Murió, por fin, el pobre mimo cubano. Y no llegamos a conocerlo.
No lo comparen con Marcel Marceau. Nuestro Centurión fue infinitamente más insignificante y, por supuesto, muy superior.
Nuestro mimo habría muerto en vida hacía rato, pero seguía siendo nuestro mimo. Centurión era una de esas tablitas de salvación donde zozobra la memoria colectiva de nuestro naufragio nacional.
Desde el inicio, él fue nuestro hombre invisible: un milagro en la televisión en blanco y negro de aquella época. Para desaparecer en cámara, a Centurión le bastaba con ponerse ropa negra y hacerse fotografiar contra un fondo de igual color.
Por entonces era tan fácil hacer magia.
Todos los programas del Canal 6 copiaron su mismo truquito, en vivo o en video-tape, desde Caritas hasta Tía Tata cuenta cuentos. Así de contagiosas eran las contorsiones y los doblajes de nuestro único, pero ubicuo, Centurión.
Se acababan los años sesenta y empezaban ya los setenta. La Revolución era tan joven como los cubanos recién nacidos: nosotros, pájaros que cantaban en cautiverio; un relevo que, cuando le tocó su turno décadas después, no encontró a nadie a quien relevar.
A pesar de su ristra de crímenes y cárceles y exilios al por mayor, la Revolución Cubana resonaba en nuestros oídos infantiles como si fuera más pura que un rayito de sol.
Las mañanas se anunciaban junto al asta con bandera del matutino escolar. Las tardes se iban mataperreando por nuestros campos y ciudades, con una libertad que luego nunca conoceríamos en democracia. Y las noches eran el territorio por excelencia de nuestra ingenua imaginación.
Era entonces cuando Centurión nos animaba. Transmitía una alegría silente que él, de programa en programa, importaba clandestinamente desde el exterior.
Canciones, cantantes, estilos de moverse y vestir: todo puesto en función de crear un cortocircuito, un contrarrelato, otra manera de atizar nuestro pensamiento crítico, en un escenario donde pensar estaba críticamente penalizado.
Sus pantomimas de algún modo nos actualizaban, a ras de la Isla desconectada del mundo libre. Sus travestismos hacían más risible y menos solemne a nuestra utopía tupida. Y sus soliloquios a dúo nos recordaban, a cada pequeño Robinson Crusoe, que había vida inteligente más allá de la Revolución Cubana.
Los que íbamos a ser los cubanos del futuro aún no conocíamos quién era Fidel. Tuvimos que revivirlo todo desde cero, creciendo a solas con el Premier, respirando las sobras del Máximo Líder, sin ofrecerle la menor resistencia pero, así y todo, recibiendo en cuerpo y alma su impacto imperial.
La Revolución nos iba a sobrevivir a todos. Los cubanos contábamos apenas con un Centurión, para darle contracandela cómica a aquella Roma revolucionaria que nos reclutó de por vida.
Cuando acabaron los setenta y empezaron, con huevazos y cosmonautas, los años ochenta, no nos daban ya tanta gracia ninguna de sus payasadas. Centurión se calcificó, a imitación de un país que se nos parecía a ese mueble obsoleto que nadie se atreve a decir en voz alta que hay que botar.
Los años ochenta, a su vez, en un abrir y cerrar de ojos se acabaron, a golpes de perestroika y paredón, truncando a un siglo XX cuyo telón final cayó con una década de antelación.
En los noventa, el emperador se quedó desnudo, los títeres nos quedamos sin titiritero, y nuestro ventrílocuo invisible no aguantó más. Sus performances quedaron aplastados bajo el peso muerto de un país en estampida. Entonces Centurión se vistió de luto y, en uno de aquellos apagones atroces, desapareció de nuestra pantalla para nunca resucitar.
Lo habíamos dejado muy solo. Su audiencia de fiñes era ahora ya adulta. Y pocos mencionaban al mimo desconocido cubano, hasta el lunes luctuoso de hoy.
La palabra “Centurión” lo mismo nos representaba un apodo que un apellido. Muy pocos supimos que Francisco se llamaba como Francisquito, su muñeco cachetúo y bembón, que tenía la quijada descoyuntada tal vez porque siempre estaba a punto de pronunciar lo prohibido.
Adiós, Centurión. Mártir de la ajenidad. No dejaste ni quince minutos de fama en YouTube.
Habitar entre extraños te hizo enredarte en todo. Víctima del laberinto de los otros, tu foto de septuagenario terminó clavada en la internet policial. Como un recluso incrédulo, ante los barrotes de ese pueblo irreconocible que es el propio pueblo cubano: parias de una nación desnaturalizada y de un capitalismo sin persona humana.
Salve, Centurión. Descansa en píxel.
Venga a nosotros tu elocuente mudez. Hágase tu fonomimia y no nuestra mueca. Los que no han sabido desaparecer te saludan.
Historia de la transexualidad: las raíces de la revolución actual
Por Susan Stryker
“Romper la unidad forzada de sexo y género, aumentando al mismo tiempo el alcance de las vidas habitables, tiene que ser un objetivo central del feminismo y de otras formas de activismo por la justicia social”.