No voy a textearte más



Es el año 2024. Estamos a punto de dejar atrás el primer cuarto de siglo de lo que en Cuba iba a ser el futuro. 

Sólo ahora, metido de cabeza en la cripta del siglo XXI, o acaso caído en la catacumba de un siglo del que ninguno de mis cubanos saldrá vivo, es que por fin lo puedo vocalizar. 

Me costó un trabajo tremendo juntar estas cinco palabras:

“No voy a textearte más”.

Perífrasis pura. Acción a pulso. Coda a patadas.

Cada uno de nosotros teclea miles de palabras al día, en decenas o incluso centenares de chats, grupos de contactos, emails, mensajes directos, comentarios y contracomentarios en sitios web, publicaciones y contrapublicaciones en redes; además de los inevitables vocablos para lograr la más mínima cosa en internet.

Esto, sin contar con que la mayoría de los trabajos, a todo nivel, implican enviar y leer textos, desde el alto ejecutivo con salario de seis cifras hasta el repartidor de comidas que se equilibra entre su bicicleta y un App.

Todos vivimos, ahora sí, en la ciudad letrada. 

Sin embargo, somos cada vez más analfabetos funcionales respecto a la realidad. Cada vez más estériles emocionales e incultos de cualquier cosa humana. Es un regreso al primate. Pero, en términos de caracteres, en la yema de nuestros dedos repercute más experiencia textual que la del mejor Premio Nobel.

El lenguaje, que comenzó siendo Dios mismo y después se conformó con ser lo sagrado, se ha democratizado al punto de lo demoniaco. La lengua nos pertenece ahora a los mortales.

Por eso tecleamos a toda hora y sin motivo aparente. Tecleamos en sí, para no estar en sí. Ni aquí. Más que un gesto inercial, es una tara atávica. Tecleamos como nuestros ancestros se ponían en dos patas para coger una fruta o sacarle filo a un buen palo. 

Cuestión de sobrevivencia. A falta de ser, hay que estar por estar.

Tecleamos porque nos teclean y también porque no nos han tecleado. Es el triunfo total de la interconexión. ¿Quién en su sano juicio podría oponerse a semejante conquista de la tecnología?

Este fin de semana cogí y me senté. Miré y miré los mensajes de la Nación y el Exilio.

Me puse a sacar cuentas. Es decir, otra vez a teclear. Esta vez, signitos de + y números del 0 al 9. 

Es sabido que la Revolución Cubana nos obligó a llegar tarde hasta a nuestro propio tiempo. Nos sustrajeron la mitad de nuestra biografía en esa gracia. Descontando esa pérdida y todo, calculé que ya debo de haber tecleado unos cien millones de palabras.

Es decir, unas diez por cada uno de los cubanos.

Algo debo de haberles dicho, supongo. Bueno o malo. Perverso o provocador. Cariñoso o corrupto. Terrible o tierno. Alguna que otra mentira o milagro. A lo sumo, un “mírame” o un “te amo”. 

Al menos yo sí te he hablado, poniendo mi nombre y mi cara delante de cada una de mis palabras. Tal vez por eso me resulta más fácil la segunda vez que te escribo estas cinco:

“No voy a textearte más”.

Te estoy perdiendo, cada vez que me impones la ausencia de tu caligrafía a teclazos. Apenas te oigo, cuando me lanzas la mudez de tus significados. Te veo menos, al tener que lidiar con tu cadena alfanumérica más reciente, la que me agota de sólo marcar como otro texto leído.

Lo más calamitoso es que he dejado de amarte. No hay amor ni memoria del amor en este crimen de lesa textualidad que es teclear en serie y en paralelo, a través de un fuego cruzado a ciegas, bajo una promiscuidad de lectura que no puede ser más impersonal.

Casi ya ni te pienso, la verdad. Y, por supuesto, nunca te extraño. 

Vamos siendo menos y menos contemporáneos con cada temporada de textos entre tú y yo. Que es como decir, entre tú y todos. O entre todos y yo.

Esto no es una despedida, aunque pueda ser, en más de un sentido, nuestro testamento. Si deshabitamos juntos en el 2024, es precisamente porque en el XXI no habrá escapatoria para los cubanos que quedaron. 

Con este primer cuarto de siglo de lo que en Cuba iba a ser el futuro, ha sido suficiente. Estar tan cerca los unos de los otros nos fue hundiendo, en cámara lenta, en esa soledad súbita que Lezama Lima anuncia, en el manuscrito de Paradiso, como la inminencia de nuestra muerte.

Sé desaparecer, había escrito a toda prisa, también a mano, un José Martí de puño póstumo y letrica ilegible.