nacieron como retóricas antiparalelas de reconcentración nacional. Podrá no mandarse un país como un campamento militar, según creía José Martí desde la única democracia que existía en la Tierra. Pero sí puede convertirse primero el país en un campamento militar. Después, basta con mandarlo como tal.
El comunismo y el fascismo pronto entrarían en competencia por la misma miasma de mutilados. Fueron incompatibles porque dependían antagónicamente entre sí, para su mutua producción de despojos en cuerpo y alma. Al margen de cualquier socialdemocracia, la historia debería seguir siendo un conteo de cadáveres.
Esa es la Tesis de Abril no escrita, que los biógrafos y exégetas de Lenin se han criminalmente callado.

Infodemia
Por Max Fisher









