Por favor, no tardes



Tiene que haber sido en 1957 o 1958, en plena guerra civil. Seguro que en Navidades, esa fecha tan funeraria.
 
Por entonces Cristo resucitaba hecho bebé de cerámica en los corazones del ciudadano común, mientras el país apostaba por el rojo de la sangre humana decorando las calles de la nación.
 
El tableteo de las submetralletas Thompson, su olor y su odio, flotando sobre el ulular de aquellos carros patrulleros que sólo se dejaron filmar en blanco y negro de alto contraste.
 
También, el tableteo de los cuerpos jóvenes cuando sus huesos se fracturaban de escalón en escalón, rodando a patadas por las escaleras del mármol de Carrara habanero, hasta ser arrastrados por los pelos ensangrentados del portal a la acera, al asfalto, a la crónica roja de la prensa vespertina.
 
No hubo un solo día de nuestra vida republicana en que no se cometiera un asesinato político. La democracia es eso: no disimular nuestra condición criminal, sino ejecutarla en todo su esplendor ético. Matar era moral. 
 
Las tiranías son justo lo contrario. Se impone un idilio donde sólo el Estado ejecuta. Los totalitarismos, por ejemplo, son primero que todo una simplificación. El poder se apropia de la naturaleza nociva de los pueblos. Aunque, a la vez, cuentan con la vagancia de los verdugos del vulgo. Nos matábamos por aburrimiento hasta que matar nos aburrió.
 
Pudo haber sido incluso en las Navidades del mismo 1956, recién construido el Focsa en el corazón del corazón del Vedado. 
 
La mole curva estaba aún habitada por matrimonios jóvenes que harían el amor con una vista al mar cubano desde una altura de avión. En realidad, estaban asomados a una visión volátil del futuro que nunca fue. Y nadie hizo nada al respecto, mucho menos el amor.
 
No sería de extrañar que, algunas de las manos pías que prendieron o apagaron las luces de sus apartamentazos para representar la cruz cubana de esta foto de lunes, menos de tres meses después hubieran “ajusticiado revolucionariamente” a una “alimaña sangrienta” en “su propia madriguera del Palacio Presidencial”. Con familia y todo, ese era el plan pacificador.
 
Menos de tres años después, el Palacio Presidencial no volvería a ser pisado por un presidente hasta el día de hoy. Y el edificio Focsa se quedaría sin bombillos incandescentes en sus almacenes.
 
El tableteo esta vez de las subametralladoras llamadas casi cariñosamente “pepechás”, con esa campechanía típica de compañero a compañero.
 
También, el tableteo de las vértebras cuando rebotaban en los “palitos” del paredón de fusilamiento, junto al grito anacrónico de “Viva Cristo Rey”, en una Isla donde, de la noche a la mañana, el eco de esas gargantas inhumadas anónimamente como “traidores a la patria” no llegaría ni a la crónica roja de la prensa vespertina.
 
Miro el atardecer de los años cincuenta en La Habana desde mi congénita condición sigloveintiunonónica. Da pavor. Son otras las sombras. Es otra la cadencia de los gradientes claroscuros. Es otro el perfil del horizonte marino. Soy otro yo y eres otra tú, animalitos al acecho de nacer.
 
Pero allí estamos los dos, incluidos en algún píxel analógico de aquel clic católico publicitario. Desde entonces nos buscamos sin formar mucho aspaviento, en medio de la matazón a mansalva y el mundanal ruido de las ráfagas y los cadáveres.
 
Desde entonces, dentro de una instantánea imaginaria y un siglo ajeno, tú y yo nos seguimos esperando.




fidel-castro-navidad-cuba

Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.