El viaje inverso

Fue lo primero que hicimos hoy. Ir al correo central del pueblo y recoger el paquete que días antes habíamos logrado interceptar desde México para que no estuviera en la puerta de la casa por dos semanas.

En menos de cinco minutos cargábamos con una mano, como si se tratara de libros ligeros, una caja mediana de cartón con las cenizas de mi primo René. Nos movíamos ágiles con el peso de un cuerpo de más de trescientas libras y sesenta años, que vivió más de la mitad de su vida en el exilio, treinta y siete años exactamente.

De regreso a casa, donde ya todo estaba listo para salir otra vez de viaje, manejamos por una calle llena de jardines. Yo miraba por la ventanilla del carro y trataba de recordar los nombres de las flores que veía en inglés y español al mismo tiempo.

Hibiscus y amapola, tuberose y azucena, white ginger y mariposa, gardenia y jazmín del cabo… Todos me suenan mejor en español, debe ser la memoria afectiva, porque mi abuela América me los enseñó cuando arreglábamos juntas el jardín del patio en las tardes calurosas de Bayamo.

Ir despacio en el carro por una zona residencial me permite descubrir un jardín de rosas. Y me parece que veo a mi abuela, quien ha acabado de “hacer la paloma” —lavar a mano la ropa sucia del día anterior—, al lado de su cantero favorito. Con apenas seis años, yo la miro atentamente mientras corta una parte del tallo de la rosa búlgara, un hijo, dice ella, y lo pega al tallo de la rosa blanca. El mandarina es un color muy fuerte, habla con fuerza para luego suavizar el tono, yo quiero el milagro de rosas jaspeadas, anoche las soñé así.

En ese momento llega mi primo René, sudado, en una bicicleta veinticuatro —en Cuba las bicicletas se clasificaban por números, no por marcas; y luego por países, chinas, rusas, cubanas— muy pequeña para su tamaño de casi seis pies. Y comienza el ritual del primer nieto.

Ella hace una cruz rápida que empieza en la frente, pasa por el hombro izquierdo, termina en el derecho y susurra: que Dios me lo proteja siempre.

Siéntate, te voy a hacer una limonada, dice abuela. Todavía no he hecho la mantequilla, pero ahí está el “gordo” de la leche y se lo puedo poner a un pan de gloria, le explica, lo empuja dulcemente por los hombros para sentarlo.

Pero mi primo trae prisa, se le nota en la mirada y en las manos que no deja de pasar por su cabeza. Solo vine un momento, abuela Meca, dice mientras apura la limonada en tres tragos y deja intacto sobre la mesa el pan de gloria relleno con gordo de leche. Se levanta, me apunta con el índice de su mano derecha y dice sonriendo, te voy a traer unas cañafístulas para que te abran el apetito y engordes un poco que estás transparente.

Así me decían a menudo cuando era niña, y yo imaginaba que sí, que a través de mi cuerpo se podía ver como por acto de magia.

Me quedo sin respiración de solo pensar en el olor de la cañafístula, todo se revuelve dentro de mí y cierro los ojos. Cuando los abro ya mi primo está diciendo, deme la bendición, abuela Meca. Ella hace una cruz rápida que empieza en la frente, pasa por el hombro izquierdo, termina en el derecho y susurra: que Dios me lo proteja siempre.

Nadie de la familia lo volvió a ver, ni siquiera sus dos hijos nacidos de un amor adolescente. Solo yo, veintiocho años después de aquella tarde tuve esa dicha. Nos encontramos frente a su casa en Natalia, Texas —el lugar más árido que conozco hasta ahora— y mis brazos no me alcanzaban para abrazarlo. Pesaba más de trescientas cincuenta libras.

Lo primero que me dijo después de enjugarse los ojos con sus dedos fue: aquí no hay cañafístula, pero ya no te hacen falta. Yo volví a cerrar los ojos y otra vez mi estómago dio un vuelco.

Solo con aquella limonada y la bendición de nuestra abuela había salido para el Puerto del Mariel, en La Habana. Lo que allí vivió es el inicio de su no rastro. Nunca contó cómo llegó ni cuánto sufrió antes de abordar el barco que lo sacó de Cuba.

Sus años siguientes se parecen a los de muchos otros que llegaron desconcertados a la libertad. Aquí se abre un gran paréntesis que incluye las maneras más absurdas para subsistir, muchas de ellas lejos de la ley.

Mientras los otros acomodan las maletas en el carro, yo abro el paquete. Una caja dentro de otra caja, más pequeña que una caja de zapatos. Ahí cabe todo.

La inadaptación a un país que ofrecía libertad con orden, idioma y clima diferentes, y el largo camino del inmigrante para acariciar toda la vida un sueño, apenas divisarlo. Mi primo no fue la excepción, sino más bien el lugar común. Violaciones de la ley, cárcel, motín de presos en Atlanta, pérdida de la residencia permanente en USA, y una orden de deportación que nunca tuvo lugar.

Ni siquiera mi tía María, su madre, recibía noticias suyas con frecuencia. Había largos silencios, a veces años sin noticias. Pero cuando menos se esperaba, llegaban postales con paisajes desolados de Kansas, Missouri, Tennessee o Nevada.

Yo siempre preguntaba por qué no había rastro humano, al menos la sombra de una persona, en aquellas imágenes que mandaba como señales de humo, y que mi tía guardaba meticulosamente debajo del mantel de la mesa del comedor.

 

Es que es un país muy grande, ¿tú crees que la gente vive allá como nosotros aquí, unos arriba de los otros?, me decía mi tía mientras acomodaba las postales muy cerca del balance donde pasaba horas mirando el techo.

Llegamos a la casa y mientras los otros acomodan las maletas en el carro, yo abro el paquete. Una caja dentro de otra caja, más pequeña que una caja de zapatos. Ahí cabe todo. En la parte superior, el nombre de una funeraria en San Antonio, Texas, donde se hizo la cremación. En un costado, entre los pliegues del cartón doblado, sus últimas licencias de conducción, las tarjetas del seguro médico y del permiso de trabajo.

Puedo decir que mi primo murió discretamente. Su muerte apenas la he notado, a no ser en el momento que veo su número en mi teléfono y sé que si marco nadie contestará. O esta mañana, cuando cargamos fácilmente la caja de sus cenizas y sentí lo livianos que podemos ser.

Maneras absurdas de subestimar un cáncer. Nunca más me contestó el teléfono, solo tenía noticias de él por terceros.

Hace unos meses ya sabía que estaba enfermo. Primero el corazón, después la circulación de las piernas y finalmente un cáncer de páncreas. Me llamó por teléfono y habló de su enfermedad con la misma calma que me explicaba cómo llegar a Miami con mejores vistas que las del Florida’s Turnpike.

Había manejado el país entero a cincuenta y dos centavos la milla. Conocía todos los atajos, todos los caminos. Vayan por esta otra vía, así van a ver el mar, no se parece al de Cuba, pero es el mar, decía, y hacía un silencio.

Y yo, que nunca he entendido direcciones o cómo llegar a los lugares, tampoco entendí cuando me habló de pruebas médicas, biopsias, pérdida de peso, quimioterapias y un dolor intenso en el abdomen. Yo no lo podía creer. A cada minuto me decía: no digas nada a la gente en Cuba, no quiero que mamá lo sepa todavía.

Luego de esta conversación vino un viaje, tenía que verlo con mis propios ojos. Comprobar que había perdido casi cien libras y oírlo soñar otra vez con el arroz congrí de tía Alicia, las carcajadas de su madre, las exigencias de su tía Martha —mi madre— y la bendición de abuela Meca. De esa visita me quedó la esperanza de que podía mejorar y volvería a la normalidad.

Maneras absurdas de subestimar un cáncer. Nunca más me contestó el teléfono, solo tenía noticias de él por terceros. Luego entendí que lo hacía para protegerme. Yo seguía siendo en su memoria aquella niña que necesitaba comer cañafístula para levantar el apetito, aunque ya no fuera transparente.

En menos de un año tuvimos que regresar. Manejamos más de 600 millas bajo la lluvia para llegar a su muerte en un frío hospicio de San Antonio. Casi puedo decir que me esperaba para dar el paso hacia ese no-lugar que todos soñamos existe, pero casi nadie puede confirmar.

Me dijeron: háblale, él te puede escuchar. Entonces le dije: aquí estoy, vine a verte. Me contaron que le salió una lágrima que no vi, las mías no me lo permitieron. Pero en silencio le seguí hablando y poco a poco su respiración se fue calmando hasta que dio el paso.

Mi primo René murió con la cabeza de lado y los ojos entreabiertos.

De todas las personas en aquella habitación, solo él y yo teníamos la misma sangre. Pero mi primo, exiliado hasta de quien un día fue, caminó a un lugar mejor rodeado de esa gran familia que creó lejos de Cuba. Los hijos de otros hombres que él ayudó a crecer, nietos y bisnietos adoptivos, mujeres que lo amaron, casi sin saber quién era en realidad. Fue de esas personas que no saben quedarse con nada o retener fortuna a su lado. Todo lo regalaba, era su fe de vida.

A nosotros, especialmente, nos ayudó desde que llegamos al exilio, nos dio su mano y escondió el dolor. Mi primo René murió con la cabeza de lado y los ojos entreabiertos hacia una ventana que apenas dejaba ver las copas de unos árboles, techos y un cielo difuminados por la lluvia. Un paisaje extraño que para él debe haber sido familiar, porque un exiliado total hace suyo y se aleja al mismo tiempo de cualquier escenario. Nada le es completamente lejano o cercano.

Yo sabía que su respiración se iba espaciando y pensaba a cuántos de la familia le cedería mi silla para que lo vieran por primera y última vez después de treinta y siete años.

Lo miraba e imaginaba cuántos morían con él, cuántas veces murió antes, cada vez que muchos de los que viajaron en los barcos atestados del Mariel se suicidaron, murieron abandonados o en hospicios, solo acompañados por una enfermera que entra a ratos para asegurarse con un frío estetoscopio de que el corazón ya no late más.

Miro fijamente la caja de sus cenizas antes de cerrar la puerta de la casa y atravesar esos paisajes desolados que mi primo mandaba a Cuba en forma de postal. Ahora entiendo por qué no tienen rastro humano: son la nada. Dibujo muy rápido su viaje de regreso que me confió antes de morir. Dejó escrito: que Martica lleve mis cenizas a mamá.

Ya me veo con esta caja, que se deja cargar con una sola mano, en una ruta que imagino así: Tulsa, Oklahoma – Miami, Florida – Habana, Cuba. De ahí caminaré por las calles en ruina de Centro Habana. Atravesaré los portales ennegrecidos de Belascoaín, bordearé los basureros de Zanja y entraré a uno de los tantos solares de Salud esquivando las aguas putrefactas que han abierto surcos en la calle.

 

Llegaré al último apartamento. Y entonces, pondré en las manos de mi tía —quien estará sentada cerca de la esquina de la mesa, acomodando el mantel que guarda las postales— la caja de cartón mediana con más de trescientas cincuenta libras, sesenta años y el exilio.