Soy como Sísifo, pero con una novela en la espalda. ¿Cuentapropista? ¡Bah! Pero acaso hay alguien en este mundo que no esté por su cuenta.
Hay alguien velando, dispuesto a brindar su mano desinteresada para sacarte del agua hirviente de la caldera de los acreedores. Deudas: “A debe a B”, “B debe a C”, “C debe a D” y así sucesivamente hasta que Z le deba a A.
Entonces, si yo debo algo es porque alguien me debe, no se puede romper esta cadena, este círculo infernal donde todos reclaman un pedazo del descuartizado, o desquintizado, sabrá dios el número de partes. Tal vez ni siquiera se pueda decir “Dios mío”, Dios es tan reclamado hoy día que la caridad mengua cada día más; luego, ¿qué sentido tiene hablar de Dios?
Dios debe estar molido igual que yo, la cosa le debe resultar tan dura que los que perdona en la mañana regresan al atardecer en pecado mortal y aquí es donde viene el pollo del arroz con pollo: en lugar de rezar es mejor escribir, así es como logro poner la mente en blanco, es como volar, me sorprendo de todas las cosas que se me ocurren con un mocho de lápiz en las manos.
Y no crean que cuando escribo lo hago por mi cuenta, no, sospecho que tengo una deuda conmigo mismo que nunca podré pagar y que purgo escribiendo para que mi otro yo se satisfaga leyendo y me deje tranquilo por el día de hoy; mañana es otra cosa, lo que escribí ayer ya no le parecerá bueno y tendré que inventar algo distinto aunque todos los días sean iguales, dulce tormento ser perdonado a través de la escritura, mi castigo es mi salvación. ¿Para qué reclamarle a Dios entonces? Lo mejor es no molestarlo.
Ahora me preparo para dormir, quizás y tenga mejor suerte, de hecho, ya es una suerte haber comido. Ya estoy dormido, creo que aquí no le debo a nadie, a veces las deudas no te dejan ni dormir, ahora sé por qué se habla del descanso eterno, llega un momento en que ni el sueño te alcanza en este mundo que no te da un respiro, y entonces se comienza a tomar píldoras que si no lo hacen más largo por lo menos lo hacen más profundo, de manera que el sueño eterno parece que no lo es en la extensión del tiempo sino en la profundidad de los abismos del alma de manera que, por lo visto, después de muertos, Dios nos va a poner a hacer su trabajo.
No fue la debilidad, no, fue un dolor intenso en la boca del estómago y una inflamación repentina, desde el mediodía no como nada. Henri Désiré Landru no pasó el hambre que pasé yo, el ingenioso Barba Azul de Gambais lo pasó muy bien cuando la bolsa se desplomó y la guerra comenzó triturando a millones de seres vivientes, mutilando niños, mujeres y ancianos. Pero al final los bancos se salvaron y Verdoux dejó su cabeza al pie de la guillotina francesa. Lo último que dijo mientras apuraba la copa fue: “Nunca probé el ron”.
Su tumba yace perdida en algún lugar, su cabeza se quedó en Francia; en el último momento, las mujeres parisinas, presas de la furia, la reclamaron en un intento de saberse vengadas del Ogro de los Rosales, como infelizmente llamaron al galante cínico, por el espléndido color de las rosas abonadas con las cenizas de sus víctimas.
El caso es que ni la cabeza ni el cuerpo aparecen por ningún lado. No se conoce dónde descansa y si descansa, la cabeza soñadora de Verdoux. ¿Cuál habrá sido su gesto, la postrera mirada? Seguramente perdido el afecto, viendo en la humanidad la pérdida injustificada de su razón durante el período último de su vida, sus ojos cayeron en alguna flor rastrera que pisó el verdugo junto al patíbulo, una lágrima corrió por su cara.
El que tantas veces había llorado a su mujer y a su pequeño Lancelot abandonado para siempre a las puertas de un hospicio ahora no era llorado por nadie. La cuchilla, rápida, cercenó su cuello, se apagó el latido furioso de la aorta, su corazón dejó su loca carrera de caballo desbocado y su cuerpo decapitado al igual que un tallo empapado del rocío matinal yació en la tierra perdido para siempre su receptáculo floral. Él descansó y las mujeres descansaron de él, de su rostro expresivo solo quedó una mueca, de su boca besucona manó un hilo de sangre.
Todas estas cosas las hablaba con Quilito, el tumbero del necrocomio, los días en que le llevaba flores a mi ex, llevaba de fallecida un año, y le había cobrado afecto al singular rastreador de tumbas que conocía como a la palma de su mano el destino final de toda carne, incluso llevaba un libro con fechas y nombres, pudiera pensarse en un caso claro de necrofilia, pero lejos de ser un amador de tumbas, Quilito era como el toro de Minos en su laberinto de muerte, pifiando en la arena, marcando el lugar de los despojos.
La muerte ha sido muy mal disimulada, hay toda una filosofía de la vida que nos acompaña a la tumba, hasta que tropezamos con Quilito, el sepulturero del zapato sucio con la mano en el bolsillo. La única certeza es que no aparecerá Verdoux y mañana Quilito necesitará otro Quilito que lo encuentre. Si no me creen esperen un poco y llegado el momento pongan un Quilo en las manos de ese Caronte de Ébano.
Pero no es la muerte, algo me preocupa más seriamente que la muerte, en este mismo momento en que termino de escribir la palabra seriamente lo más seriamente posible porque sé que no puede ser serio nada de lo que me rodea o lleve por dentro. Me siento tan inseguro que no puedo escribir y dejarme llevar, enseguida me quema la duda.
Sí, algo me preocupa, y creo que es precisamente esa incapacidad de dejarme llevar, esa pérdida del autocontrol, puede que sea la culpa. No sé, pero cuando estoy entre la gente pongo en marcha como una especie de mecanismo de defensa para pasar inadvertido. Ayer en la pizzería, por ejemplo, una dependienta dijo:
—La calle está llena de locos.
Puse en marcha mi caballito de Troya, ahora soy una persona cuerda, no le doy ni la más mínima importancia al asunto. Estoy en una pizzería mugrienta de gente mugrienta, lo que se conoce como un bajo costo, tengo el plato con la pizza delante, los coditos a un costado humeando todavía y la dependienta de codos en la barra frente a mí.
Primero: si hablo, ella clavará sus ojos en mí como yo clavo el tenedor y el cuchillo en mi pizza. Segundo: Si no digo nada, posiblemente lo tomará como una señal de desaprobación que confirmará a la vez sus sospechas de que soy un pobre loco. Tercero: Me levanto y me voy, no puedo hacerlo, tengo mucha hambre y voy a tener que seguir viniendo a este lugar.
Miro hacia mi pizza a medio terminar, a mis coditos recalentados, y suspiro, la doblo, me tomo el refresco, me levanto y me voy. Sé que he sido un cobarde, pero qué le voy a hacer. Escapo convencido, unos segundos más y quedo atrapado en el engranaje, me siento como un tornillo, un pobre tipo, solo, sin mujer, posiblemente un escritor, como mi abuela decía, con la flor en el bolsillo de la solapa:
—Ahí va el escritor, ahí va el loco.
Al pensar en la palabra loco me asalta la duda, como se asalta a una fortaleza arruinada, y la inseguridad, y por supuesto la pregunta: ¿yo estoy loco?
Automáticamente se me quita el hambre, la pizza se la doy a un perro callejero que me mira extraño como reconociendo el olor de la locura. Últimamente, la verdad, mis acciones dejan mucho que desear y lo más importante, creo que me he sorprendido hablando solo en la calle. Alguien, que me ha reconocido, en algún momento me ha dicho: “¿qué haces?”.
Y resulta que he estado haciendo murumacas con las manos, movimientos inciertos, como hablando con alguien que no está. ¿Serán estos los primeros síntomas de la locura, de esa que anda por las calles, la locura callejera, la de los locos sueltos en la calle a punto de ser recogidos para ser internados en algún manicomio y botar las llaves?
La llave de mi casa, palpo la mochila, siempre me pasa lo mismo. Es una idea fija, boté las llaves, una sudoración fría me recorre todo el cuerpo, estoy a punto del colapso, del ataque cardíaco. Falsa alarma, aquí están. ¿Quién sabe si una idea fija todo el tiempo taladrando el cerebro te haga perder la razón y las ideas?
Hago un repaso de todas las ideas de los últimos tiempos. Cuando estaba con mi exmujer no se echaban a ver estos monólogos interminables. Ahora estoy solo, diez años más viejo, en fin, más vulnerable. Conteo de ideas fijas: arreglo de la casa, destupición del edificio, venta de la casa de mi exmujer, venta del arroz de la cuota, cable de la computadora (estoy escribiendo con una Remington Rand), venta de los zapatos, arreglo del patio, instalación del tanque del agua, pisos, pago del impuesto, etc., conteo de ideas fijas.
No hablo de la comida porque ahora como cuando puedo, aquí cambié, el qué por el cuándo, el cerebro y el estómago van a acabar conmigo. Las ideas fijas son al cerebro lo que los jugos gástricos al estómago, de manera que se puede decir que la locura es una úlcera cerebral.
No se puede ir por ahí con hambre y sin reparar en lo que la gente piense de uno. A veces me quedo frío cuando dicen delante de mí:
—A mí no me importa lo que piense la gente.
Y luego, si piensan que yo soy un escritor, después viene lo peor: “¿y qué tienes publicado?”.
Huyo con espanto de solo imaginar que imaginan que soy un escritor, mi cabeza pierde el control de mi cuerpo y parezco un muñeco sin cuerda, la cabeza empieza a rotar en una dirección mientras las manos giran en dirección contraria.
Cuando me recupero, me encuentro entonces frente a la página en blanco, me paseo por el lugar de la máquina con esos pasitos cortos que no te llevan a ninguna parte: no, no puede ser, mi mujer está muerta, mi mujer no ha estado aquí, todo esto es una idea mía, me digo. Sí, pero es una idea fija.
Búscate otra mujer, me dice un amigo. Al principio, no parece mala idea, mientras no se convierta en una idea fija, no es mala. Pero, ¿cuánto nos cuesta hoy en día una mujer? Si yo malamente puedo mantenerme…
—¿Qué haces?
—Soy escritor.
—¿Qué has publicado?
—Este, tengo algunas cosas escritas. ¿Has visto que luna tan grande?
La luna parece que cuelga del cielo, yo parezco ser un escritor. De la luna ella no necesita pruebas, con verla le resulta suficiente, está colgada, pero de mí, me exige ahora que le enseñe algo, una novela que haya escrito, a ella le encantan las novelas.
—Estoy trabajando en una novela, qué casualidad, pero tengo unos poemas por ahí…
—Enséñame lo que tengas escrito de la novela.
No es casualidad y eso es lo que me preocupa seriamente, no puedo dejarme llevar, no puedo perder el autocontrol, tengo que pasar inadvertido.
Recuerdo que cuando era pequeño tenía una sola idea fija, me sentaba debajo de un árbol y miraba fijamente al cielo estrellado y con toda esa fuerza de la que puede disponer un alma joven dentro de un cuerpo joven levantaba el brazo crispado apuntando al cielo infinito, gritando y repitiendo una y otra vez: “yo puedo detener el mundo”, “yo puedo detener el mundo”, “yo puedo detener el mundo”.
Desde luego eso no pasó, aunque yo sentí en mi interior que podía con una seguridad que nunca más he sentido, y en adición a esa imposibilidad ahora no puedo ni siquiera detener el manantial de las ideas fijas.
Con la locura no se juega. Ayer, por ejemplo, fui a ver una película de Ridley Scott, Peligro en la noche, del ciclo Grandes Directores que están poniendo en la Cinemateca.
Estoy en la entrada haciendo tiempo hasta las y media, que es cuando empieza la venta de los tiques. Hay un tipo sentado, le faltan todos los dientes menos uno, prominente, que le sale de la boca como un cuerno. Apenas si se le entendía lo que decía, le costaba hablar, se notaba que hacía acopio de todas las energías para expresar sus ideas. Pobre tipo consumido por el hambre y las ideas fijas.
Minutos después un negro vestido de negro con un hedor putrefacto insoportable. Venden los tiques y el negro me persigue por el vestíbulo del cine:
—¿Ya vio la exposición del Chaplin?
—No.
—¿Qué le parecieron los carteles?
—No me he fijado.
Miro hacia todas partes para ver si alguien me salva.
—¿No ha recorrido los museos de La Habana? ¿Quiere que lo lleve? Yo se los puedo enseñar.
—Tengo que ir al baño.
—¿Lo acompaño?
No me puedo quitar al negro vestido de negro de encima de mí. Doy una vuelta, entro y salgo hasta que llega la hora de la proyección, entonces aprovecho y voy al baño, horror de los horrores, me lo encuentro aseándose en el lavamanos.
Huele a jabón de limón, no tenemos limones, no venden limonada en ninguna parte, pero él se enjabona con jabón de limón. Orino, salgo del baño y me siento en una butaca del cine:
—¿Cómo usted se llama?
—Juan, me llamo Juan.
—¿Y el apellido?
—Valdés.
—Juan Valdés, mire, aquí está mi número 77666849, mi nombre es Nelson, ¿me puedo sentar a su lado?
—Me gusta sentarme solo.
—¿No tiene un teléfono al que yo lo pueda llamar?
—No.
—Me gustaría invitarlo a un café cuando salga para desahogarnos.
—Te lo agradezco, pero ando corriendo.
¿Desahogarnos? Si no me deshago pronto de este hombre creo que me voy a ahogar. La película empieza, yo me hundo en la butaca del cine, siento que me respiran en el cuello, me hundo más. La luz de la sala de proyecciones ilumina una butaca que está frente a la mía y me ilumina a mí también, siento los ojos felinos de Nelson en mi nuca, siento a Nelson clavándome el puñal:
—Así, para que no me olvides. Así, que te crees tú que te vas a ir del cine, así como así…
Me levanto corriendo, le doy la vuelta a la sala, me siento en el otro extremo. Creo que no me ha seguido, pero es un negro y está vestido de negro. Respiro, me desahogo, como dice Nelson.
Empieza la película, no siento ya el olor a limón. Peligro en la noche, ¿será una simple coincidencia? ¿Una casualidad? ¿Me estaré volviendo loco yo también? No, ese es el título, yo estoy en el cine, el negro anda por ahí, la película se llama Peligro en la noche y es de noche.
La cabeza me da vueltas, no encuentro sosiego, termina la película, pero yo salgo unos minutos antes del final. Corro como un loco, la parada queda enfrente, pero yo camino doce cuadras y cambio la ruta. Ya estoy en la otra parada, ahora puedo respirar tranquilo, está desierta, todo está oscuro y no hay peligro en la noche.
Me pongo a hablar solo, no hay nadie mirando, no pueden sospechar nada. Se sienta alguien a mi lado en el contén, me digo, no voy a hablar, esperaré a que él lo haga, así, si alguien nos ve sospecharán de él y no de mí, yo no he hablado, es él el que habla, yo no he movido un labio siquiera.
La gente anda loca por la calle, hablan con el primero que encuentran, “qué calor”, “qué malas están las guaguas”, “como hay carros modernos”, “como se cuida la dirigencia de andar a pie”, “qué mala está la cosa”.
Cuando se anda a pie uno está expuesto, la locura es así una duda razonable. El que va en un carro no tiene que parar, puede ser selectivo a la hora de recoger a alguien, primero mira: “bah, es un loco, déjame seguir” y escapar rápidamente.
Yo no, yo voy a pie, no puedo salir corriendo, puedo parecer un loco, ven a un tipo corriendo y enseguida dicen: “ataja, viste eso, corre como un loco”. A mí se me quedan mirando, pero el del carro escapa a toda velocidad y no se echa a ver.
La guagua no llega, ya no soporto más, necesito hablar. Me levanto, camino haciendo círculos, pruebo los zapatos. Los zapatos tienen la suela rota, pero es de noche, son negros y por lo tanto nadie la ve.
De día puedo estar en una cola y alguien puede preguntar el último, y aclarar: “Detrás del loco de los zapatos rotos”, pero es de noche, así que me doy el lujo de doblarlos caminando para que exhiban la rajadura y me entre el aire fresco de la noche, de lado a lado, como la sonrisa de un loco.
Uno primero, el otro después, los dos a la vez, me paro en puntas como si fuera un bailarín, de pronto, como por arte de magia, sale de la nada una niña que se me queda mirando. Bah, es solo una niña, los niños son inocentes, para ellos los locos son como si fueran unos niños también:
—Vamos a jugar —me dice—. Mira cómo salto —repite.
¿La guagua se demorará mucho? No me gustan los niños, son impredecibles como los locos.
—¿Dónde está tu mamá? —le pregunto.
—Está enferma.
—¿Qué tiene?
—Se siente mal de la cabeza.
—¿Y por qué no estás con ella?
—Lo que pasa es que ella me dice que me voy a volver loca de estar encerrada con ella y entonces me manda para la calle. ¿Usted no está loco, verdad?
Veo un par de focos que se asoman a lo lejos, se me antoja pensar que la guagua es la madre de la niña que me mira como si fuera una loca.
—Hasta luego, ya no puedo jugar, ahí viene mi guagua.
La niña se agarra de mi mano y comienza a gritar. Todos me miran, sonrío y el chofer pone la luz larga de la guagua, no puedo ver nada, pero sigo sonriendo y zafándome de la niña.
—Pesao.
Al fin logro subirme en la guagua, el chofer me mira serio, sigo sonriendo. ¿Cómo podría borrarme esta sonrisa de la cara? Tengo que parecer orgánico, de lo contrario pensarán que estoy loco.
—Se ve que esa niña se vuelve loca por usted —me dice una vieja que lo vio todo. Yo le sonrío y asiento con la cabeza.
© Imagen de portada: Luca.
El país del sí
Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba.