El ómnibus de dos pisos penetró en aquella calle que su amigo Jack había calificado de mítica y Hugo se irguió para ver mejor. Viajaba en el segundo piso del vehículo, algo que desde niño había sido un deseo recurrente.
Ómnibus rojos londinenses en la pantalla de sus películas de infancia eran ahora una realidad y desde su asiento contempló la efervescencia de King’s Road. Mucho lamentaba no tener su Leica consigo. Por lo menos, su Minolta. Era impresionante ver cómo el color explotaba en la luz de la calle.
Aunque nada como la luz de La Habana, pensó, su Habana ya muerta. En su país se había entronizado el verde olivo como único color de moda y durante unos meses le fue excitante fotografiar a las muchachitas vestidas en sus ajustados pantalones de milicia, euforia generacional recuperada ahora en Londres en una revolución muy diferente.
King’s Road era la calle principal de Chelsea, un barrio sin la riqueza de Knightsbridge ni la miseria del barrio de Michael. Había sido la vía privada de Charles II para desplazarse a su palacio de Kew durante su reinado en el siglo XVII. Ahora era el eje esencial, la columna vertebral del Swinging London, el kilómetro cero de la contra-cultura juvenil que tantas veces su amigo le había descrito por carta.
A medida que aquel ómnibus avanzaba, Hugo observó las puertas y ventanas pintadas de colores inesperados: rojo imperial, amarillo canario, violeta como flor de primavera. Una explosión de color entre muchachitos que llevaban el pelo cortado en paje, aquel estilo nuevo que era al mismo tiempo medieval y que a Hugo le recordaba las comedias de los Three Stooges.
El fotógrafo se levantó, sonó el timbre para detener el ómnibus y bajó la escalerilla en caracol que lo llevó a la puerta de salida. En cuanto el vehículo se detuvo, bajó a la acera.
Un grupo de jovencitos caminaban en su misma dirección tomando toda la acera norte de la calle. Hugo los dejó pasar, observándoles de cerca, comprobando cómo se abrigaban con viejas, muy viejas casacas militares cuya historia imperial convertían así en visión irónica, tomándole el pelo al pasado.
Y fue entonces que la respiración se le cortó, yeah, yeah, cuando vio las altas botas de cuero bajo las faldas inesperadamente cortas de las jovencitas que desde la otra acera coqueteaban con los muchachitos imperiales, armadas ellas por Mary Quant para las guerras sexuales de la adolescencia.
Flor de erotismo a medio muslo, a veces más arriba, al borde mismo del ataque al corazón de un hombre con buen ojo para la belleza de mujer.
Y por allá vio otro grupo… Y otro… Y otro… The King’s Road repleta de adolescentes retozando, gozando, creando un momento clave en un Londres propio. Y por supuesto, la música… La música saliendo de cada una de las ventanas abiertas al calor inesperado de aquel Indian summer…
Good day sunshine
I need to laugh and when the sun is out
I’ve got something I can laugh about
I feel good in a special way
I’m in love and it’s a sunny day
En aquella deslumbrante tarde de principios de otoño, Hugo escuchó a
través de cada ventana, en la larga hilera de casas solamente diferenciadas por el color, casa tras casa, ventana tras ventana, el refrán de una canción:
En la vitrina de uno de los comercios Hugo había visto desde el ómnibus un par de botines de tacón alto. Cuban heels, anunciaba el letrerito junto a los zapatos. El fotógrafo entró en la tienda.
—Di chus —dijo al empleado que le abordó enseguida. Y señaló las botas en la vitrina.
—Very well, sir —dijo el vendedor, y sacó los zapatos.
Hugo tomó uno y admiró su corte, la calidad del cuero, su suela, su tacón.
—Italian, sir —explicó el vendedor—. Twenty guineas.
—¿Guineas? —preguntó Hugo, sorprendido.
¿Guineas? ¿Qué carajo serán las guineas?, se dijo. ¡Si a mí lo que me dieron fueron libras esterlinas cuando cambié el dinero en el tren!
El auto siguió los surcos dejados en la nieve por las llantas del Austin y bajando al mínimo sus luces, Mannel comenzó a acercarse lento por aquel camino secundario.
Detuvo el Jaguar del otro lado del camino y regresó a pie. Vio el Austin junto a un sendero nevado al que daban puertas protegidas por un breve techo de madera. Pasos marcados en la nieve llevaban a una de las entradas. Mannel se acercó en silencio. Escuchó.
En el interior de la habitación, dos hombres y una mujer discutían.
“¿Coño, no hay por ahí un poco de whiskey? ¡Allá afuera hay un frío del carajo!”, dijo una voz de hombre.
“No, no hay whiskey, se oyó decir a la mujer. Ni siquiera vino”.
“Entonces voy a la recepción y compro”, respondió el hombre.
“No, dejá, voy yo”, dijo la mujer. “Pasáme la llave de tu auto por si tengo que llegarme al pueblo. No creo que en la recepción vendan alcohol”.
“Siempre hay que creer, Tamara”, dijo una segunda voz de hombre. Su tono sonó didáctico entre tanta nieve. “Que cuando se cree se crea… y se hace posible”.
Hubo un silencio y Mannel se preguntó qué pasaba. Luego se escucharon pasos y el alemán se escondió detrás de una columna, junto al umbral de otra puerta.
Tamara salió de la habitación, cerró su abrigo y caminó por el sendero nevado hasta el edificio principal, al que entró por una puerta lateral. Mannel la siguió.
Desde la puerta le escuchó preguntar dónde comprar whiskey y la voz ronca de un hombre de actitud amable y acento difícil le dio instrucciones sobre cómo llegar a un comercio en un caserío cercano.
Mannel la vio salir del edificio, dirigiéndose al auto de Ariel. Tamara lo abrió, se sentó al volante, y cuando se disponía a encender el motor, el hombre se le sentó al lado. La muchacha dio un salto de sorpresa.
—Vamos —dijo Mannel—, que tenemos que hablar.
—No tengo nada de qué hablar contigo —dijo Tamara, reponiéndose.
—Antes no me tratabas así.
—Ya… Antes de escapar vos sin avisar.
—Pero he vuelto, ¿no es cierto? He vuelto por ti. Miami es un buen lugar para trabajar juntos. En cuanto al calvito, desentiéndete. Los ingleses se van a encargar, todo está ya concertado. Oswaldo también viene a Miami, su antiguo jefe ya lo contactó.
—¡Pero yo no!
Tamara abrió la puerta y trató de salir del auto, pero se encontró con la pistola de Ariel, que le apuntaba a la cara.
—Échate a un lado —le dijo, empujando la cabeza de la muchacha contra el respaldar del asiento. Un fogonazo sordo surgió del silenciador de la pistola y el cuerpo de Mannel se retorció y cayó sobre el asiento.
Tamara miró el cadáver y luego, lentamente y sin decir palabra, se volvió hacia Ariel. Incrédula.
Ariel abrió la puerta del auto, agarró el pelo de Tamara y le torció la cabeza hasta dejar al descubierto su lado derecho. Tal vez su mejor ángulo.
La muchacha supo lo que iba a ocurrir, pero lo aceptó. Esa había sido una de las primeras enseñanzas de Mannel, cuando todavía adolescente lo había conocido en aquel sórdido salón de baile del Berlín Oriental.
Convertirse en su amante no le fue difícil, aunque lo que más trabajo le dio fue conseguir que la considerara su discípula más aventajada en la Stasi. Alguien en quien tuviera resonancia su lucha a muerte —a muerte, pensó Tamara, mirando de reojo el cuerpo inerte junto a ella— por la Causa.
Antes que nada, hay que aceptar tu suerte, le había enseñado Mannel. Y transformarla, si puedes. Con tranquilidad, manteniendo baja la cabeza de la muchacha, Ariel colocó la pistola sobre su sien y disparó. Un disparo apagado, de nuevo mitigado por el silenciador. Un hilo de sangre salió del pequeño agujero que dejó la bala.
* Fragmento de la novela Revólver.
© Imagen de portada: Tom Def.
Sobre ‘Gimnasio’ de Juan Abreu
Juan Abreu es un enemigo declarado, militante, de la vulgaridad e imbecilidadde la sociedad contemporánea, contra las que hay que escribir.