Sobre ‘Gimnasio’ de Juan Abreu

La mejor manera de escribir sobre Juan Abreu es repetir sus propias palabras, transcribirlas. Copiar las frases, los numerosos pasajes que uno, admirado o divertido —o ambas cosas: casi siempre ambas cosas—, ha subrayado en sus libros. Y después coserlos con algo, enhebrarlos. Eso es lo que voy a hacer.

Se reedita Gimnasio,[1] uno de sus mejores libros. O por lo menos uno de los que más me gustan. En Gimnasio, tal vez como en ningún otro de sus escritos “autobiográficos”, aparecen maravillosamente ensambladas, acopladas, las grandes obsesiones de Abreu. O lo que yo creo que son sus grandes obsesiones. A saber: el sexo, la muerte, la verdad, el arte, la política y la historia personal —historia personal que es, también, de más está decirlo, la historia de Cuba y de la llamada Revolución cubana, esa gran estafa que Abreu, desde sus primeros libros, no se ha cansado de fustigar. 

Emanaciones de una rutina. Pero de una rutina —la de la asistencia al gimnasio— de Juan Abreu. Es decir, una rutina antirrutinaria. Cambiante, fresca, siempre colorida. Con episodios o estampas muy variados: anécdotas, recuerdos, reflexiones, microrrelatos, pequeños poemas en prosa —siempre alejados, los “poemas”, de la trillada melifluidad de la dicción poética: una de las muchas bestias negras de Abreu.

En el epígrafe y, después, unas páginas más adelante, ampliando la cita, Abreu nos trae a Montaigne: “No somos más que ceremonia; nos arrastra la ceremonia y olvidamos la sustancia de las cosas”. 

Sus grandes obsesiones: el sexo, la muerte, la verdad, el arte, la política y su historia personal de la llamada Revolución cubana.

Todo el libro pareciera de algún modo estar escrito para desmentir esa cita del padre del ensayo, para demostrar que, al menos en la práctica literaria, es posible desmontar —o pervertir— la ceremonia. Sobre todo, el costado ceremonioso de la escritura, su vertiente marmórea, todas esas “actitudes que nos traza la domesticidad”, esos tics que el inglés Charles Lamb llamó “los incontables clavos que remachan la cadena del hábito”. 

(Por si hace falta decirlo, Abreu es un enemigo declarado, militante —están ahí, para quien quiera leerlas, sus Emanaciones como muestra—, de la vulgaridad e imbecilidad de la sociedad contemporánea. Particularmente, la española. Pero no solo la española. Vulgaridad e imbecilidad contra las que hay que escribir. Un imperativo moral. O casi. El único compromiso, diría Abreu, que debería tener un escritor que pretenda atribuirse una mínima decencia).

Gimnasio es, pues, la mejor demostración de que no todo en la vida es ceremonia, de que es posible salirse de los tristes rituales del rebaño, del envilecimiento social, de la estupidez de la “ceremonia colectiva” —costado Flaubert de Juan Abreu: “Como siempre”, escribe en un momento, “la estupidez y la mediocridad haciendo la guerra a la imaginación, tratando de aniquilar por todos los medios al diferente”— y tener presente, aunque sea por momentos, la verdadera “sustancia de las cosas”. 

Para eso, sin embargo, es necesario escribir libremente —o intentándolo. Solo así, dejando de idealizar la escritura, de ponerla en un altarcito, es posible no ser totalmente arrastrado, anulado, por la tediosa ceremonia de la literatura. Abreu juega con la ceremonia, se ríe de ella —le toca el culo, diría él. 

Salirse de los tristes rituales del rebaño, del envilecimiento social, de la estupidez de la “ceremonia colectiva”.

Al hábito y a la domesticidad, a la domesticación que intenta imponernos la rutina, Abreu les opone su risa pérfida, jubilosa. Esa risa mayor, como la llamó Georges Bataille, que barre con todo, y que —me gusta creer— le fue transmitida como una antorcha o un talismán salvífico por su amigo y maestro Reinaldo Arenas.

Pero eso no es todo. Además de la risa y de la erótica beligerante típicamente abreuianas, que a estas alturas son su marca de fábrica —Juan Abreu es, fundamentalmente, un escritor agonal, y su literatura, literatura de combate: “No hay nada tan necesario para un escritor como un implacable enemigo” o “No han dejado otro camino digno a la literatura que el insulto”, nos dice por ahí—, en Gimnasio nos encontramos con un Abreu “espiritual”, casi místico, si se me permite. (Nunca “religioso”, eso jamás: señalo esto por miedo de hacer enojar a Abreu).

“El rechazo al silencio”, nos dice en el capítulo “Libre” —la libertad, esa “búsqueda dentro de sí de una nueva frontera con el objetivo de transgredirla”, es otra de las obsesiones de Abreu, me olvidé de listarla más arriba—, “es una manifestación de nuestro alejamiento de la inmensa comunión que precedió al lenguaje articulado: es una negación de nuestro vínculo con los animales y la naturaleza. Y mientras más ajenos somos a ese silencio, más siniestros, estúpidos y destructivos”.

Juan Abreu es, fundamentalmente, un escritor agonal, y su literatura, literatura de combate.

Este Abreu zen, wittgensteiniano, diría, que en el capítulo “Literatura y arte” tiene su satori, su iluminación proustiana (“sentí de súbito, de forma incontrovertible, que todas aquellas obras por mí consideradas universalmente agresivas, consideradas por mí universalmente despectivas, retadoras y enemigas de lo establecido y consideradas universalmente transgresoras y misteriosas e imposibles de asimilar; todas aquellas obras que siempre funcionaron, por así decirlo, para mí como un refugio, toda aquella obra que significaba para mí lo máximo, la prueba de la irreductibilidad del arte, la prueba de que es posible ser libre siendo un artista, ser un artista; sentí, repito, de forma inapelable y apoteósica, con una certeza aniquilante e irrechazable, que todas aquellas obras eran pura decoración. Pura ceremonia”), en algunos pasajes del libro muta en un Abreu samurái, lector del Bushido y de El arte de la guerra: “La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. El que aprende a morir aprende a no servir”. O también: “Se escribe para uno mismo. Para vernos. Para ayudarnos a morir”.

Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales”, escribió en un poema Arthur Cravan. El cubano Juan Abreu —siempre múltiple, proteico, vital e intransigente— podría hacer suya esa frase del sobrino de Oscar Wilde.


© Imagen de portada: Juan Abreu por Pedro Portal.




* Reseña publicada originalmente en ‘Cuarta prosa’: https://cuartaprosa.com/2022/11/24/sobre-gimnasio-de-juan-abreu-mariano-dupont/




Nota: [1] Gimnasio. Emanaciones de una rutina (Poliedro, 2002).




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Magali Alabau


Magali Alabau

Magali Alabau. Poeta. Nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Estudió teatro. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios.






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