“Empótrala. Contra la pared”, se dijo el hombre.
Y jaló a la mujer por la crin. Aferró la cadera carnosa, sudada, y embistió. La mujer apoyó las manos, separó las piernas, tanteando el equilibrio. Empinó la grupa, aceptando el envite, y desapareció en la pared.
El hombre controló el tambaleo, miró sus manos vacías, el desamparo del falo, y chasqueó la lengua.
“Caramba…”, musitó, y fue hasta la mesa. Escribió que empotrar no era el verbo adecuado. Engañosa palabra, se dijo, que parece venir de potro, y potro es virilidad, y virilidad es tenerla a ella, brillando de sudor, contra la pared. Pero no funciona así.
La mujer salió de la pared, apartó el cabello que le caía sobre la cara, y esperó.
“Ámala. Contra la pared”, pensó el hombre.
Y la acarició. La acarició con calma. La acarició de norte a sur, y de regreso. La acarició a la redonda. Siguió cada curva y visitó cada oquedad. La mujer gemía. Gimió tanto, tanto disfrutó la caricia, que no parecía tener fin ni en tiempo ni en lugar, que se derritió. La mujer resbaló por la pared, y escapó entre las junturas de los mosaicos.
“Amar tiene límites. Tanto en tiempo como en espacio”, escribió el hombre. Consideró por un instante llevar la idea a un par de ecuaciones, pero decidió masturbarse. ¿O será la pared?, pensó, mientras procedía con método y oficio.
La mujer entró por una ventana cerrada.
Se arrodilló frente al hombre y esperó. El semen le salpicó el rostro. Se enredó en un mechón de cabello, moteó los senos hinchados. Cada gota perforó la piel, chamuscó el pelo, hizo hervir sus labios y le marchitó los pezones. La mujer, delicuescente, se hizo un charco que olía a nueces, y se evaporó.
El hombre suspiró. Pasó los dedos húmedos por la mesa, miró sus notas. Deliquescĕre, pensó en escribir, a falta de verbo, pero desistió y se fue al vestidor.
Eligió unos vaqueros desgastados, un cinto de cuero, una camisa blanca y unas botas negras de media caña. Eligió un reloj aparatoso, una colonia discreta, lentes de sol, tomó las llaves y salió a encontrar una mujer a la que no tuviera que inventar cada vez; una mujer que pudiera empotrar, amar y empapar de semen, sin temor a que cada vez se le rompieran sus mejores hechizos, pues se percató, por fin y para siempre, de que, tal vez, podía ser mejor amante que hechicero.
La experiencia formativa
En ese entonces los papás de Raquel no se decían mucho, pero yo tampoco entendía que había algo debajo de ese silencio. Tenía dieciocho años, había regresado de mi experiencia formativa, y me costó darme cuenta, durante mis primeros días como esposo de Raquel, de que el silencio entre sus padres era el mismo silencio que envolvía a toda la comunidad.