‘Narcisos’


Narcisos’, una novela de Eduardo López-Collazo.


Llamadme Carmen. Siempre quise empezar una novela así, aunque no tuviera la fuerza de aquel «Llamadme Ismael» con el que comienza ‘Moby Dick’. Nací en España, me inscribieron como María Beatriz del Carmen Jiménez, algunos me llaman Bea y otros Carmen. Hay cosas contra las que no se puede luchar, entre ellas que conviertan mi apellido paterno en nombre propio.

Soy psicóloga, con más precisión, psicoanalista. Me fascina escribir, pero nunca he logrado que me publiquen nada. Trabajaba con el subconsciente y creía en eso de hablar como terapia. Tengo, o tenía, una consulta en una céntrica calle de Madrid y me he ganado la vida escuchando a los otros, haciendo que hablen y se enfrenten a sus yos ocultos. No me va mal o, más bien, no me iba mal. Ahora todo ha cambiado, pero de eso te hablaré después. Tengo la sensación de que el mundo se transformó desde aquel momento en que sólo era capaz de distinguir los contornos de las frases, y las palabras se diluían antes de encontrarles su sentido.



Conservo un recuerdo nítido de su primera sesión: se sentó frente a mí y, después de un «hola» casi inaudible, se lanzó:

—He enviado un mensaje al chaval que me gusta a las cinco de la madrugada, ¿te lo puedes creer? ¡A las cinco de un día laborable! Yo iba encharcado en ron. Creo que estaba insultándole por destrozarme la vida, por desollarme el corazón sin anestesia, por ser un imbécil, un despojo y un canalla. Juro que lo leí antes de enviarlo y me pareció que no le faltaba ni sobraba una coma. ¿Te ha respondido a ti? Porque a mí, no.

— ¿Por qué vienes a verme, Humberto? —atiné a preguntar antes que continuara.

—Porque estoy como una puta cabra. Cuando era un niño me dio por dormir con una yogurtera, después con un taladro y más adelante con un alargador del tamaño de un coche —soltó cual monologuista—. Luego tuve la época de comer tierra, pero eso te lo cuento otro día, si viene al caso. Bueno, y porque me dijeron que era recomendable hacer terapia. Un amigo lo llama echar el cable a tierra.

—Entiendo que estás diagnosticado —me aventuré a decir para romper la dispersión.

—¿Ves? Todo el mundo se da cuenta menos el tonto del grupo, yo.

Esas fueron las palabras previas a otra sarta de anécdotas mezcladas con sus propias conclusiones y cambios de ritmos.

Con excitación me relató sus rupturas y enamoramientos; el sufrimiento que le causaba cada novela que escribía; la necesidad de encerrarse en casa durante una semana entera para terminar el último capítulo de su segundo libro —el de mayor éxito—, y la enorme decepción con el tercero, —el que nadie leyó—.

Cuando se marchó y cerré la puerta tras sus espaldas, escribí: «TDAH». Desde el principio tuve claro que padecía un trastorno de déficit de atención e hiperactividad.



Cuando terminé la universidad quise dedicarme al psicoanálisis, lo tenía claro, pero mi diana estaba en las mujeres. Soñaba con una consulta a donde acudirían universitarias listas que se liberaban de la opresión histórica; amas de casa con aptitudes de novelistas; mujeres que necesitaban hurgar en su pasado para liberar una potencialidad amarrada con los hilos más fuertes: los invisibles.

Con mi amiga Luna, —a veces Sol—, mientras estudiábamos, ella Derecho y yo Psicología, edificábamos castillos de igualdad, qué digo de igualdad, lo que queríamos era inclinar la balanza hacia la mujer, un matriarcado intelectual con sexo incluido.  Pero no fue así, la agenda de mi consulta está —con rigor debería decir «estaba»— llena de hombres cincuentones que acudían a mí para hablar de lo que ya no eran. Habrá quien lo llame destino, yo lo defino de otra manera. Los caminos son difíciles de trazar cuando las historias son escritas por otros.

Un vistazo rápido y parece un chiste, un desfile de Narcisos: Oliverio, Alberto, Osvaldo, Claudio, Joaquín, Humberto, Gonzalo y Aisiyú. Con el último se duplica la dimensión de la broma; seguiré con él.

Este señor es resultado de la unión de una cubana y un venezolano, pero lleva siglos en Madrid. Su madre migró a Caracas cuando aquello era Venezuela Saudí, se casó con un oriundo y allí los pilló la debacle. De físico portentoso y maneras tan masculinas como elegantes, era imposible pasar por alto su atractivo. Recuerdo que entró resuelto, se sentó con seguridad y me dijo:

—No me llamo Raúl como te dije por teléfono, mi nombre es Aisiyú, mi madre es cubana y mi padre venesolano, se suponía que debían llamarme Guillermo Jesús o Jefferson Moisés, pero ellos fueron mucho más allá y a mi hermana le pusieron Yusimí, como si leyeses you — see — me, escrito todito juntico en español, y cuando nasí ¡me pusieron la respuesta!: I — see — you. ¡No te esfuerses! Prefiero que te rías ahora que después.





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La Rusia que ha forjado Putin

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