La escalera se mantiene intacta en el Colegio de Belén. La vi una vez en persona, incrédulo, con estos ojos que no volverán a ver tierra cubana.
Se mantienen casi intactos, también, el mármol de los escalones, la rejita, la madera de la baranda y los balaustres republicanos.
El resto es paleohistoria. Jóvenes de la Isla asesinados por jóvenes de la Isla. Anónimos accidentes y entusiastas emigraciones. Cáncer y paros más o menos respiratorios o cardíacos. A la postre, abuelos ahogados en sus propias heces. Como le pasó al niño Fidel Castro, el único con ángel en la mirada.
Igual ya da igual. Ahora sólo queda el paisaje de la foto. En Cuba lo que se ha extinguido es la persona humana.
Son niños cubanos. En democracia, hoy pudieran haber sido masacrados en un colegio colonialmente jesuita. Pero tampoco es para tanto. Ni falta que hace. El siglo XXI mismo es un AR-15.
De niño, yo también usé esos cinturones a la altura del tórax. Camisitas, calzoncillos, camisetas, trabillas, medias, zapatos, chalecos y pantalones. En cualquier orden de la desmemoria revolucionaria.
Más allá de todas y cada una de nuestras instantáneas, Fidel Castro fue nuestro único contemporáneo.
Todavía lo buscamos de escena en escena y de diálogo en diálogo, sin darnos cuenta de que es a él a quien buscamos.
Por eso sonríe para nosotros, en primerísimo plano. Con compostura. Las manos detrás. Ladeada, su compasiva cabeza cantábrica. Como una madona macho. Entre raquíticos y gordinflones. Entre avaros y soñadores. Entre incrédulos y criminales. A salvo de todo y de todos.
Permíteme presentártelo este lunes, desde el desconocido corazón cubano que nunca claudica:
―Mira, mi amor, mira. Te presento al verdadero Fidel Castro.