Viajar cuando baja la marea

Dejar que las horas pasen y las emociones bajen como la marea. Al día siguiente los restos del pasado se ven con facilidad.

Ayer hablé con mi madre por teléfono y le dije que hoy salíamos de viaje. Nos contamos lo de siempre, los niños, el inventario de enfermedades, el calor del verano. Durante toda la conversación, yo pasaba mecánicamente mi dedo índice por el borde de los libros en una esquina de la biblioteca. La repetición del gesto me hizo pensar en Anne Carson, “While talking to my mom I neaten things. Spines of books by the phone./ Paperclips/ in a china dish. Fragments of erasers that dot the desk…”. Cuando acabamos, vi una foto del piso de mosaicos del patio interior de una casa en Guanajay, La Habana.

Manejamos bajo la lluvia hacia el viaje que ha sido sueño e ilusión en los últimos tiempos. Mientras atravesamos Oklahoma, leo fragmentos de El país donde crece el limonero que hablan de Amalfi.

Al lado de la carretera hay casinos imponentes con nombres como Choctaw. Muchos llenan vacíos que completan una extraña ansiedad, a mí solo me sirven para saber por dónde vamos, aún por el medio de la nada. La Cherokee Nation me parece algo muy lejano, aunque ya perdí la cuenta de las veces que la hemos atravesado.

Siento más cerca esos paisajes italianos que nunca he visitado y toco en letra impresa al pasar las páginas, los limones, las naranjas y las cidras que de tanto brillar se confunden con adornos de navidad. Leo que pelan un limón de Amalfi, lo pican en finas rodajas, le ponen encima café recién molido y azúcar para degustarlo después de las comidas. La boca se me hace agua por un sabor que aún no conozco.

Y de repente viene un recuerdo que también me hacía la boca agua en mi infancia, el caimito. Yo salivaba cuando mi padre me decía, vamos a La Siberia, allá a la Sierra Maestra, a comer caimito. La boca dulce, apretada y morada al mismo tiempo. Mi madre peleaba, se te van a manchar los dientes. Y yo respondía, el caimito es como el chicle, por eso me gusta tanto.

A estas alturas del viaje ya no veo el paisaje a través de las ventanillas chorreantes del carro. Estoy en La Siberia, exactamente sobre los mosaicos del patio interior rodeado de helechos que mi abuela acaba de limpiar. Papá, como llamábamos a mi abuelo, encargó los mosaicos a La Habana e hizo que los subieran desde Guisa en tres arrias de mulos.

Me acuesto sobre la parte más colorida del piso y ella pregunta si quiero tomar chicha. La cáscara de la piña fermentada durante días en un lugar oscuro de la cocina, la cáscara muerta que produce un sabor a vida picante en la boca aún marcada por el caimito.

Todo viene a mi mente mientras manejo y dejamos atrás los paisajes despoblados de Oklahoma al cruzar la frontera de Texas.

Cuando las carreteras mejoran y aumenta el límite de velocidad, recuerdo un fragmento de El silencio del cuerpo, de Ceronetti, sobre el pan, que alimenta la vida a partir de la muerte. Como la chicha, pienso yo: “El pan nace en Egipto, donde la conjunción entre alimento y muerte, entre el muerto y su necesidad de nutrición, se parece a la existente entre la masa y la levadura…”.

Mi abuela extiende su mano con un vaso frío de chicha. Mientras la bebo, Jita pone la mesa. Jita, una jamaiquina —sombra de mi abuela— me mira y dice, la jutía ya’tá, pero tú va comé bité, no vaya llorá po’eso. Todos se sientan a la mesa larga con doce taburetes, cubierta por un mantel repujado de hilo blanco. Con seis años gateo por debajo de la mesa y juego a saber de quiénes son las piernas que rozo hasta llegar a mi lugar. Cuando alcanzo a sentarme, mi padre feliz como pocas veces le dice a Jita, estas jutías son las más ricas que has hecho en tu vida.

A más de setenta y cinco millas por hora atravesamos el Lone Star State y veo a mi padre chuparse los dedos. Siento la misma pena por las jutías. Siempre lloraba cuando las veía tan mansas y sabía que serían almuerzo de domingo.

Este recuerdo me lleva a una historia que leí recientemente. Bartolomeo Scappi, uno de los chefs más importantes del siglo XVI, cocinero privado del Papa Pío V, era experto en preparar ubres de vacas rellenas de leche con naranja amarga. Tal vez el Papa las comía sin resentimiento, sin pensar en el ternero ni en el cuerpo ya inservible de la vaca lleno de prolactina y oxitocina, sin llorar.

Y justo en ese momento vuelvo a otro fragmento de Ceronetti sobre el origen de la palabra hígado “que viene del latín ficatum, porque se engordaban las ocas de hígado graso con dietas de higos. De este modo, un órgano noble (tal vez el más noble de todos: el cerebro es discutible) recibe su nombre de una antigua maldad del hombre. Hay una salpicadura de sangre en el origen de todo lo que es humano”.

Y sí que es noble el hígado. El médico que no pudo salvar a mi hermano en un salón de operaciones después de un accidente de tránsito me dijo, con la mitad del hígado él hubiera podido vivir, pero con la vena cava destrozada no.

Debo acelerar el limpia parabrisas, la intensidad de la lluvia es proporcional a la distancia del viaje de casi diez horas.

Llueve en Texas, que tiene mucho de desierto, y pienso en mi hermano cuando hicimos bajo la lluvia, también, la última visita a La Siberia. Casi no podíamos subir los banqueos, dábamos un paso y retrocedíamos tres. Todos los primos preparamos el viaje para ver qué quedaba de nuestro reino de la infancia, de los sueños de los abuelos.

Pero no quedaba nada. La Siberia había sido expropiada más de diez años atrás para ser parte de una cooperativa. Mi abuelo no lo pudo soportar. Apenas la abandonó, la tristeza le reventó la próstata. Solo quedaban los pisos de los secaderos de café gourmet y el piso de mosaicos donde me gustaba sentarme a tomar chicha. Mi hermano se ponía las manos en la cabeza y caminaba despacio cada secadero, eran cinco rectángulos perfectos. Después de recorrerlos todos me dijo, si papi ve esto, se muere de tristeza, ¿verdad, Martica?

Los viajes largos los hacemos por tramos, y los guardamos en la memoria por la inclemencia de la lluvia. El último que hicimos de Miami a Fayetteville fue histórico, creía que no llegábamos, bajábamos la velocidad porque apenas se veía el carro que iba delante. En tres horas llegamos, ya los niños están inquietos. Han esperado el viaje del año con la misma ansiedad que yo esperaba el mío a La Siberia por estas fechas cuando ya han pasado las horas, los meses, los años y ha bajado la marea.