Una mujer espera, sin saber lo que espera. Una mujer así, tendría que saber…
Desde lejos, en mi distancia, analizo sus formas, la curva de su cadera cuando se acuesta de lado en la cama a mirar el techo, las nubes que pasan, una, dos, que ella dibuja en el techo con sus ojos y el rayo de sol; el sol con atrevimiento se cuela entre sus piernas sin que su corto vestido consiga detenerlo. La miro, la examino, la adivino…
La mujer, por supuesto tendría que llamarse Eva. Al menos yo, la voy a llamar Eva, aunque sea otro su nombre.
—¿Te vas? ¿Otra vez te vas? ¿Y hasta cuándo? —ella interroga, pero el hombre la mira y no responde. La mira y no la besa…
Una mujer con la cabeza en las nubes se despide de su marido en las mañanas. Y espera su regreso a la caída de la tarde. Absurdo regreso cotidiano, de un marido que casi nunca vuelve, no retorna a tiempo, antes de la llegada de la noche, porque se le hizo tarde en el mundo y sus faenas, la tierra, otro cuerpo de mujer, quizá allá, otros cuerpos…
Ella tendría que saber tantas cosas… Y si no, no iba a ser culpa de nadie. Mucho menos, mía.
La mujer a ratos, por aburrimiento juega a ser otras. Y escribe o se mira en el espejo. Vive con el objetivo de contarse historias. “Así podría ser el mundo si…” Juega a reconocerse. O ver el tiempo pasar y vivir. Se vive para vivir a veces…
Ella se mira mientras yo la miro. O no es que la miro, porque no puedo ver con los ojos que a mí me fueron dados… Pero sí detecto sus movimientos. Poco a poco la estudio, analizo cada uno de sus gestos sin que nadie lo sepa, ni ella misma.
Juega a ser otra, quién sabe, una capaz de matar o de dar vida. Una mujer con la cabeza en las nubes…
Y luego me sirvo una copa de vino, o enciendo un cigarro. Fumo y transcurro. Pienso. Estoy sola y pienso…
Afuera una nube, dos nubes, un pedazo de cielo. Me entrego a pensar mientras fumo. Nadie podría adivinar lo que ocurre en mi cabeza; en la mía, ni en la de cualquier otra mujer.
En cierto momento salgo al patio. He de tender la ropa, todavía con un cigarro al filo de mis labios. Como si tender la ropa resultara el acto más trascendente. Cada pieza de ropa. Como si yo tuviese entre las manos algo vivo, como si tuviera entre mis manos, una pieza de mucho valor…
Y espero. En el fondo, cada día espero que ocurra un suceso y me arranque de aquí, de mi historia o este lugar que ocupo en el tiempo… Y espero. El tiempo…
La miro. Yo que ni siquiera pertenezco a su mundo la observo. Yo, libre de culpas.
Es joven, de carnes firmes, un tanto despreocupada. Lleva el vestido corto, más corto que nunca; se recoge el vestido en un nudo que facilita el paso a sus muslos generosos. Lleva la piel al sol.
Una mujer puede ser así, cuando siente que nadie la mira. Descuida cualquier acto de coquetería, los mohines que aprendió para agradar. Hasta pareciera a ratos una niña, pero a la par rebosa esa esplendidez de la vida en su estado natural y primitivo.
Una mujer puede ser lo primitivo también. Y nadie tiene la culpa. Mucho menos yo.
Tiende la ropa entre las matas de mangos. Y vuelve después a la casa a escribir, a disfrazarse de otras, en las historias que se inventa. Y espera. Y espera. Y espera. Mientras está sola así, en su casa, ese jardín. Y yo no tengo la culpa y pienso otra vez que a pesar de todo ella tendría que saber, adivinar…
Acontece el día y a la noche, Eva se encuentra sola en la oscuridad, sobre su cama. Piensa entonces en la muerte. Piensa y para espantarla se comienza a acariciar el cuerpo. Las manos suben despacio por los muslos mórbidos. Mientras yo la observo sin que ella lo sepa.
Un haz de luz de luna llega desde algún lado, y asciende junto a las manos de ella hasta encontrarle el sexo. Y entonces yo no tengo la culpa de saber que una mujer está viva y plena de avidez, cuando su sexo húmedo exhala un olor a frutas en sazón, que se ríe del aroma de los mangos del patio.
La mujer, que conoce su deseo quizá mejor que nadie, logra rendirlo, rendirse, a su propia caricia silenciosa. Pero de a poco, le llega de nuevo la desidia. Cede entonces al insomnio y al castigo de dar vueltas y más vueltas en la cama. Se levanta, enciende otro cigarro, y una lámpara además. Escribe un párrafo, una nueva frase larga, cualquier frase, donde me libera de culpas otra vez…
Eva tendría que saber… Y sabe.
Adivina a ratos, que su vientre terso podría marchitarse. A veces tiene ganas de sumergirse en el mar, o de tentar una transformación en otro elemento. Y es el anhelo de volar, de ser voluta de humo, semejante al humo del cigarro y huir del espacio que la encierra y la cercena.
Y una noche cualquiera, una noche entre tantas, porque llega un momento en la vida en que todos los días y las noches se parecen, una noche Eva tiene calor, tanto calor que se desnuda y sale afuera, a la puerta que da al patio de los mangos.
Justo entonces contemplo la visión, siento la visión: la mujer de pelo corto y revuelto, sin cuidar sus maneras, sin poses estudiadas, con el cuerpo entero frente al claro de luna y el vestido que cae, mal cae, sin alcanzar a cubrir sus formas… Y tiene ese suspiro que le remueve el pecho, como si le faltara el aire y es que la falta el aire, le falta…
Su cabeza languidece recostada a la puerta, mientras mira hacia afuera, a lo oscuro sin ver… Está sola, hablándose también, para escuchar una voz, aunque sea su voz…
Entonces hay algo que se enreda en mis pies. Ahí, mientras me hallo desnuda ante mi puerta, porque hace calor y a fin de cuentas, no hay nadie que pueda ni verme.
Con la noche negra de frente, siento algo que asciende por mis piernas. Al principio, me asusto. Pero no grito. Nunca grito al asustarme. Cierro los ojos. Lo que escala resulta frío. “Como mi soledad”, pienso sin saber por qué…
Y me quedo muy quieta, a la espera, sin moverme, en la expectativa de lo que pueda ser. Porque a la larga tendré que defenderme, tendré que luchar, si llega a presentarse la necesidad de deshacerme de lo que trepa al instante por mi cuerpo, sin permiso.
Mi cuerpo se tensiona. El corazón se detiene y luego se acelera. Y sudo. Y no digo una palabra. No me muevo. Pienso. Más que pensar, llega a mí una idea que acontece rápido y sigue de largo. Por un momento, creo, que llevo así toda la vida: quieta, a la expectativa, con la vista hacia el frente pero sin ver, a la espera.
Pero ahora no. Sube por mis piernas, muy despacio, o es que el tiempo se hace lento de repente. Y es el escalofrío, una señal de rechazo de mi cuerpo, de alarma. Y luego ya no.
Luego cierro los ojos y aguanto la respiración. Extiendo mi mano para agarrar eso, como una mano que remonta mi vientre. Sin dudar. Sin preguntarme si tendré valor. El corazón palpita a ritmo desbocado. Sudo a mares. Siento la tela del vestido, húmeda sobre mi piel. Y con los ojos herméticos todavía pretendo devolver mi conciencia a la calma.
Cavilar. Reconocer qué siento. ¿Miedo? ¿Rechazo ante eso que irrumpe en mi vida sin pedir permiso? Esa mano que ahora sujeto con mi mano. ¿Qué siento? ¿Una suerte de vértigo ante la sorpresa de lo inesperado?
Respiro despacio y quiero creer que el tiempo puede detenerse solo con mi gesto de sujetar esa fría expresión de la vida, que me acecha, o me convoca a sentir esto distinto, esto que viene de afuera, que no es mi propio cuerpo contra mi propio cuerpo.
El tiempo puede parar, y para. O no se detiene y acaso me encuentro en su vórtice, al centro de los tiempos. Extraña sensación. Soy de nuevo una niña, como hace muchos años. Una niña sin temor a nada. Pero con una sensación equívoca y a la par familiar.
El dolor en las rodillas, en las piernas, por caer y rasparme las rodillas llenas de tierra, inmersa en la risa de un juego infantil. En la boca un gusto amargo, de primer beso. Amargo, pero a la vez, hasta un tanto feliz. Y en la mano, un juguete o un regalo, no sé. Soy una mujer que debería saber, pero no sabe. Agridulce. El mundo entero es agridulce.
Hay un segundo en que una duda. Piensa hasta en matar. O decir no. Quizá es que habla el instinto de preservación, de un modo básico.
Porque una cosa viva se acercó a mi piel. Y mi cuerpo tuvo miedo. ¡Rechazo! Y a la vez, no sé por qué la emoción… Por un lado fue esa, la alegría de sentirme menos muerta, de sentir que podía sentir, por otro la certeza de saberme menos sola por un rato. El resto, y lo de menos: el miedo…
Una mujer así, sola, sin que nadie tenga la culpa, recoge aquello, como un juguete vivo que la cerca. Me acoge. Quizá por un momento duda: “¿Debería defenderme quizá? ¿Debería matar o dejarlo vivir?”
Y uno siente cómo la piel de ella se contrae. Y hasta transpira. Se estremece, mientras ocurre el contacto. Se asusta, aunque no grita. Disimula. Espera.
Ella cierra los ojos. Uno no tiene la culpa de percibir los latidos de su corazón. De sentir como esa mujer, que debería llamarse Eva, extiende su mano. Y tal es el momento en que uno titubea, y se pregunta qué podría pasar, el momento en el cual se está a expensas de la decisión de ella, en que ella tiene la vida de uno en sus manos.
Pero, después, ya no. Después, enseguida uno se siente a salvo. Porque una mujer así, necesita estar menos sola. Yo necesitaba estar menos sola…
Sujeto eso con mi mano, sujeto y, sin saber muy bien qué hacer, lo llevo adentro. De pronto, dejo de sentir miedo. Aunque tengo que tomar otra copa de vino, para calmarme, y encender un cigarro y esperar, pensar también… Inventarme incluso una explicación, porque cuando Él llegue (en algún momento Él va a llegar), yo debo tener lista la explicación, será preciso argumentar lo que ha pasado.
—Hacía calor. Salí afuera. Sentí. Y quizá tuve hasta un ápice de lástima.
Es tanto el silencio de día y de noche. Sí. Está el canto de los pájaros. Los insectos, la naturaleza también…
Pero justo la naturaleza es el silencio, o el mundo como pudo haber sido al margen del tiempo y de los hombres, como si le faltaran las personas y no existiera más que una misma y los árboles, la tierra…
Una mujer a ratos siente lástima y un sentimiento maternal, quizá. A lo mejor ni siquiera es así y sí se trata de una necesidad de proteger o de conseguir compañía…
Una mujer necesita resultar convincente en lo que dice, y convencer, para que nadie dude de su palabra y que su palabra sea de tal modo la última palabra, respecto a cualquier tema.
—Está mal. Es un contrasentido. No debería existir junto a ti. No aquí. Quizá ni siquiera en el mundo —el hombre pronuncia la frase con una fuerza extraña, con un énfasis.
Una mujer, incluso una que no sabe, que no aventura apenas nada, puede prever, adivinar semejantes palabras y el reproche. Y anticipar entonces la respuesta. Cubrirse incluso, soltar los nudos del vestido, cual si hasta tal instante hubiese hecho mal, con la ropa muy corta, aunque sin darse cuenta.
Soltará así los nudos, para dejar que la tela le cubra los muslos, la carne. Escudarse en su soledad. Se ha de quitar también, discreta, con sus dedos, los restos del tabaco de los labios, en un intento de sonreír, de usar su cuerpo también para convencer. Su cuerpo, un arma, para obtener el fin que se ha propuesto.
Y yo voy a mirarla y luego, ya no. Voy a querer mirar hacia otro sitio, sin poder cerrar los ojos porque soy algo que no cierra los ojos; sin desear ver, ni tener culpa.
Porque empieza uno a darse cuenta de cómo va a ser todo a partir de semejante momento, de cómo ella va a sentirse menos sola, si logra ahora hacer su voluntad.
La voluntad de la mujer se impone, aún sin imponerse.
Y Eva habrá de repetir:
—Soledad. Durante el día, los días. Cual si el mundo no existiera, o el tiempo —pareciera que pide permiso.
—Pero está mal.
—Puede ser.
Y entonces le va a acariciar el pelo, la nuca y Él acabará por ceder, acabará por decir:
—Haz lo que quieras —en la boca de ella, antes de irse, de nuevo. Porque, la mujer siempre acaba por encontrarse sola, si bien esta vez ya no, esta vez va a estar un poco menos sola, sin que yo tenga la culpa.
Ella, la mujer a la que doy el nombre de Eva, cuando Él se vaya, cuando el hombre se marche nuevamente, se va a quedar con esa sensación de arder por dentro, con ganas de llorar y sin llorar. Pero luego comenzará a tranquilizarse.
Entonces servirá por fin un fondo de leche para mí. Ha de pensar, no sé por qué, que voy a beber esa leche que me brinda en un plato. Un jardín, una mujer, un hombre ausente y yo, un algo más…
Y será regresar al paso de los días. Desde el límite del tiempo, ver transcurrir el tiempo. Y el tiempo entonces ha de ser también la mujer, Eva.
Yo soy el tiempo. Y el tiempo transcurre en el regazo de ella, sobre su cuerpo fuego, su cuerpo que se estremece con cada roce mínimo de vida, su cuerpo laxo en los olores de frutas en sazón. Su cuerpo que se niega a entregarse a cualquier quehacer cotidiano, porque al presente languidece en un dulce no hacer nada, próximo a mi existir sin culpa.
Deambula descalza por el patio, un jardín. Me encuentro siempre cerca. Y la casa más lejos. La casa se hace gris, un recuerdo, a cada oportunidad más gris. Todo es mustio en la otredad del jardín. Pero ella está viva. Puedo notarlo. Más viva a cada instante. Y escribe en el aire palabras, un montón de palabras, como si estuviera un tanto en trance todo el tiempo, sin ver alrededor.
Ya no espera. De pronto, ya no espera, cuando a ratos me acaricia, o más bien es que cede a mi caricia a lo largo de su cuerpo, con su sonrisa de ojos entornados que después miran al cielo. Y yo no tengo la culpa. Ella me habla, se habla y siento su voz incluso en las vibraciones del suelo:
—¿Cómo sería, si hoy no fuese hoy? Es decir 15 años antes o 15 años después.
Sólo 15 años. O una vida entera. Antes o después, pero no hoy…
Porque habría que desandar el tiempo, el mundo para poder escapar de esta especie de bucle temporal en que una se condena a repetir a diario las mismas palabras, las mismas acciones de no saber…
Y de pronto, una noche, eres algo que perdí de niña. Eso es lo que me pasa, cuando emprendes el ascenso por mi cuerpo, muy despacio, empiezas por las piernas… Y me llega un sabor agridulce a la boca, similar a la vida.
Yo vuelvo a apreciar todas sus curvas, cada vez estoy más cerca de sus curvas, cuando yace en su cama y contempla las nubes, una, dos, que ella dibuja en el techo con sus ojos.
El rayo de sol en la mañana, con atrevimiento se cuela entre sus piernas. Y el mundo se hace gris alrededor, pero ella no. Su olor es también más profundo, cada día. Mi cuerpo recorre los rincones de su espacio. La mujer que me deja vivir, está viva…
—Pero el mundo no puede ser gris a cada hora. En ocasiones, se precisa un sacrificio para lograr un bien mayor. Eso, que hoy está aquí con nosotros, entre nosotros, es antinatural.
Y Eva entiende que, las palabras que Él pronuncia, ella las lleva adentro. Las reconoce, aunque le sea doloroso.
El mundo no puede ser gris a cada hora, ni tampoco una espera. Ella no tiene la culpa. Nadie la tiene… Mucho menos, yo, aunque ahora se me condene.
—Está mal —repite el hombre.
Y ella comprende y busca aproximarse a ese Él, que a cada ratos se va y no vuelve, o vuelve demasiado a deshora.
—Puede ser —responde, cede—. Pero tendría que existir un bien mayor. Si no, no. Si no, nada.
La mujer exige, por primera vez…
Con movimientos suaves, se aproxima a Él, como si a cada paso entretejiera una danza serpenteante, en cada gesto. Y lo acaricia. Comienza por acariciar sus pies y luego le asciende despacio por el cuerpo con las manos. Por un momento el hombre se interesa.
—Es como si no te conociera o fueses otra —le dice y ella sonríe, con los ojos abiertos sin poder cerrarlos—. Si tan solo siempre hubieras sido así.
La queja…
—Siempre es preciso hacer una elección. En ocasiones se precisa un sacrificio para lograr ese bien superior —pareciera que pretende convencerla.
Él le sujeta la cintura. Y yo los miro. Yo, que antes también he escalado su cintura, su vientre capaz de dar calor. Su vientre Eva.
Y ya sé lo que va a pasar. Y por primera vez ella también sabe. Y hasta el hombre, como si fuésemos de pronto una sola conciencia, en lugar de tres, una sola conciencia y el tiempo.
Una mujer espera… Una mujer como yo, podría matar o dar vida, como si ambas cosas fueran lo mismo. Escoger matar, con tal de hacer que ocurra eso distinto, que me arranque de aquí, de mi historia o de este lugar que ocupo en el tiempo a expensas de los otros…
Matar para vivir. Con el fin de que tres dejen de ser tres y sólo exista uno. Una. Unidad en el tiempo. Siempre el tiempo y un jardín. El patio y mis olores.
Y ahora, desde la cama, en mi distancia, observo esa piel vacía en un rincón, inútil cual una media vieja, como si no fuera su piel, y sí la mía, una muy vieja, de la cual por fin conseguí deshacerme.
Su piel desde un rincón, me mira y espera. Esa, que se acercó a mi piel en una noche, algunas noches. Y a mi vientre mujer, muy despacio. Y mientras, yo escribo nubes, invento palabras al margen del silencio.
Continúo sin saber… Nadie es culpable. Sigo sola. Pero no soy la misma…
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