Un circo macabro

No me siento bien, parece que estoy incubando una gripe, y una gripe en este tiempo equivale a ser sospechosa de tener la peste. Mejor no hacerle mucho caso, aunque si comienzo a toser no tendré cómo esconderlo.

Me he pasado toda la mañana torturada con una canción que han repetido no sé cuántas veces y los niños la han coreado, con la misma energía una y otra vez: “Las manos hacia arriba, las manos hacia abajo, como los gorilas, ju, ju”. 

Pude incorporarme un poco y ver a través de una hendija a los niños vestidos de uniforme de preescolar en una formación en bloque que terminaban golpeándose en el pecho, “como los gorilas, ju, ju”, en el patio de la escuela que me queda enfrente. 

En mi cabeza, la idea de que a los niños los están educando para que regresen a la Edad de Piedra. Si esto fuera un propósito, no estaría mal que se desprendieran de todo lo otro que les será impuesto. Orson Welles, en su última entrevista, dijo que “odiaba casi todo del mundo moderno”. 

Una gripe en este tiempo equivale a ser sospechosa de tener la peste.

Recuerdo un viaje que hice en uno de esos trenes súper rápidos en Europa. Iba hacia el aeropuerto de Zúrich, la nieve caía sobre los Alpes suizos y yo, a la velocidad del tren, miraba cómo todo se cubría de blanco. Esa imagen me impactó por mucho tiempo por el contraste de vivir en una isla llana donde solo existe un invierno escuálido. 

Cuando regresé de Europa por segunda vez, mi visión de los trenes había cambiado. Todo lo que tenía de sensacional comenzó a ejercer un efecto negativo en mí. Como Los magníficos Amberson, vivo en la bancarrota del país del tiempo invertido. 

La velocidad multiplicada de un tren del progreso equivale a la aceleración de la vida. Esas imágenes abarrotadas en la cabeza son como una droga basada en estímulos fuertes que te hacen creer que lo contrario de muerte es velocidad. Y velocidad es también ligereza. 

Traje chocolate negro de Francia envuelto en papel cartucho. Nada de brillo ni papel costoso. Un chocolate fuerte, grande y económico. Estaba escondido en los anaqueles. En su rincón había un mensaje: “Lo que importa es lo que llevo dentro”. 

A los niños los están educando para que regresen a la Edad de Piedra.

Como quien está frente a una piedra, deseando la piedra sin ser de piedra, devoré con lujuria su corazón duro, negro y amargo. Hay una frase de blancos cubanos racistas: “negro solo las suelas de los zapatos”. 

Quien lo dijo seguramente no pensaba en el chocolate, solo en su desprecio por los negros. A menudo se suele simplificar todo en una frase que puede ser tan hiriente como una bala. El problema surge cuando la gente se vuelve inmune a las palabras y, entonces, lo metafísico se sustituye por algo tan físico como una bala.

A Dalia Sosa la mató su lengua. Las declaraciones de su hijo Camilo revelaron “que no pudo soportar el peso de la lengua de su madre”. Camilo repetía una y otra vez esa frase, tal vez la mejor frase que haya pronunciado jamás. Argumentó “que solo quería matar a la lengua materna”. 

Camilo hizo una separación simbólica, como si el órgano-lengua tuviese vida o muerte propias. Al principio, las autoridades lo trataron con respetabilidad. Además, Camilo era el chofer de Giselle Rodríguez, la presidenta del Ministerio de la Contrarrevolución, y eso le permitió, al menos, poder expresar sus ideas.

El contraste de vivir en una isla llana donde solo existe un invierno escuálido.

—Un cerebro dejó la lengua de mi madre envenenando. Un cerebro la puso a repetir frases. Dentro del cerebro de mi madre había otro. 

Todo se puso más difícil para él cuando se quedó con estas ideas fijas. Puede que quisiera redimir a su madre.

—¡No era que mi madre no tuviera cerebro, era que dentro de su cerebro había una protuberancia que controlaba su lengua!

Camilo culpaba también a su padre muerto desde 1959. Gritaba en franca desesperación cuando ya era demasiado tarde. 

Los álbumes de fotos de sus cumpleaños tenían señalados acontecimientos de carácter patriótico. 

“Año de la Agricultura”, aparece Camilo mostrando su diente delantero en las manos, a la edad de 6 años, en el fondo y de espaldas hay una foto de su padre. 

Velocidad es también ligereza.

“Año de la Educación”, aparece Camilo a la edad de 10 años con una flor en la mano para echarlas a Camilo Cienfuegos en el mar. Está mirando a la cámara y sonríe con ingenuidad. 

“Año de la Solidaridad”, aparece Camilo a la edad de 14 años con una ametralladora de juguete en la mano y vestido con un uniforme verde olivo. 

En una de las últimas discusiones con su madre, Camilo le reclamaba el hecho de importarle más las reuniones del Partido que sus propios hijos.

Recuerdo la primera vez que entré en su casa, Dalia Sosa me mostró aquel álbum con orgullo junto al nuevo televisor de última tecnología que le envió su hija. No perdió tiempo para contarme con detalle sobre los nuevos vecinos dirigentes del turismo ecologista que creó el nuevo Ministerio de la Contaminación.

—Tienen todo tipo de excentricidades. Uno de los matrimonios tiene a una iguana metida dentro de una pecera. El que vive más próximo a mí tiene a una hija camilita y cada domingo se reúnen a almorzar con empresarios venezolanos. Beben vinos añejados por más de sesenta años y pasan horas hablando de cuánto tiempo más se necesita para matar de una vez la acidez del vino. 

Lo metafísico se sustituye por algo tan físico como una bala.

Dalia Sosa también me dijo que uno de los dirigentes fue ascendido, que ahora trabaja en el Comité Central. Todo eso me lo contaba mientras preparaba un café importado. Al poner el azúcar, se lamentaba de aquellos millones perdidos en la zafra. 

—Qué felices éramos entonces. A mí me encantaba vestirme de miliciana. Y nosotros sí íbamos a “por el millón”. 

Me quedé dormida por unos segundos. Afuera están cavando. Escuché que ha muerto tanta gente en los últimos días que están improvisando los cementerios. No puedo imaginarme acá dentro tosiendo. 

Las ampollas se han mantenido estables, pero el olor es ligeramente distinto. Aún no es como el que emanaba del cuerpo de Manolito, por suerte. Si no, ya no contarían conmigo, ni yo podría continuar esta historia. 

Creo que voy a tener tiempo, o más bien quiero ser optimista. De hecho, ni siquiera he insistido en salir a caminar y respirar otro aire porque lo importante es decir todo lo que siento. Sin filtros. 

Culpaba también a su padre muerto desde 1959.

Ya lo he dicho antes, como un despropósito. No crean que me estoy yendo por la tangente. Hay muchas maneras de contar la misma historia y eso es lo que yo hago. Desafiarme a mí misma, porque sé que todos los caminos me conducirán a la peste. 

—¿Por qué te fuiste, papá? ¿Por qué me abandonaste en esta fría sala de hospital? Cuando te fuiste todos comenzaron a reír. Dijeron que no me querías. ¿Y sabes qué? Ya no te quiero. Aquellas fueron las horas más amargas de mi vida. Todavía estoy enferma. Tengo ganas de tomar jugo de piña. 

No era la peste, estaba segura de que se trataba de otra cosa. Caí en una trampa. Decidí mal. Pensé que era mejor quedarme y que mi papá consiguiera la furosemida por la calle. Tendría que moverse hacia otra provincia. No resulta fácil conseguir tantos medicamentos que escasean en los hospitales. El país está cerrado, incluso a las importaciones. 

Esa noche tuve un sueño horrible con mi padre. Él estaba como en aquella foto que nos hicimos en el Parque Lenin, cuando mi hermano y yo éramos chiquitos. En la foto, mi cabeza dibuja una sombra en el rostro de mi papá. 

Qué felices éramos entonces. A mí me encantaba vestirme de miliciana.

Soñé que mi padre estaba corriendo, trataba de escapar del hospital, como si él fuera el enfermo y al igual que en la foto, no se le veía el rostro. Mi padre en el sueño sentía lo mismo que yo. El impulso de correr, escapar de aquel circo macabro. 

Aquel lugar era dantesco. Un hospital con un aspecto y mentalidad de cárcel. Un sálvese quien pueda. Pacientes con trastornos de angiología internados en salas de respiratorio. Yo estaba alterada. 

No lograba conciliar el sueño. Me levantaba sin rumbo y corría hacia la puerta para tratar de escapar. Sentí un pinchazo muy fuerte en el antebrazo, hasta que me dormí. Estaba consciente de todo, pero no podía abrir los ojos. Era un estado extraño de conciencia. 

Cuando mamá fue a recogerme, ya habían pasado aquellas cuarenta y ocho horas. Cuarenta y ocho horas dormida. Sin poder abrir los ojos. Mamá me hablaba fuerte al oído.

El médico Yunier, un joven amanerado con las cejas sacadas, era el médico residente que estaba a cargo de mi aislamiento. Fue quien ordenó mi inyección y le decía a mi mamá que yo estaba muy bien. Me preguntaba, además, con tono enérgico:

—¿Cómo te sientes? 

¿Por qué te fuiste, papá? ¿Por qué me abandonaste en esta fría sala de hospital?

Yo, sin poder abrir los ojos, le respondía que “bien”. Como si aquella inyección me hubiese quitado la voluntad. Solo decía que “bien” para asegurarme de que me sacaran de allí.

—¿Ves? Ella está de lo más bien, te la puedes llevar para la casa. 

Mi mamá se negó rotundamente a llevarme para la casa en aquellas condiciones. Quedé convertida en vegetal. Yo escuchaba cómo al dar su espalda se burlaron de ella. 

La enfermera negra decía que “los blancos se creen especiales” y que “en esa sala se ha quedado todo el mundo y que de ahí sí se sale”. Se refería también a que mi mamá, en medio de la indignación, llamó a aquel lugar SALA 8. 

Después escuché una conversación donde decían que el sodio me había bajado a tres. Que este es un efecto de algunos antisicóticos en organismos con descontrol en la glucosa. Me habían inyectado antisicóticos. Yunier sabía de la diabetes y de la descompensación. Fue a causa de las piernas hinchadas que entramos al hospital.

Una fuerza mayor destruyó la vieja visión del mundo.

Me subieron a una camilla fría. El camillero se burló de mí por gritar cuando me levantó con torpeza. Había una especie de complicidad dentro del personal sanitario. Me hacían bullying como si mi vida o la de los demás pacientes no importara nada. 

Siglos y siglos domesticando a las fieras, puliéndolas como humanos, hasta que llega la peste y todo se desmorona. 

La producción de médicos en serie desprende sus columnas de hielo en una avalancha. Una fuerza mayor destruyó la vieja visión del mundo. Todo no terminará con la peste, comenzará justo cuando nos hayamos librado de ella.




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El país del sí

Lynn Cruz

Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba.






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