Ser el último de los Peter Pan


La idea me fascinó desde que la oí. Fue en la sala de mi casa. Terminaban los años 70 en Cuba y nosotros recién comprábamos un televisor soviético. En la pantalla, una locutora hablaba en blanco y negro sobre la Operación Peter Pan.
 
Fueron no catorce, sino catorce mil niños. Un país en miniatura. Una hégira de enanos. Infantes que habían logrado salir de Cuba sin sus padres, gracias a una gestión de la iglesia católica o la CIA o mitad y mitad, a principios de los años 60. Cuando salir de Cuba significaba salir a los Estados Unidos. 
 
Yo también quería irme de Cuba. Fui un prófugo desde que nací. Por supuesto, irme de Cuba era irme a los Estados Unidos, país telefoteado de grises y azules, coloso cinematográfico con el que yo soñaba a menudo, sólo para despertarme llorando a ras del amanecer cubano, al darme cuenta de que nuevamente nada había sido verdad. Es decir, al entender que mi vida seguía condenada a una patria con padres. 
 
Hubiera dado tanto por ser abandonado a mi suerte. Con gusto hubiera vendido mi alma al diablo, con tal de embarcarme en la aventura ávida de aquellos catorce mil elegidos de la libertad: la cruzada infantil de los Pedro Pan.
 
La locutora intentaba aterrorizarme en plena infancia. Pero, sin saberlo, lo que estaba haciendo era convertirme en un soñador. La Operación Peter Pan se me revelaba como un milagro en la isla del materialismo dialéctico: la señal inequívoca de que había vida más allá de la Revolución. Una epifanía. Y fue bello saber, sin necesidad de decírselo a mis padres, que en el muro claustrofóbico del malecón no se agotaba nuestra geografía. Al contrario, el mar sería el inicio y no el fin de mi biografía. Todo era cuestión de crecer, en una especie de síndrome de Anti-Peterpan.
 
Hay algo en la mirada de los cubanos que no tiene comparación. Es como si supiéramos algo que desconocen en otras latitudes y nacionalidades. Es la presencia de una sabiduría ausente, propia de los parias del paraíso. En los años 60, como en este lunes del siglo XXI, la niña de las muñecas lo sabe. 
 
Yo también lo sabía entonces, incluso siglos antes de nacer, por más que lo haya olvidado recientemente. Se trata de un don precario, que no resiste más que unos pocos meses de exilio. Y yo llevo ya más de cien.
 
Me pregunto cómo se llamará hoy esta niñanciana. ¿Acaso Magdalena, aquella que, con tantas cintas y lazos, a la muñeca sin brazos la enterraba en los octosílabos de su amnesia?
 
No llora ella, mi amor, que ha debido crecer de pronto, en un viaje huérfano de noventa millas al norte. La niña de las muñecas no pudo evitar crecer durante la travesía. Quienes lloran son, pues, sus muñecas de plástico, sus dos primeros juguetes no hechos en Cuba. Y, por supuesto, nosotros también lloramos, testigos sobrevivientes que no tuvimos el privilegio de otra Operación Peter Pan.
 
El orfanato hubiera sido mucho mejor que el horror de la historia bajo la tierna tutela del totalitarismo.
 
Hubiéramos dado todo con tal de ser abandonados a nuestra suerte. Quisimos crecer cuanto antes para escapar y nos obligaron a la cañona a quedarnos en casa. No pudimos evitarlo. Somos Wendy. Nos queda sólo negarlo y, cuando más, a ratos, levantar la daga para degollar al niño que sigue columpiándose en su cunita cubana. 
 
Pero, como no nos enseñaron a cometer ni siquiera ese infanticidio, nos queda apenas sentarnos en el piso y otra vez llorar, pensando en todas las vidas adultas que nos perdimos por culpa de nuestra recondenada niñez.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.