Es 1958 y una madre cubana teme por la vida de dos de sus hijos. El resto de su prole no está para nada en peligro. Tampoco sus propiedades. En plena dictadura prerrevolucionaria, Cuba era la democracia más avanzada del hemisferio occidental.
La madre cubana puede portar armas y todo. Hasta practica su puntería, no tan precaria como pareciera para su avanzada edad. Cocina, lava, tiende, almidona, plancha. Es decir, le paga paupérrimamente a otra madre cubana para que cocine, lave, tienda, almidone y planche en aquel coto de caza.
Su finca familiar tiene más aires de fiesta que de funeraria. En medio de la guerra civil, hay esperanza de vida para sus dos hijos en peligro. Cuba era esa debacle de cadáveres de los 50, pero también era esa ilusión incesante de isla inmortal.
La madre cubana cultiva viandas domésticas con sus propias manos, con las mismas de disparar perdigones. También cría aves de corral y dos o tres tipos de ganado, según la temporada y las violencias provincianas del mercado.
Las ovejas, sin embargo, la tienen como fascinada. Le transmiten cierta fe en el futuro local y nacional. Esos balidos desvalidos le resultan una suerte de música sideral. Paz en el paisaje, paz en la patria, paz en la plata de sus fotografías terminales. Un continente completo a punto de ser pacificado por su progenie criminal.
Ella misma trasquila ahora a sus bestias, con una ternura miméticamente ovina. Después las degüella diestramente, una a una, sin dolor para víctimas ni victimaria. Madre es quien sabe matar a tiempo, con sentido sacro, y no hay maternidad creíble sin ese acto sacrificial. Quien da vida está en condiciones morales de quitarla.
Mientras tanto, la Revolución incubaba por entonces su más puro estado placentario. Una felicidad fetoidea, una fidelidad a punta de fusilamientos. Todo parecía tan necesario. Todo parecía tan natural. Era 1958 y miles de madres cubanas no tenían nada que temer por la vida de ninguno de sus hijos.
Todavía.