Me llamo Estela, tengo sesenta y siete años. Soy tuerta y trabajo como auxiliar de limpieza en un hospital. No siempre fui tuerta. Perdí mi ojo a los cuarenta y siete años. No recuerdo nada de lo que pasó, solo sé que había mucha sangre, que mi marido me decía puta y que me levantara del suelo. Aún recuerdo cómo era mi ojo, el derecho, el que perdí. Era exactamente igual al izquierdo, pero no sé, ellos se complementaban. Recuerdo que antes de los cuarenta y siete años me decían que tenía una mirada bella, ahora ya no lo dicen, ahora trato de que no me miren, en ocasiones trato de no mirar. Pero les digo algo, siempre se les saca provecho a las desgracias. Yo, por ejemplo, ahora soy invisible. Ser invisible me permite ver y oír cosas que otras, con dos ojos, no pudieran. Ser invisible me ayudó a conocer la otra cara de las cosas, me ayudó a identificar quiénes estaban tuertas, como yo, del ojo derecho, o quiénes estaban tuertas, mutiladas por dentro.
Por ejemplo…, esa señora que vende empanadas de guayaba parece que siempre está contenta, ¿verdad? Ella es de lo más agradable, pero no está contenta. La he visto secarse las lágrimas, justo cuando vende la última empanada. La última me la vende a mí, luego saca la foto de no sé quién, le da un beso y se marcha.
¿Quién dice que ella, la de las empanadas, no está tan mutilada como yo? Las mutilaciones a veces dejan heridas cerradas en falso, estas siguen sangrando dentro.
Yo sé que un día me cansaré de ser tuerta, de ser invisible, de ser mutilada; me prenderé fuego como el ave fénix y renaceré de mis cenizas.
Mi nombre es Emilia, tengo treinta y siete años y trabajo como cirujana en un hospital. Tengo tres hijos bellos y un marido gerente de un hotel. Soy doctora porque me encanta mi profesión, no porque necesite trabajar. Mi esposo me lo da todo.
Si se me antoja queso gouda, él lo compra.
Si se me antoja una cremita antiarrugas de las que traen de Panamá, él la compra.
Si se me antoja un paseo de tres días a Varadero, él me complace.
Realmente no tengo problemas en mi vida. Ya les digo, mi esposo me lo da todo. Él trabaja mucho en el hotel para que no nos falte nada. Nunca he sabido lo que es el dolor, al menos el dolor físico, porque cuando tenía diecisiete años vi desde el balcón de mi casa cómo un hombre le daba golpes a su esposa hasta dejarla tuerta. Esa imagen no se me borra de la mente. Recuerdo que ese día decidí ser doctora, especialista en cirugía general.
La señora tuerta se llama Estela, aún vive frente a mi casa, sola. Su marido se murió, perdió un ojo, ella se lo arrancó con una cuchara y se desangró. Cumplió varios años en la cárcel. Hace poco le conseguí un trabajo en el hospital, como auxiliar de limpieza. Dice que limpiar el hospital le gusta porque se convierte en una persona invisible. Realmente no la entiendo, aunque les confieso, a veces también quisiera serlo, principalmente en las tardes, cuando llego a la casa.
Mi marido, como les había dicho, trabaja mucho. Él no puede atender a los niños porque llega muy cansado, así que esa tarea me toca a mí.
Emilia recoge la casa.
Emilia baña a los niños.
Emilia los ayuda a realizar las tareas.
Emilia prepara la comida.
Emilia le hace un masaje en los pies a su esposo.
Emilia está cansada también, muy cansada.
Hoy tengo que hacer una operación importante, de reasignación de sexo. Solo rezo por no quedarme dormida. Porque cuando me duermo, siento que ardo.
Mi nombre es Esther, tengo cincuenta y cinco años. Vendo empanadas de guayaba en la entrada de un hospital. A mí no me gusta la guayaba, cuando se derrite, cuando está en estado de ebullición parece alquitrán. El alquitrán tampoco me gusta, cuando cae sobre la piel se impregna en ella y no puedes sacarlo si no es con el cuero incrustado.
A mí no me gusta el alquitrán porque se parece a la historia. La historia es como el alquitrán impregnado, pero dentro, en algún lugar del pecho y duele mucho. Mi mamá me contaba que los hombres que querían ser mujeres eran maricones. Me decía que los hombres que se acostaban con otros hombres eran maricones. Me decía que los hombres que se acostaban con otros que querían ser mujeres eran maricones. Me decía que la mariconería era una desfachatez, una abominación y, por ende, aprendí que también era alquitrán.
Quedé embarazada a los veinticuatro años. Tenía la panza redonda como un balón de fútbol y las viejas del vecindario me decían que tendría un macho, tremendo machote. Yo estaba contentísima porque mi marido quería un varón, a mí me daba lo mismo, yo solo quería ser mamá. Parí a las cuarenta semanas. Las viejas del vecindario tenían razón, di a luz a un mulatón bello, de ojos verdes y con tremendos cojones. Mi marido decía que era igualito a él.
Que los cojones eran de él.
Que la belleza era de él.
Que iba a ser un rompecorazones, como él.
Decidimos ponerle Ernesto, el macho que se respete debe tener un nombre terminado en o. Ernesto nació, creció, se alimentó y se volvió maricón. Ahora ya no quiere tener nombre macho. Ahora no quiere tener cojones. Ahora quiere llamarse Esperanza. Ahora dice que es una mujer, atrapada en ese cuerpo, en el cuerpo de su papá.
Yo dejé de hablarle, yo no le hablo a los maricones, así que lo boté de la casa. Me basta con saber que parí a ese ser con alquitrán en la piel; con alquitrán y plumas.
Pero ese alquitrán es mío, esa es mi historia, ese es mi hijo y hoy se opera, hoy deja de ser hombre. Por eso estoy vendiendo estas empanadas de guayaba afuera de este hospital. Esta es mi excusa para estar con él, al menos para estar cerca, porque yo detesto a los maricones y a los que se creen mujeres más, pero es mi hijo y lo amo. Aunque este amor arda, en la piel y en el pecho.
Me llamo Esperanza, tengo treinta y un años y soy transexual. Ser transexual no es ser maricón, yo soy una mujer atrapada en este cuerpo que debo bañar, tocar, afeitar. Detesto este cuerpo. Detesto tener que lavar un rabo que no me pertenece, ese rabo que cuelga entre mis piernas no es mío, pero lo siento. Este cuerpo es como un cadáver que debo cargar todos los días. Este cuerpo es como una funda que me atrapó desde que tengo conciencia, desde que me vi en el espejo y no me reconocí.
Ser transexual significa tener en el carné de identidad un nombre que no es tuyo.
Ser transexual significa cantar la canción que más te gusta con una voz que no es tuya.
Ser transexual significa que tu papá te grite maricón, que tu mamá te bote de la casa.
Ser transexual significa irte de la casa, porque no te quieren, porque eres una mujer diferente, pero eres una mujer. Aunque no lo acepten.
Por eso estoy aquí en el hospital, en un quirófano gigantesco, para despojarme de esta funda. Para salir a la calle sintiéndome nueva. Para ir directo hacia donde está mi mamá y decirle que ya no me llamo Ernesto.
Yo sé que en el fondo mi mamá me quiere, aunque me llame alquitrán, aunque me llame maricón. Yo sé que ella me quiere porque ahora mismo está vendiendo empanadas de guayaba en la entrada del hospital. Yo sé que ella me quiere porque a ella no le gusta la guayaba, tampoco le gusta vender. Ella está aquí por mí, por eso, cuando el escarpelo haga su primer corte no tendré miedo, porque no estaré sola. Ella está aquí conmigo, aunque sea en la distancia. Ella está aquí para ver cómo me quemo en la pira y luego abro las alas, las que nunca tuve.
© Imagen de portada: Oscar Rodríguez.