Viaje a Assisi


Georgia O’Keeffe. A Street, 1926.


No entiendo los mapas. Debe ser por eso que atraigo a los locos. Según Google Maps, mi hotel está a un máximo de diez minutos de cada una de las puertas del pueblo, pero llevo más de treinta chocando contra las murallas. Es un pueblo medieval, todo amurallado, y con solo nueve puertas.

Se ha hecho un poco tarde. El mapa y la memoria se han vuelto referencias inútiles. No pierdo la calma. Encontraré una de las nueve puertas. Luego, la estación. Luego, cuando llegue a Orte, el próximo tren. Y cuando ya esté en Assisi, la basílica.

No miraré más el reloj. La desesperación, como la ilusión, tiene velocidad propia. Justo estoy diciéndome eso y aparece la estación. Es una estación rural donde los rieles parecen brotar de la tierra. El tren a Orte está en segunda línea. 

Pongo un pie sobre el riel, otro sobre el durmiente, otra vez un pie sobre un riel. Mis sandalias y los rieles son del mismo color sangre muerta. 

Miro la otra línea del tren. Por un instante, me imagino atrapada mientras el segundo tren pasa. Subo rápido al andén entre una línea y otra. El tren está cerrado. Para reducir las chances de perderme espero aquí. Si el otro tren pasa tendré que afinar mucho el cuerpo. Y, sobre todo, no moverme. 

Me estiro lo más posible. En teoría, hay espacio para estar inmóvil entre dos trenes moviéndose, a no ser que uno tenga tendencia a enredarse. 

Llega un hombre todo vestido de dorado y negro. Mira con ilusión. Por eso le devuelvo la sonrisa y no lo pienso cuando me pregunta adónde voy: “A Assisi”.

Se da cuenta de que no soy italiana. Empieza a hablarme con gestos de payaso y yo a preguntarme si no era más seguro estar sola entre las dos líneas del tren. 

Las puertas se abren. El hombre todo vestido de dorado y negro se sienta frente a mí. No hay nadie más en el tren. 

Sposata?

Digo la respuesta conveniente: “Sí”. Pero pienso en el amor perdido. 

Sonríe. No me cree.

Aspetta.

Busca algo en su maletín. Lo veo sacar títulos de propiedades con sellos dorados y también, sin querer, unos calzoncillos negros. Los esconde y me jura que tiene un castillo en Rumania. 

Ho bisogno di una donna, capisci?

Niego con la cabeza. 

Voglio una donna… una sola. Capisci. Una sola

Dudo antes de asentir. 

Il cuore è la cosa più importante. Il cuore…, il cuore…, il cuore, capisci? Il cuore. 

Me toco el corazón para que vea que entendí. Sonríe. Muevo los dedos de los pies, incómoda por cómo los mira. Luego mira mi vestido, mi cabeza, mis manos. Hace el gesto de un anillo matrimonial deslizándose por el dedo anular. 

Fijo la mirada en el suelo y pienso en la basílica de Assisi que veré pronto. En específico, en el palacio volador que vio San Francisco en sueños, ese que vuela cargado de armas, avisando, antes que Rilke, que lo maravilloso y lo terrible vuelan juntos. 

Pronto veré ese fresco de Giotto. El hombre vestido de dorado y negro alza la voz: 

Non sono un ladro!

Lo miro a los ojos. Eso lo entiendo. Con la mirada quiero decirle que nunca he pensado que él sea un ladrón. No sé decirlo en italiano. 

El hombre comienza a lanzar con violencia las manos hacia el aire y hacia mi mochila y hacia mi rostro, como si estuviera robando, para luego, con la cabeza, casi tierno, negar desesperadamente.

El corazón todavía me late a prisa, pero improviso una mirada de esperar cosas buenas de él. Su expresión se congela en una mueca de bondad. Parece auténtica.

Me mira tan fijamente que siento como la mueca de bondad aplasta mi rostro. El vagón sigue vacío. Suspiro, mirando los asientos solitarios.

Aspetta

Saca de su billetera unas tarjetas de banco. Se detiene un momento a mirarlas, como si cada una tuviese una historia complicada. Las pone frente a mí.

Aspetta.

Ahora se quita el reloj y con la mano derecha hace bailar su reloj dorado frente a mis ojos. Y, con la izquierda, uno de los títulos dorados.

Non sono un ladro —susurra y me repite que el corazón es lo más importante. 

Asiento sin sonreír. Ya sabe que voy a Assisi. Tal vez, en Orte, se suba a mi otro tren. 

Miro por la ventanilla cómo el espacio exterior se volvió un caleidoscopio horizontal. Suspiro. Tal vez está bien no llegar a los lugares de forma directa, sino atravesando el alejamiento y reencuentro que tiene cada espacio. 

El hombre comienza a hacer ruidos violentos. Levanto la vista. Se está golpeando el corazón. 

Il cuore è l’unica cosa importante —me repite.  

El fresco de San Francisco entregando sus posesiones materiales me viene a la mente. Lo veré pronto. 

El hombre vestido de dorado y negro sigue golpeándose el corazón. Imagino un corazón pintado en la basílica. El corazón viaja de un fresco a otro, mientras los fieles vigilan. Saben que un corazón cambia según la escena que vive. Y saben que un corazón puede reventar de dolor. 

El hombre deja de golpearse. Ahora me observa con ternura y otra vez hace el gesto de colocar en el dedo anular el anillo de matrimonio. Pero lo intercala con el pulgar y el índice de la mano izquierda, convertidos en un huequito, y el índice de la derecha en un pene que entra. 

Sale y entra. Entra. Y sale. Y entra. Miro la hora. Suspiro hondo.  

Mia madre è morta, mio padre è morto, mio fratello è morto… Io voglio solo una donna, solo una.

Pienso que mi padre y mi hermano también están muertos. “La vita è dura”, dice y por un rato se queda en silencio, triste, mientras yo pienso en mis muertos. 

—Una donna… solo una…  solo una! Capisci? — me dice furioso y con la boca deformada por la rabia—. Capisci? 

Me observa de arriba abajo, como si ya nada en mí pudiese salvarse. Se persigna. Siento que pide perdón por lo que me va a hacer. Me afino mucho, como en el paso imaginario de los trenes. Miro hacia el suelo, pero mantengo el cuerpo en alerta. Luego pienso que tal vez una mirada serena lo calme. 

No estoy serena. Pero mi rostro, sí. Lo miro.

Su mueca de rabia comienza a ceder. Me mira la cabeza. En realidad, algo sobre mi cabeza. Mira con ilusión. La ilusión siempre me desarma. No puedo evitarlo. 

Y el hombre vestido de dorado y negro mira con tanta ilusión, que siento sobre mi cabeza el peso de un velo de novia. 

Por eso, cuando otra vez se da esos golpes tan fuertes en el pecho, y otra vez repite furioso “solo una donna, solo una”, o cuando me mira con los ojos inyectados de furia porque aún no le respondo que sí, que soy yo, no intento salir corriendo de este vagón, sino que resisto a su lado, como quien viaja en el palacio que vuela con las armas.

Aparece una ferroviaria. Me dice que en el tren hay un lugar menos “caldo”.

Reviso que no se me quede nada y me voy rápido. La ferroviaria se queda hablando con el hombre.

Sueño despierta con los pájaros atentos a las palabras de San Francisco. ¿Qué pecado ocultaría la dama de Benevento que hay que resucitarla para que muera en gracia? ¿Y qué se siente en la gracia de la fe? 

No lo sé. Lo que sintieron los pájaros. Confieso el imaginario pecado de la dama de Benevento. Y entonces veo que el hombre vestido de dorado y negro está de nuevo frente a mí. 

He puesto mi mochila en el asiento de al lado. Enfrente mío no hay asientos, solo el extintor de incendio. 

Mueve la cabeza de un lado a otro, decepcionado. Se aleja maldiciendo. Lo escucho pelear con la ferroviaria. Quiere fumar: 

Qui non si fuma! Né qui, né in bagno!

Mi tratti così perché sono uno zingaro?! 

Perché qui non si fuma!

Él alza la voz con furia. Ella la baja, para decir con firmeza algo que no entiendo y se va rápido del vagón.

El hombre vuelve hacia mí. Se para junto al extintor. Alza y baja repetidamente sus caóticas cejas esperando que le responda. 

Esta vez no tengo forma de perderme, porque mi parada es la última. Me lo repitió la ferroviaria: “È l’ultima, capisci? Non ti preoccupare, è l’ultima”. 

Miro la hora, sabiendo que da lo mismo cuánto falta, que el reloj es un tic nervioso, que lo que el tren atraviesa es el destino. 

Los zapatos dorados y negros del hombre están al lado de mis pies. Contraigo los dedos dentro de las sandalias color sangre muerta. Ya sé que no podré dormir ni soñar con Giotto. Que iré todo el tiempo atenta, inútilmente, al espacio y al tiempo. 

Los zapatos dorados y negros se alejan. Miro por Google Maps por dónde va el tren. No entiendo. ¿Qué es lo que entiende la gente en los mapas? 

Los pasos del hombre acercándose me desconcentran. Y un perfume. Me pregunto si será una droga. No quiero oler, pero no puedo evitar suspirar. 

Si todavía falta una hora para la estación Orte, llegaré a Assisi a las cinco, o tal vez más tarde. Recién ahí empezará el azar, para encontrar la basílica a tiempo. Y de la estación de trenes a la basílica, los caminos no serán continuos. Se llenarán de pasajes antes invisibles. 

Hay gente que habita en esos trampantojos del espacio. Nos reconocemos de inmediato. Lo que no significa necesariamente que queramos coexistir. Si logro llegar a la basílica, todavía quedará el regreso. Deshacer el camino hasta la estación y luego atravesar el azar de dos trenes. 

Tal vez se me haga de noche escrutando la velocidad en el horizonte de la línea del tren, justo cuando tengo un pie en un durmiente y el otro en el aire. O me agarre la noche en una bolsa plástica, asfixiada con un velo de novia.

El hombre camina de un lado a otro. No me atrevo a mirar. Solo escucho. Camina como si no pudiera decidir qué va a hacerme. 

Cuando va hacia la derecha (que en otros viajes será siempre la izquierda), mueve su palacio armado. Camina en la dirección contraria y es un hombre en desgracia, pero enfurecido porque nadie le dará un manto. 

Cambia de dirección y el amor va a salvarlo. Por eso se echa perfume, por exceso de ilusión. Pero el perfume apesta y entonces, despechado, cambia de dirección y cuenta las armas del palacio.

La cabeza se me contrae por la peste a perfume. Y por mi decepción conmigo. No entiendo los mapas. No distingo los caminos continuos. Lo intento y el espacio comienza a moverse y las calles a liberar tiempo. 

Siempre llego tarde y siempre con esta anacrónica sonrisa de haber sobrevivido una catástrofe.

El tren llega a Orte, la última parada.

Antes de que me pueda bajar, suben unos hombres vestidos de uniforme. Se llevan esposado al hombre vestido de dorado y negro, el hombre que miraba con ilusión. Arrastra el maletín, como si le pesara su castillo. Se ve diminuto entre los carabinieri.

Bajo del tren. Estoy tan cerca de la basílica de Assisi… 

Compro un boleto de regreso. 

Regresaré ahora, en este mismo tren. Me sentaré en el mismo asiento, que ahora estará a la izquierda. Y, cuando llegue, me faltará encontrar las murallas. Y una de las nueve puertas del pueblo.





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Ucrania: De la Revolución Naranja a la Revolución de la Dignidad

Por Vladimir Dubrovskiy

Desde la reanudación de su independencia en 1991, Ucrania ha sufrido cuatro intentos autocráticos. Dos de ellos acabaron en revoluciones.